Me llamo Laura Jiménez y vivo en una silla de ruedas. Tengo veintipocos años, pero mi vida cambió un 11 de Marzo, cuando unos asesinos fanatizados decidieron que mi vida no tenía sentido.
Sigo viviendo en Alcalá de Henares, pero la bomba que estalló en aquel tren fatídico, una fría mañana madrileña, me convirtió por unos días en un personaje popular. Mi foto salió en todos los periódicos, porque estuve ocho días en coma en el Gregorio Marañón, tan hinchada que casi no cabía en la cama del hospital. Unos días antes de la explosión me dijeron que estaba embarazada y pensé que quería comerme el mundo, que amaría con todo mi cariño a aquel ser jubiloso que iba a nacer y que a pesar de todo, la vida podía ser maravillosa.
Yo era una chica joven llena de sueños, que quería casarme con mi novio y pensaba que aquel hijo que iba a venir al mundo era una bendición para nuestro amor. Yo creía en mis semejantes, era una persona convencida de mis ideas y una ciudadana ejemplar que votaba en las elecciones, pensando que entre todos podíamos construir un mundo mejor.
Hoy he apagado la tele con horror, cuando he visto a uno de los acusados del 11 de Marzo, decir con una extraña sonrisa en los labios, que él no participó en la matanza y que condenaba el atentado con todas sus fuerzas. Cuán extraño es el mundo. Hay seres que matan en nombre de un Dios todopoderoso y luego se refugian en sus oraciones, para no sentirse culpables de haber destrozado la vida de sus semejantes.
Yo, hoy por hoy, he dejado de creer en la bondad humana. Durante un tiempo intenté disfrazar mi dolor, acudí a manifestaciones y actos en homenaje a las victimas del terrorismo, pero pronto me dí cuenta que los políticos me utilizaban para su propio beneficio. A nadie le importaba, ni mi dolor, ni mi desgracia y pronto me dí cuenta, que para muchos era un simple objeto que se podía clasificar según su tendencia política. Como una tenebrosa ficha de ajedrez, si apoyaba una teoría estaba contra el Gobierno, si pensaba lo contrario estaba a favor de la Oposición. En medio estaba yo, sentada en mi silla de ruedas y pensando que este mundo no tiene sentido, como si fuera uno de esos personajes absurdos de ese visionario checo llamado Franz Kafka. Cuán cierta la teoría del absurdo, la que habla de que vivimos en un mundo de sombras, donde la casualidad ó el destino, puede cambiar en unos segundos nuestras vidas. De esta manera me he visto en algunas ocasiones como el protagonista de El proceso, que no llega a conocer nunca su condena a muerte ó de ese viajante de comercio Gregor Samsa, que en La metamorfosis, llega a convertirse en un terrible escarabajo. En su obra literaria Franz Kafka habla de demonios, derrumbamientos psicológicos, embates, desamparo, soledad y muchas de esas mismas sensaciones yo las sentí en mi habitación de hospital, cuando ví mi cuerpo mutilado y sentí que había perdido al hijo que esperaba. Sé que la terrible explosión quedó dentro de mi cerebro para siempre, que mis recuerdos siguen impregnados de dolor y que sigo teniendo miedo a los espacios concurridos y al simple hecho de ponerme de pié. Pero sé también que los terroristas nunca ganarán en su absurda lucha y algún día podré decirles a mis hijos, quiénes fueron aquellos hombres sin corazón…
Yo he perdido la fé en la Humanidad, la bomba me estalló a los 28 años, en plena juventud y hasta hubo un tiempo que tomé mi situación con optimismo y hasta llegué a celebrar con mi novio y mis familiares más cercanos, el hecho de que haber salido viva de aquel atentado, era un verdadero milagro, como si el 11 de Marzo, fuera la fecha de mi segundo nacimiento.
