35- El secreto del jefe indio. Por Mañani
Todo el mundo recuerda su primer viaje en tren, en particular cuando los trenes recreaban el paisaje y los largos trayectos daban para imaginar historias de indios y exploradores. Viajar es una buena forma de rastrear la superficie para nutrir las raíces. Con nueve años la aventura estaba garantizada.
«Cuida de tu madre y no te apartes de ella en ningún momento», fueron las palabras con las que mi padre me bautizó como jefe de la tribu en el exilio. De lo poco o mucho que logré atrapar al hilo de las puertas, me enteré de que en Madrid nos esperaba mi tía Clotilde; la que cuidaba desde hacía cinco años de una vieja loca con dinero. Una anciana que debía de estar muy chiflada, la pobre, porque mi tía nos contó que una tarde, mientras oían misa, sacó unas bragas del bolso y se las puso en la cabeza. Y es que, en Madrid, la gente anda majareta. El hermano de mi amigo Seba vino de allí con una enfermedad rara, soñaba sueños de muertos y no quería salir a la calle. También escuché que viviríamos en casa de la señora de un médico, que estaríamos muy bien y que íbamos a comprar un piso para que mi padre se viniera con nosotros.
Cuando llegamos a Madrid nos montamos en el metro y mi tía nos invitó a churros en una cafetería. Yo no paraba de decir ¡ay va! cada vez que miraba uno de esos enormes edificios. Las calles eran larguísimas, algunas iban hasta Nueva York; pero lo que yo no me podía figurar era que en Madrid uno se queda huérfano de repente. «¿Cuándo le vas a decir al niño lo de su padre?», y mi madre, pensando que yo andaba distraído con el trasiego de coches y autobuses de dos pisos, me miraba de reojo dándole un codazo a mi tía para que se callara. Entonces yo me soltaba de su mano para ver si se olvidaba de aquello que decía mi tía que debía decirme.
Lo que yo no sabía del hospedaje lo descubrí enseguida, al ver a mi madre trabajar en aquella casa desde los madrugones del alba hasta que enmudecen los serenos. Después de atravesar no sé cuántas calles y una plaza, llegamos a donde nos esperaba la mujer del médico: ca-lle-de- Ri-os- Ro- sas. Antes de subir, mi madre se inclinó para colocarme el flequillo en su sitio: «Mira, Juan, mamá va a trabajar aquí porque necesitamos dinero, ya sabes que en Córdoba no tenemos ni para gaseosa.» «Venga, mujer, díselo ya», apuraba mi tía. Entonces la miré, y mi madre también la miró apretando mucho los dientes, como si no le gustara que la interrumpiera mientras hablaba conmigo. Y mi tía cruzó los brazos, y suspiró mientras daba golpecitos en el suelo con la punta del zapato. Luego, mi madre volvió a mirarme, me lo contó y acabó advirtiéndome: «Juan, no debes hablar de esto con nadie. Es un secreto, ¿entiendes?». «Vale», contesté abriendo mucho las piernas como hacen los jefes indios cuando se ponen serios. «¡Vaya, hija!, si tardas un poco más la señora se nos duerme esperando», protestó mi tía. Y mi madre le respondió que como ella no tenía hijos no comprendía que estas cosas son muy delicadas para un crío. Luego me dio un beso y me limpió el carmín de la cara restregándome con el dedo.
—Entonces, ésta es tu hermana la andaluza… —afirmó la señora del médico, con los ojos muy pintados y un moño relamido que me recordaba a la mala de 101 dálmatas— Ya siento lo de su marido; si puedo hacer algo más por usted…
—No, señora. Le agradezco que me haya dado trabajo en estas circunstancias —contestó mi madre poniendo cara de pena.
