41- Se puede hacer. Por Jonathan Glazer
“A veces te preguntas cómo hiciste para subir esta montaña.
Y a veces te preguntas: ¿Cómo bajo de aquí?”
Joan ManleyEse niño insoportable de pelo rojo llevaba ya media hora para comerse un maldito donuts que encima estaba desparramando por toda la mesa al masticarlo.
– Se puede hacer -decía con la comida en la boca- Me han dicho que si le cortas la cabeza a una gallina con cuidado, la gallina sigue viviendo sin cabeza y puede poner huevos y “tó” eso sin cabeza. Que se puede hacer.
– Eso es imposible, Guille. A lo mejor puede correr unos segundos sin cabeza, pero ya está. Si le cortas la cabeza a una gallina, se muere.
– Se puede hacer.
Era toda la capacidad argumentativa de aquel niño de once años. Si le rebatías algo, él no te proporcionaba un nuevo argumento; simplemente, se enfurruñaba y repetía taxativamente lo que había dicho. Ante eso, claro está, poco más se podía decir ya. Era inapelable: “Se puede hacer”.
Lucía se calló, no estaba acostumbrada a luchar sino a resignarse a la primera. Y ahora a llevar al niño tonto este al colegio, vaya tela. Aquel niño pelirrojo y tonto, su hijo, no dejaba de decir disparates en ningún momento, y, cuando se callaba, ella se echaba a temblar porque sus silencios eran el preludio de que algo aún más absurdo estaba preparándose para salir por esa boca. Mientras el niño acababa el desayuno, Lucía entró en el cuarto de baño, cerró la puerta, se quedó apoyada ahí, y ahora aquella voz era sólo un eco distante. Quizá, si se concentraba lo bastante, podría incluso dejar de oír esa voz sin tener que taparse los oídos. Sí, ahora era casi inaudible. Ni siquiera esforzándose podría entender lo que aquel niño decía, aunque, de todos modos, no haría la prueba por si acaso. Allí, encerrada, en el silencio aséptico que le ofrecía su cuarto de baño, se lavó la cara para despabilarse, pero no lo consiguió. Cansada, apoyó sus manos en el lavabo y dejó pasar el tiempo mientras se miraba en el espejo. Se puede hacer. Un nuevo eco lejano comenzó a percibirse junto con el primero. Pero éste era el eco de una voz parsimoniosa, pausada, rayana en lo monótono. Una voz que la irritaba ligeramente. Tomó aire, salió del cuarto de baño, se detuvo un instante, y, haciendo acopio de fuerzas, entró en la cocina y forzó una sonrisa que no pareciera forzada mientras se acercaba a su marido y a su hijo, que seguía a vueltas con gallinas que llevaban una vida normal sin cabeza. Una sonrisa helada que evitaba que aflorara el llanto que tantos años llevaba reprimiendo.
-¿Lo llevas tú hoy, no cariño? -le preguntó su marido mientras la besaba en la cabeza como se besa a un gato, haciéndole forzar aún más la sonrisa.
-Claro. Vamos, Guille. Voy a llegar tarde al instituto.
Se puso su abrigo gris, volvió a mirarse en el espejo de la entrada, sin saber muy bien para qué. La carpeta. La bufanda. Las llaves. La puerta chirriando al abrirla. Fuera, un frío desapacible. Hacia el coche. Sentada. Su hijo también, en el asiento del copiloto.
-Ponte el cinturón.
-¿Para qué?
Por Dios Santo, ¿cómo podía preguntar ese niño lo mismo todos los días?, pensó, porque no dijo nada. Metió la marcha. Se puso el cinturón. Arrancó. Da igual, que no se lo ponga. Igual hay suerte. Y un enorme sentimiento de culpa siguió a ese pensamiento. Y un amor lleno de tristeza hacia ese niño al que no aguantaba. Recién casados, hablando sobre su futura paternidad, Felipe y ella habían bromeado sobre la posibilidad que ahora era tan dolorosamente palpable.
-¿Te imaginas que tenemos un niño y no lo aguantamos? Como uno de esos niños del instituto que te dan tanta lata pero hijo nuestro.
