36-El regreso. Por Viento.
Aquel hombre surgió como de la nada, en la noche más oscura, con la ferviente voluntad de buscar el tesoro. Inmediatamente, la noticia de su aparición se propagó por toda la aldea, como las hondas de un estanque, y los lugareños comenzaron a reconocer en él a un nuevo explorador, hecho, por otra parte, que apenas les perturbó, pues habían aprendido a vivir en medio de un constante flujo de viajeros, quienes habían convertido a aquel paraje en un eterno reclamo para los otros. Sabían, sin embargo, que, como los demás, aquel extranjero desaparecería, borrado por el olvido. No por ello se consideraban un pueblo maldito. A estas alturas, dejaban que la naturaleza siguiera su curso y se limitaban a contemplar como uno a uno se extinguían los miles de trotamundos que habían terminado cayendo en la telaraña de sus propias ilusiones.
A su paso, todos los semblantes comenzaron a reflejar una sutil sonrisa, signo de la conmiseración que instintivamente habían desarrollado por los nuevos exploradores y que conjugaba la compasión previa a su desaparición y el aprecio de lo sublime plasmado en sus rostros al saberse cercanos a su meta, y que les devolvía acaso a su más perdida infancia: parecían como niños jugando a encontrar tesoros ocultos. Además, tarde o temprano alguien le tendría que dar cobijo, como tantas otras veces habían hecho, ya que, dado los acontecimientos, habían estipulado absurdo construir un albergue en aquel lugar. Así pues, ofrecían sus casas a todos los exploradores y llegaban incluso a servirles como guías . Sabían, como de costumbre, que aquel explorador les terminaría preguntando acerca de la verosimilitud de los escritos que había leído y que le habían llevado hasta allí. ¿Y qué podrían contestarle? Ninguno de aquellos hombres habría aceptado la verdad después de realizar un viaje tan arduo y lleno de decepciones como este y, a pesar de las disonantes teorías de los antiguos historiadores y aventureros, todos los que terminaban alcanzando aquellos parajes creían, sin ningún género de dudas, que cada línea y cada verso de los libros escritos era una visión particular de una misma Verdad, oculta y engañosa, que deberían desvelar entre las líneas de las antiguas crónicas.
Un hombre tatuado y vestido de rojo salió al paso del explorador. Los vestidos del aldeano eran livianos y se ondulaban a medida que la brisa los acariciaba. Ambos se presentaron y acordaron compartir su morada. Todos se complacieron de que así hubiera ocurrido, pues verdaderamente parecían almas gemelas. Mientras el explorador ya canoso seguía las huellas de su anfitrión, pudo observar una extensa cicatriz que había quedado al descubierto tras una de las ráfagas de viento. Al parecer, una cacería de jabalí había sido el escenario en el que se había producido el accidente. El explorador entonces le preguntó si había ejercido como soldado de algún antiguo imperio: sus sospechas se confirmaron cuando aquel aldeano confesó que el mar había sido testigo de sus batallas y que los poetas habían celebrado sus victorias. El viajero, por su parte, reveló haber servido a su vez como mercenario a diferentes causas, movido antes por el amor de una mujer que por sus propios intereses, y que la locura de sus actos pasados le había llevado a abandonar aquel mundo de infortunio por el del peregrinaje.
Entraron en una de las casas de la aldea, que reproducía inequívocamente la estructura de cualquiera de ellas, manteniendo así la esencia y la estética de una pasada reconquista, en la que todas las viviendas del pueblo se debían de construir a semejanza de la del fundador. Sea como fuere, el único aspecto digno de mención era el hecho de que se encontrasen desprovistas de ventanas, aunque bien es verdad que todos sus lugareños hacían vida en la calle y que gustaban de disfrutar de la cálida luz que les había sido concedida. Una vez dentro de la casa, se reprodujo la eterna conversación. El viajero comenzó a preguntar a su anfitrión por el objeto de su búsqueda.