Luego la mujer me acarició. «Qué rico es el crío, ¿cuántos años tiene?» Y cuando yo estaba a punto de decir que acababa de cumplir nueve y que mi padre me había regalado una linterna de explorador, mi madre me apretó contra su vientre con un cariño tan apresurado que lo único que dejó asomar entre sus brazos fueron mis espantados ojos de lechuza prisionera. «Once», contestó ella, «es un niño muy despierto». Me quedé asombrado. Yo no sabía que en Madrid los años se cumplieran tan rápido. La mujer se llevó el dedo a la boca, frunció las cejas, pensativa, y dijo:
—El problema va a ser en qué ocupar al niño hasta que empiece el colegio, usted tiene mucha faena en casa y no es conveniente que merodee por aquí.
—Por eso no se preocupe —se apresuró a responder mi madre—, he traído algunos libros de aventuras, le encanta leer.
La señora no parecía muy convencida, pero mi tía, que ya sabía cómo funcionaba eso del servicio, sugirió que yo podía ordenar la despensa, tirar la basura y avisar cuando llamaran a la puerta.
El primer día que salimos al mercado, mi madre me compró un cuaderno y un lápiz, con goma y todo, para que escribiera historias; aunque yo prefería esconderme en la despensa con mi linterna y construir caminitos de mermelada para las hormigas. La «reserva» de los comestibles resultaba el único lugar donde un jefe indio podía llorar tranquilo.
Los jueves por la tarde tocaba paseo con la tía Clotilde, que nos esperaba terminando de arreglar a la vieja. Ese día mi madre se veía muy guapa sin su uniforme azul. Lo que más me gustaba de la enorme casa donde vivía mi tía era que se podía jugar al escondite sin ser descubierto. Antes de irnos, mi tía revisaba el gas, los aparatos eléctricos y el bolso de la vieja, que me miraba con una sonrisa de complicidad, como si escondiera un secreto.
Nadie me preguntó por mi padre; pero una tarde, mientras mi madre y mi tía preparaban roscos de vino en la cocina, se lo conté todo a la vieja. Ella se quedó allí, observándome desde el frío y esmaltado brillo de sus ojos, como si un hilo invisible nos permitiera comunicarnos con la mirada A partir de entonces dejé de encerrarme en la despensa y Madrid me gustó tanto que anotaba el nombre de las estaciones de metro en mi cuaderno.
Recuerdo que una vez soñé con un tren muy largo, con ventanillas negras, al que mi tía me obligaba a subir por haber desvelado el secreto, y yo me sujetaba la bragueta para no orinarme. Por eso, una mañana, cuando escuché chillar a la mujer del médico y decirle al portero que llamara corriendo a mi tía, y un hombre vestido de policía se presentó en la casa, supe que venían a por mi madre, y que no debí fiarme de la vieja.
Lo siguiente que recuerdo es a mi tía preparándome un bocadillo en el tren de vuelta a Córdoba y sus ojos oscuros de silencio cuando yo le preguntaba por mi madre, «Anda, cómete eso», decía, que ahora tienes que ser fuerte, y yo agarraba el bocadillo con una mano y mi linterna con la otra enfocándome los pies, que colgaban del asiento.
En la estación encontré a mi padre mucho más viejo, como si también él hubiera cumplido años de repente.
Mi tía dejó a la vieja chiflada y se quedó a vivir con nosotros, y cuando empezó el cole le conté al Seba que Madrid me había gustado mucho, aunque cuando llegas allí no puedes decir que tienes padre porque es un secreto, así das pena y consigues trabajo: y que mi madre me lo contó porque en Madrid te vuelves enseguida más mayor y aprendes a decir mentiras. También le dije que no te puedes fiar de los viejos, sobre todo de los que se hacen pasar por locos. Le enseñé el cuaderno que me había comprado mi madre, con todos los nombres de las estaciones que tenía apuntadas, para que viera que era verdad que yo me había montado en metro. Y le dije que cuando volviera mi madre ya me explicaría por qué ahora tengo que fingir que a ella la atropelló un coche, si en Córdoba no vamos a trabajar en ninguna casa y no necesitábamos dar pena. El caso es que cuando mi padre me mira, con los ojos mojados, yo abro mucho las piernas como hacen los jefes indios al ponerse serios y le guiño un ojo para que se quede tranquilo, que yo ya sé guardar secretos.