Pues bien, ya no tenía que imaginárselo.
Y pensar que cuando iba a dar a luz me dio la neura aquella de que no me pusieran la epidural por si me atontaba demasiado, para así ver a mi hijo y asegurarme que no me lo cambiaban por otro, recordaba mientras conducía al lado de aquel extraño. Ahora que lo pienso, bien me podrían haber puesto la anestesia después de todo.
Sí, “¿te imaginas tener a un niño al que no aguantamos?”, habían dicho entre carcajadas, mientras se miraban a la cara con brillo en los ojos, entendiéndose, y las carcajadas se iban apagando, dando paso a una mirada alegre y plácida que terminaba en un beso, él sobre ella, con los ojos cerrados, y a una paz inmensa que la envolvía y que podía sentir hasta con la piel. Y el tiempo se detenía.
Ahora, al volante, no podía evitar sentir pena al recordar momentos así con su marido. No pena por haber perdido todo aquello en algún momento del camino (pero, ¿cómo?); no, aquella pena se había ido hacía tiempo ya. Era pena por no sentir pena.
-¡¡Mamáááááá´!! ¡¡Frenaaaaaaaaa!! Que te comes el coche.
Lucía dio un frenazo en seco, un coche que pasaba justo por delante de ellos tocó el claxon y el conductor protestó airadamente. El niño, que al final se había puesto el cinturón, resopló.
-Joé, quilla.
-No me llames “quilla”
-¿Qué tiene de malo?
-No me gusta que me llames quilla.
-¿Qué tiene de malo?
Después de dejar a Guille en el colegio, aún tuvo que conducir treinta minutos más hasta llegar al Jacarandá. Durante esos minutos, retomó en su pensamiento aquella conversación con Felipe. Y aquel beso. Hacía tantos años. A Lucía aún le sorprendía la nitidez con que recordaba momentos tan lejanos en el tiempo. Probablemente, si les hubieran seguido pasando cosas buenas juntos, la memoria de recuerdos más recientes habría ido difuminando los más antiguos, que habrían cedido al peso de aquellos. Pero este no era el caso.
Media hora más tarde, el pasillo; la sala de profesores; una compañera.
– Hola, Lucía.
– Hola.
Miró el reloj. Ya va a tocar, ni un segundo de respiro antes del zafarrancho. Qué asco de “tó”.
A predicar en el desierto. No, qué digo, peor que en el desierto, en el desierto nadie te escucha pero al menos no te tiran gomas ni te mientan a tu familia…
El desierto. Ese chaval estuvo en el desierto el verano pasado, se lo oí decir, el nuevo de inglés, ese tan guapo. Vaya, no me acuerdo de cómo se llama, la memoria… En Jordania creo. El calor abrasador, los camellos, las jaimas, la arena, el desierto por la noche, la noche en el desierto, el desierto en silencio. El desierto. Desde pequeña, siempre había querido ir al desierto. El año pasado le había propuesto a Felipe ir a Marruecos.
– O a Túnez. Allí hay mucho turismo. Hay vuelos baratos. Y me han dicho que te plantas allí en una hora.
– Ya será más.
– Se puede hacer. No es tan complicado, se va a una agencia y ya está. Siempre pones pegas a todo.
– Bueno, ya veremos. Estuvimos en Chipiona el verano pasado. Nunca estás contenta -dijo sin ni siquiera mirarla.
Y siguió allí sentado en el sofá, imperturbable, a millones de kilómetros de ella, mientras ella, hundida en su sillón, se hacía cada vez más pequeña hasta confundirse con un pliegue de la tela.
La tela del sillón, hecha jirones, subía las escaleras, con el recuerdo del desierto que nunca había visto y que nunca vería aún pululando por su mente, cuando el involuntario pero violento empujón de un alumno la sacó de su ensimismamiento y la devolvió de bruces contra la realidad. Todavía descolocada por el golpe, y sin ánimos ni fuerzas, entró en clase, cabizbaja, para hacer como que ordenaba papeles en su mesa a fin de retrasar el inicio de la clase y así ganar (o perder) tiempo. Cuando ya no pudo alargar más el momento, comenzó a corregir los deberes del día anterior.