Con una amable sonrisa, aquel aldeano esperó pacientemente a que el explorador expusiera las teorías existentes acerca del camino, de la manera de superarlo y de la existencia del tesoro. Las fuentes que había manejado, más que guiarle, parecían haberle perdido en una oscura selva: según Pselo, el camino para acceder al tesoro no poseía una forma determinada, y todos aquellos que la tuviesen eran erróneos; el Maestro Lao sentenciaba que la verdadera senda no tiene nombre, y que se parecía al abismo antepasado de todas las cosas; Trimegisto, en cambio, sostenía que su subida y su bajada llevaban al mismo lugar; para Helena Petrovna, el viaje debía de atravesar el gran mar… Todos coincidían, no obstante, en que al final del trayecto se contemplaría a la lejanía un punto dorado de brillante intensidad y que, al ir acercándose, poco a poco se vislumbraría el gran tesoro. Después de exponer semejante laberinto de ideas, parecía casi imposible que ningún explorador hubiera conseguido acercarse siquiera al pueblo, pero en contra de toda lógica, seguían apareciendo incesantemente, unos ansiosos, otros casi desengañados de encontrar las riquezas prometidas, pero todos dejándose llevar sin poder remediarlo.
Aquel aldeano, tras ofrecerle algo de comida, trató de ser sincero y, aunque elogió la voluntad de que había hecho gala aquel explorador –incluso al haberle seguido con fe ciega-, le aseguró que si estaba dispuesto a emplear aquellas bagatelas que acababa de mencionar, le sería más fácil tratar de cruzar un laberinto con los pies cortados que alcanzar el objeto de su búsqueda. El explorador, contrariado, frunció el ceño y le rogó que si era depositario de algún secreto al respecto, lo compartiera con él misericordiosamente, dado el arduo esfuerzo que había realizado para llegar allí. Su anfitrión le contempló: había comprendido que aquel hombre estaba dispuesto a entregar su vida con tal de alcanzar su propósito. Con voz solemne, el anciano marinero le reveló que el camino del tesoro poseía algunas directrices inamovibles a las que se debía de atener: el primer paso dado debería de comenzar en el primer punto de una circunferencia; tendría de atravesar una árida tierra en la que los leones, por falta de alimento, habían dado en devorar a las serpientes que allí habitaban; y finalmente, para alcanzar el tesoro, habría de ascender por el curso de tres ríos diferentes hasta sus nacimientos.
Tras un breve silencio, el explorador, desesperado, rompió en sollozos, pues había comprendido la inutilidad de su empeño: jamás sería capaz de llevar a cabo las condiciones que le había impuesto aquel aldeano y que quizás le resultaban ahora incluso más oscuras y desconcertantes que todas aquellas que habían sido descritas en sus lecturas. Poco a poco, con la mirada perdida, imaginó al primer aventurero perdiéndose por un camino circular, enajenado en su locura y muriendo de hambre bajo la luz de un amanecer; imaginó la felicidad de los aldeanos al saber a salvo su tesoro y le promesa de salvaguardarlo tras la falsa apariencia de la hospitalidad; y se vio a sí mismo, con los ojos abrasados por las lágrimas de rabia, de rodillas ante un precipicio, mientras los aullidos de los lobos describían su locura…Inmediatamente, cayó en la cuenta de que todo podría ser una trampa, una compleja ficción, revelada de generación en generación y transmitida idénticamente a cada uno de los otros exploradores que habían pisado aquellas tierras. En aquel momento, la puerta se abrió bruscamente inundándose de luz la casa, y un grupo de aldeanos entró para llevarse por la fuerza a ambos.
Al abrir nuevamente los ojos, ambos se dieron cuenta de que habían sido encadenados a la fría piedra de una prisión que se hallaba en la más completa oscuridad. Apenas tenían fuerza para moverse o para entablar una discusión, por lo que, durante un tiempo, imperó el silencio. No tardaron mucho en venir a por ellos y en dejarles, inexplicablemente, en libertad. El exterior les cegó; en un charco vieron sus rostros. Miraron a su alrededor y todo el pueblo había desaparecido y en su lugar emergía de la tierra una gran montaña. Se palparon los cuerpos y solamente encontraron uno…, el explorador, aterrado, pensó que quizás alguno de los dos hubiera muerto durante la detención –que ya computaba en meses- y que los médicos de aquel lugar, movidos por la compasión o la locura, habían procedido a injertar la cabeza de uno en el cuerpo del vivo. Un punto de luz comenzó a brillar en la montaña. La cabeza del marinero se giró hacia la del explorador y dijo:
– De nuevo somos una sola alma. No te preocupes, el tesoro que buscabas no lo hubieras encontrado sin mí. Sólo debemos de volver a la cima de aquella montaña, de donde un día salimos. Nuestro Creador nos espera.