Hoy, jueves, se cumplen cuatro semanas. La ciudad amanece envuelta en celofán; en mi cama, la incertidumbre se despereza, hecha un nudo entre las sábanas. Me columpio en la inercia de una rutina temprana: hago café, pongo las noticias, tiendo la colada y voy a sepultarme bajo la ducha, mientras Janis Joplin se desgañita en la habitación. Camino del trabajo, danzan por mi cabeza las palabras del bailador en el programa de entrevistas de ayer noche. “Me falta saber parar, es lo más difícil. Quedarse quieto y transmitir”. Peter dio un zapateao, fue espiral inyectada en sudor, y con la última palma, paró. Y ya van cuatro semanas; tú lo conseguiste, Peter. Pero la función terminó, y en el ambigú sólo queda la espina del orgullo, que me molesta, que se me clava todas las noches a las 10 en punto. Se hace tarde; en la encrucijada del callejón, opto por la ruta del Franco para regocijarme en la envidia de los turistas que descubren Santiago. Querría ser turista en Santiago, para regocijarme en la envidia de los que viven aquí. Pero si yo ya vivo aquí. Ya lo sé. “Pues yo he sido turista en Santiago, y no deseo vivir allí”. Ya, Peter, amor, pero es que tú y yo somos diferentes. Yo tampoco me quedaría en el país de nunca jamás, ahora lo sé. Y han tenido que pasar cuatro semanas, una borrachera de recuerdos felices y una pirueta afortunada para entender que yo no quiero eso; tenía que haberme atrevido antes a reconocerlo.
De vuelta a casa, paso por la Quintana donde se celebra una feria medieval. Los tenderetes acogen diversas piezas de artesanía, joyas en plata de ley, carteras de cuero, espejos de madera, anillos de coco; hierbas mágicas para la caída del pelo, para adelgazar, para combatir la apatía; pan de maíz, pan de millo con nueces, centeno con pasas; tarta de queso, bizcocho de chocolate, pastel de piña, dulces rellenos de dátiles… “¿Vais a estar también mañana?”. “Si, claro”. “¡Toma, chica, venga, pon la mano! ¡Muy bien, hay que probar!”. Es una crema, leve como su perfume, la enredo entre los dedos, extendiéndola de ahí hasta las muñecas. Bajo por Platerías entre la riada de casetas, el recuerdo de su imagen se desliza y me violenta. Sería primavera, el espectáculo salpicaba de risas y aplausos la fuente de los caballos; y allí estaba él, apoyado al bies en una de las columnas imponentes que flanquean un lado de la plaza. Era inevitable un cruce de palabras, tan insulso como la evocación, hoy, de aquel día. Unas tapas con pretensiones regadas con Mencía me devuelven la silueta podrida de unas tardes de otoño. Ese día me duermo, una vez más, con la realidad del desencanto en el alfeizar de mi ventana.
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Últimamente, la esperanza tiene el rostro de un viernes. El sol repta lentamente por las paredes de mi habitación, mofándose valiente. El temporal arrecia con fuerza ahora en el este; mientras, aquí, se destila un perfume de verano sin mar, de granito estival. Camino de la Universidad enfilo la Alameda, por el Paseo de la Herradura. La Catedral se yergue insolente; sus torres son tropezones de arena mojada derritiéndose entre las manos. Una cascada de tejados y paredes blancas empapa el decorado, y la voz de Nina Simone interpreta My way, a su manera. El viento peina mi cara, agrede mis párpados, tersa mi piel; hoy no tengo ganas de trabajar. “Regrets, I´ve had a few…”. Camino mirando hacia arriba, los árboles tocan el cielo con la punta de los dedos; otros se precipitan como almas suicidas hacia la carretera. “I´ve had my fill; my share of losing…”. Una lágrima se asoma al balcón de mi ojo derecho, y me convenzo de que es el aire que sopla de frente.
Veo pasar la mañana como un ratón que huye a su escondrijo; las dos y cuarto. Entretengo el retorno con la quimera de una aturdida casualidad, “hola, ¿no nos conocemos de otra vida? Parece mentira que haya tenido que morirme para volverte a encontrar”. Y a partir de ahí, la imaginación me ofrece ráfagas con olor a salitre salvaje de la otra orilla, de la otra cara, de una vida de siempre jamás. Pollo con champiñones y unos grelos que sobraron, es lo último que me apetece comer un día como hoy. Tengo que bajar la basura, esta bolsa ya empieza a digerir el abandono. Salgo a la calle y voy esquivando la sombra de soportales de la Rúa Nova, hasta llegar al teatro. La obra se desenvuelve hilvanando tópicos pseudo-feministas; para resarcirme, decido pasar más tarde por el concierto. Enterrado bajo un cielo de espirales vivas, el blues se hace sitio entre las mesas y tiñe de color café al calvo de voz profunda que abraza su guitarra, al son de los bongoes. El chico que conocí en otra vida me cuenta que hoy es la noche de los espejos. Mi reflejo en sus ojos me hace comprender que el destino ha estrangulado lo que nunca empezó. Sonrío recordando las palabras de aquel viejo artista exiliado en Francia, “cuando el aire atraviesa la flauta, es el momento de mover los dedos”.