Pero fue entonces cuando empecé a leer a Franz Kafka, para hallar consuelo a mi situación y me llegué a identificar con aquel personaje que se despertó una mañana y se dio cuenta con horror, que se había transformado en una gigantesca mosca. El pánico escénico me impide desde el fatídico día del accidente viajar en tren, aunque acabo de hacer un viaje en autocar por el maravilloso paisaje asturiano, deteniéndome en la Cueva de Covadonga, para dar gracias a la Santina por mi milagrosa recuperación. El contemplar la belleza del paisaje asturiano, los lagos y las montañas, me han hecho amar de nuevo la belleza de la Creación y pensar que detrás de tanta belleza, debe existir un ser maravilloso que nos ama…
Sé que la silla de ruedas me ha traído ocupaciones nuevas, ahora tengo más tiempo para la familia, me he convertido en una lectora voraz y hasta me he atrevido con la lectura de la Divina Comedia de Dante, el Kempis y las Confesiones de San Agustín. Pero sin duda, lo que ha cambiado mi vida ha sido el intento de buscar los absurdos de la existencia humana a través de los textos de Franz Kafka. Hoy sigo preparando mi tesis, donde recojo el sentido de la obra de Kafka, en función de ciertas escuelas literarias como la modernista, la mágica ó la realista. La aparente desesperación y la absurdidad de sus historias, parecen estar impregnadas de los símbolos del existencialismo, que más tarde desarrollara con maestria Jean Paul Sartre. Otros ha intentado satirizar la influencia marxista en aquellas obras que atacan la burocracia como El proceso y El castillo, aunque otros apuntan el anarquismo como el fundamento de inspiración de la obra kafkiana. Borges hizo unos comentarios muy originales sobre la influencia del judaísmo sobre su obra y otros han intentado compararlo con Freud en su estudio de la mente humana. La búsqueda metafísica de Dios la subraya Thomas Mann. Otros autores como Milan Kundera, se refieren a su humor surrealista como el principal predecesor de artistas como Fellini, Garcia Márquez ó Carlos Fuentes. En mi opinión lo que Kafka nos demostró aparte de su indudable genio es que era posible escribir de una manera diferente y que sus historias eran parte del realismo mágico y absurdo, que a veces arrastra la existencia humana.
En este sentido, el milagro de mi resurrección aún no se lo explica la enfermera que estuvo junto a mi cama tantas noches y que me dijo, que cuando me vió por vez primera, era un cuerpo sin rostro, solo reconocible por la marca de nacimiento que tengo en mi frente. Durante los ocho días que estuve en coma, ví un túnel de luz y sentí una extraña paz interior. En el hospital no encontraban mis pulmones, ni la vértebra que se insertó en mi canal medular. Pero yo veía como lloraban mis seres queridos y seguía viendo aquel túnel de luz que brillaba a lo lejos. Lo extraño es que me pareció ver una lámpara encendida, escondida detrás de un muro y la lámpara parecía estar en un vaso, que resplandecía como la más fulgurante de todas las estrellas. Desde que ví aquella luz, no le tengo miedo a la muerte, como si sentada en mi silla de ruedas, estuviera instalada en la caverna de la que hablara Platón y pudiera observar a lo lejos, la existencia de un mundo maravilloso.
La certeza de que algún día volveré a ver aquella luz, es la que me dá fuerzas para seguir viviendo y es la certeza que quiero transmitir a todos aquellos que están enfermos, que sufren un dolor agotador, a todos aquellos que tienen su alma y su cuerpo mancillados por un horror inmenso, a los que piensan que Franz Kafka tenía razón y este es un mundo triste y absurdo.
Yo, Laura Jiménez, sentada en mi silla de ruedas, no sé que me deparará el futuro, solo sé que sigo aferrada a la luz de esa lámpara maravillosa, que un día ví en un extraño túnel y me llenó de una hermosa y extraña felicidad, una felicidad que me hizo perder mi temor a la muerte, precisamente cuando todos pensaban que nunca despertaría de mi sueño eterno…