Zamayipa corrió como gacela por el camino. Sus pies descalzos recorrían a grandes zancadas el agreste terreno tupido de la característica, salvaje e impenetrable vegetación de la selva amazónica. Venía gravemente herido. Un dardo había dado en el blanco en uno de sus costados y era imperceptible en el exterior; pero dentro, ya había diseminado el poderoso curare que en cualquier momento empezaría a paralizar sus músculos, para devastar a gusto sus órganos internos. Se detuvo extenuado y delirante. Sintió la lengua como lija y creyó que se le partiría en pedazos. Cayó de bruces bajo las ramas protectoras de un platanar. Sabía que dejarse vencer por el cansancio y sumirse en la inconsciencia le costaría no despertar más. No obstante, la debilidad fue mayor que la voluntad y perdió el sentido.
Despertó abrupta y milagrosamente, ignorando cuánto tiempo había estado sumido en la inconsciencia. Sus creencias, adquiridas por las enseñanzas transmitidas de generación en generación por los más sabios de su tribu, indicaban que cuando el alma abandona la envoltura, sale a buscar un lugar de reposo, en un estadio de gozo total. Intuyó que estaba vivo porque la sequedad de la lengua se había diseminado al interior, convirtiendo sus órganos en arena ardiente. Era imposible que si su alma se hubiera liberado, fuera víctima de semejante dolor. Se incorporó en un esfuerzo sobrehumano y vio, maravillado, unas brillantes luces resultado de los rayos solares que descansaban sobre el inmenso río, cuya corriente, serena y caudalosa, llegó a sus oídos como campanas de salvación. Trastabilló entre inmensos dolores y los músculos entumecidos. Sabía que le quedaba poco tiempo y deseaba, como último deseo —el más ferviente— beber de sus aguas.
La ansiedad le devoraba las entrañas. Era inaudito que en ese instante el deseo de beber agua se hubiera convertido en su más grande conquista, en lo más preciado. ¿Era posible que los anhelos de un hombre estuvieran basados en su circunstancia? Creyó que ni los más grandes tesoros que pudieran ofrecerle en ese momento, serían tan valiosos como el agua —brillante y cristalina— que estaba ante sus ojos. Sería, incluso, capaz de canjear su libertad, su propia existencia que estaba a punto de extinguirse, por un trago del elixir de la vida.
Se puso de rodillas e hizo una reverencia al Señor Río, tal como le habían inculcado en su tribu, antes de hacer uso de sus aguas. Cuando por fin se disponía a saciar su desierto interno, una potente y atronadora voz lo detuvo.
—¡Detente! —Zamayipa volteó hacia todos lados aterrorizado y con los ojos abiertos como platos, preguntántose si sus perseguidores habían logrado darle alcance.
—¡Soy yo! Aquí dentro del río —era la voz de un pez gordito y con los ojos enormes, expresivos y tan rojos como brazas ardientes, quien le hablaba.
—¿Quién eres tú?
—Margarita, la piraña.
—¿Por qué me impides beber agua del río? Somos hermanos y deberías compartir conmigo el agua. Unos cuantos tragos que harán en mi un bien de vida, no le quitarán a la tuya, ni la más ínfima célula.
—Sólo te prevengo —respondió Margarita, abriendo la boca muy grande y mostrando unos dientes filosos como pequeñas espadas, amenazantes y aterradoras —. Mis hermanas están hambrientas, muy hambrientas y devorarían con rapidez extraordinaria tus músculos faciales primero; y muy lentamente, el resto de tu humanidad.
—Y…¿por qué me previenes?
—Tal como tú lo haz dicho. Porque somos hermanos. Pero ellas no piensan lo mismo. Para mis hermanas, solo eres alimento.
—¿Qué es lo que a ti te hace diferente, Margarita? —interrogó desfallecido Zamayipa.
—Mi decisión. Me parece aberrante que por el volumen numérico que formamos mis hermanas y yo, nos alimentemos de una sola criatura, incapaz de defenderse ante el ataque plural. Por eso me han disgregado del grupo que solo espera que introduzcas un poco de tu carne para devorarte hasta los huesos. Ellas me odian, porque no comprenden lo que siento. Sé que el ser distinta, tarde o temprano, me costará la vida. Pero se debe pagar un precio por el hecho de no ser parte del montón.
—Eres una piraña muy valiente, Margarita. Además muy bella y digna de admiración y respeto.
—Te agradezco tus amables conceptos. Veo que estás herido ¿Quién te ha lastimado?
—Los jíbaros que me tenían esclavizado. Pertenezco a la tribu Itzú. Somos gente pacífica y hemos formado clanes familiares, sin hacer daño a nadie. Vivimos y trabajamos todos para todos y le tenemos un respeto irrestricto a la naturaleza. Ellos nos han esclavizado y convertido nuestras cabezas, después de que nos asesinan, en pequeñas nueces con rictus que muestran el dolor de la sorpresa y que coleccionan como trofeos. Dicen que el alma queda cautiva dentro de la cabeza y que su prisión es tan reducida que no logra escapar de su encierro.
El veneno que viaja libremente por mi cuerpo ha empezado a devastar mis órganos y se mueve como hierba mala por mi torrente sanguíneo. Estoy a punto de morir. Qué más da morir devorado por tus hermanas si puedo, al menos, beber el elixir maravilloso de tu río.
—No tiene porque ser así —respondió Margarita con una mirada piadoza en sus ojazos rojos —. Ve con mi hermana la serpiente que descansa en las ramas de aquél frondoso árbol. Allí corre un arroyo con agua fresca. Podrás saciar la sed y ella te dará savia del hermano árbol que contiene el antídoto para el veneno que hay en ti. Llámala por su nombre: Coralia y ahora vete. Aléjate lo más rápido que tus músculos adormecidos te lo permitan. Oigo los murmullos de mis hermanas, que se convierten en clamores contra mí. ¡Huye, Zamayipa, huye antes que sea tarde!
—Adiós, hermana Margarita —balbuceó y se alejó casi a rastras, consumido por el dolor y la deshidratación.
Llegó al arroyo y bebió hasta el hartazgo. Enseguida pidió ayuda a la hermana Coralia que era un bellísimo ejemplar de coralillo que descansaba entre las ramas del hermano árbol, mostrando sus brillantísimos colores. Extrajo con sus fuertes colmillos la savia que el árbol le brindaba para inyectarla, con un fuerte mordisco, en el torrente sanguíneo del hermano hombre.
Se escuchó abruptamente un grito aterrador, que dejó en silencio a todas las criaturas —animales y vegetales— de la selva.
—¿Qué ha sido eso, hermana Coralia? —interrogó atónito Zamayipa.
—Es Margarita, que ha sacrificado su vida, para salvar la tuya.