La mañana transcurrió como todas las mañanas; a la mañana, como siempre, le siguió la tarde sola en casa, aquella casa desacogedora, y a la tarde, no fallaba, le siguió la noche, también sola, sólo que con su marido allí. Esa noche Guille dormía en casa de un amigo del colegio. Lucía sentía un alivio inmenso. Y a la vez se sentía fatal. Una mala madre. Muchos de los días en los que sentía así se mortificaba por ello. Hoy no sería uno de esos días. Se llevó su sensación de alivio a la cama y se tumbó, agazapada, allí, a dos metros de Felipe, cada uno lo más al borde posible de la cama sin caerse. Los párpados le pesaban. Pasó el tiempo en un silencio sepulcral. Hasta que aquel silencio fue interrumpido cuando Felipe dio las “Buenas noches” de rigor. Lucía, con la arena y el viento golpeando sus oídos, los ojos casi cegados, y el sol del Sahara acariciando sus mejillas, no respondió.
A la mañana siguiente, Lucía se dio prisa por salir a la calle. El frío fuera era aún más intenso que el del día anterior, casi polar. Tuvo que coger un trapo viejo para quitar la escarcha del coche ¿Desde cuándo tengo este trapo viejo? Estaba helada. Con los miembros entumecidos, a juego con su corazón, entró en el coche.
Llegó al instituto con una sensación de desazón que hacía tiempo que no experimentaba. En la puerta, observó cómo el edificio y el propio aire circundante parecían formar un todo de color ceniciento, triste. Mientras entraba en la sala de profesores, se miró a sí misma, sus brazos, su ropa, por si también ella se había teñido de gris. Dentro, sin embargo, hoy había algo distinto en el ambiente. Sí, podía sentirlo. Vibraciones o algo así… ¡Efectivamente! Desde el otro lado de la habitación, una mirada cómplice, casi insinuante, hizo que su corazón se acelerara. Allí, a lo lejos, pero podía distinguirla claramente…No…No podía ser…Sí, inequívocamente, Beckham le estaba dirigiendo una mirada libidinosa desde la pared de enfrente. Ya sólo los hombres de los pósters la miraban con deseo. Es más, si se fijaba bien, seguro que descubría que miraba a la de al lado..
Volvió a la cárcel ya de noche. El carcelero estaba gracioso hoy. Mientras dejaba la compra en el frigorífico, la obsequió con un par de chistes contados sin gracia. Empezaba a notar un olor a Chiquito de la Calzada en la cocina.
El tercer chiste colmó su paciencia.
– No tiene gracia -se escuchó decir a sí misma desde su sillón.
– ¿Cómo? -respondió ese hombre estupefacto, aunque no tanto como ella misma.
– Tus chistes. No tienen gracia.
Dos horas más tarde, Felipe se había marchado de casa. Lucía lo había hecho.
Un nuevo día, sí. Lucía fue a limpiar la escarcha del coche con un trapo viejo, pero no había escarcha. Tiró el guiñapo. Hoy, lucía un sol resplandeciente. Unas sensaciones ineluctables recorrían su cuerpo en oleadas, deteniéndose en cada centímetro de ella. Exudando vida por cada poro de su piel, se adentró en el instituto. Hasta el propio edificio brillaba hoy bajo una luz distinta. La realidad, antes monocroma, reflejaba ahora destellos de todos los colores.
Horas más tarde, la noche ya arropaba al día que se iba a descansar con una manta de estrellas de una belleza arrebatadora. En su cama, entre sábanas que nunca le habían parecido tan suaves, a medida que Morfeo la recibía en sus brazos, los pensamientos de Lucía se volvían más caóticos y desordenados, pero no por ello carentes de significado. Veía un cine. Y un videoclub con un nombre extrañísimo en el que ella, enfundada en un uniforme que le quedaba como un guante, era la encargada. Y un campo de almendros en flor. Y una bicicleta. Y el desierto. Y soñó también con gallinas sin cabeza que, efectivamente, hacían una vida normal ¿Existís?, les preguntó. De haber tenido cabeza, habrían asentido con ella.
A todas las Lucías.