48- La última sesión. Por Dante Aciago
Nelson Noches deja caer su cuerpo, pesadamente, sobre la agrietada butaca de cuero e intenta estirar sus piernas perezosamente. Le duelen. La humedad, musita descorazonado. La humedad y los años, concluye. Se reincorpora un poco para frotarse las rodillas pero se queda a medio camino. Exhala un entrecortado suspiro que huele a remordimientos enmohecidos. La espalda también le duele. Se recuesta sobre el gastado respaldo, la espuma cruje. Intenta pensar en algo digno de ese momento, pero no lo consigue.
La pantalla está oscura, inalcanzable, potencialidad de un quimérico sueño que puede llegar a ser. Unas pocas cabezas seniles sobresalen de las butacas como grotescos hongos ovalados entre hierbajos de plástico y cuero refulgentes. Cabezas solitarias, inanimadas, meditativas, seguramente sin contenido, que miran directamente al frente sin balancearse. Deformes huevos que flotan sobre una antigua bruma mágica compuesta de chistes malos y de palomitas demasiado saladas.
Nelson respira con fuerza e intenta inhalar ese místico bálsamo que aquella ajada sala de cine desprende. Su bufido se disipa lentamente entre las respiraciones acompasadas, densas y húmedas, de la sala, el ruido de alguien comiendo palomitas y el lejano rumor de unos pasos que, poco a poco, se acercan y terminan con el esponjoso crujido de una butaca. Sonríe: lo ha conseguido. Es entonces, esperando que el sueño se ilumine delante de sus gafas, cuando Nelson Noches se siente realmente vivo.
El proyector se enciende al fin y el celuloide empieza a rodar. Nelson sale, flemático, de su sopor y se recoloca en su butaca con aspereza. Las primeras secuencias de la película empiezan a desfilar por delante de sus ojos. Perfila una frugal sonrisa apretando sus labios: se acuerda mejor de lo que creía de la película. El protagonista toma otra vez el camino equivocado. Caería mil veces más en ese error y lo remendaría otras tantas, justo en el momento exacto para salvar al mundo.
Las rodillas siguen doliéndole a Nelson, pero la película es más real que el dolor. Al fin y al cabo, como la vida, el dolor es pasajero, un molesto acompañante, pero no un compañero de viaje eterno. Y la película es eterna. Puede la cinta llegar a su fin y puede esperar semanas, tal vez meses, a que otras manos la pongan de nuevo en el proyector y otros ojos la vean. Esos ojos serán los que hagan volver a nacer a sus personajes, serán los que los hagan volver a vivir, serán los que los hagan eternos. Los ojos, el espectador, bosteza Nelson: los pequeños dioses que regalan la inmortalidad. El material del que están hechos los sueños.
Porque, ¿qué es ser inmortal sino volver a nacer y volver a vivir cada vez que se enciende el proyector y el cobrizo celuloide rueda? Volver a andar distraído por las calles ajeno de las peripecias que se va a vivir al principio, las dudas al comienzo de la aventura luego, el miedo y el riesgo que dan sentido a la existencia… Y volver a reír tímidamente en las situaciones embarazosas, y volver a llorar en el último beso, el beso con el que la pantalla se torna a negra, el público se levanta de entre la bruma para aplaudir y la cinta vuelve a la estantería esperando la inmortalidad. Y, sin embargo, cada vez que Nelson vuelve a verlas, vuelven a ser más auténticas que su propia vida.
La película acaba, Nelson se pone su abrigo y sale al exterior. Ya se ha hecho de noche, se sorprende. Con los años el tiempo parece tener más prisa, comenta en voz alta a las farolas y a los coches que pasan a toda velocidad a su lado. Las nubes y la luminosidad que irradia la ciudad encapotan el cielo de funestos tonos anaranjados. Nelson no ve la luna ni ninguna estrella: sólo es capaz de distinguir el débil rastro del celuloide aún en marcha reflejado entre los altos edificios. Un frío inclemente recorre la calle, se cuela entre las fibras de la ropa, atraviesa la piel, congela la sangre y empapa los huesos. Unas palomas, ajenas al viento, revolotean tristemente entre restos de verdura podrida y de acartonados periódicos viejos. Nelson se refugia dentro de su abrigo y cruza la calle con paso vacilante.
Cuando era niño siempre se preguntaba, después de volver a ver una película, cómo era qué los personajes volvían a actuar exactamente de la misma manera equivocada. ¿Es que no aprendían?, se preguntaba con curiosidad. ¿O es que realmente les gustaba tropezar una vez tras otra con la misma piedra? Es que cuando rebobinan la cinta, acabó por descubrir después de darle muchas vueltas a la pregunta ayudado por la mística de la que sólo los niños pequeños son capaces, también los pensamientos se rebobinaban. Y, es lógico pensar que, las decisiones, incluso las más repentinas, siempre se repiten si se encuentra uno exactamente en la misma situación y con los mismos pensamientos en la cabeza. Pero bien, ¿cuándo se iba a encontrar uno exactamente en la misma situación y con los mismos pensamientos en la cabeza si no era en una película una vez rebobinada? Nelson se rasca la barbilla, satisfecho. Casi podía asegurar que, con los años, su sabiduría, en lugar de crecer, se había diluido en un conocimiento cada vez más específico.
Pero, bien mirado, ¿quién le puede asegurar –se pregunta Nelson, subiéndose a la acera y dirigiendo sus pasos hacia el portal de su casa- qué su vida no fuera otro argumento desaliñado de una película? ¿Acaso no volvería a coger él los mismos caminos tortuosos, a decidir de forma precipitada y errónea, a tropezarse con la misma piedra una vez tras otra, si su vida fuese rebobinada y volviese a pasar, fotograma a fotograma, por delante de sus ojos? ¿Y no lo volverían a hacer las personas con las que se estaba cruzando? Y, como las decisiones son únicamente fruto del pasado y de la compleja alquimia del cerebro, ¿no significaba eso quizás que las decisiones, la libertad, el destino estuvieran ya escritos, justo desde el momento de nacer o de incluso antes, en una hilera interminable de celuloide? ¿No estaría acaso predestinado a pensar esta magnánima tontería que justo está pensando ahora? ¿Ha desenmascarado quizás el misterio, el gran engaño, del universo?
No…, dice en voz alta. Para nada. Simplemente está delirando, concluye. Sin embargo, esa línea de pensamiento le está gustando. En la gran película del universo que justo ha acabado de descubrir, ¿hay sitio para el suspense? Al fin y al cabo, no sirve de nada actuar ya que el resultado ya está escrito en las moléculas de su cuerpo y en los átomos del universo. Incluso ya está dictaminado a qué le va a llevar esta disertación, se esfuerce en ella o no. Da un manotazo en el aire: eso no le acaba de gustar. ¿Por qué diminuto resquicio entraría entonces la diáfana luz que siempre le ha iluminado de qué nuestro destino será fruto de nuestro esfuerzo? ¿En qué pequeña grieta cabe la libertad?
Nelson se estremece: eso debe ser exactamente lo que deben vivir los personajes de las películas cada vez que la cinta es rebobinada y se vuelve a proyectar, piensa. El destino ya está escrito. Da igual emprender el viaje o quedarse dormitando en el confortable sofá del despacho: el final del camino ha sido ya dictaminado. ¿Y quien le puede asegurar a Nelson que su vida no será rebobinada de improvisto y que volverá a pasar escurriéndose entre sus húmedos dedos otra vez? ¿Y quién le puede asegurar que esto no ha pasado ya? Así, acaba apuntillando Nelson, ¿cuál era la diferencia entre esos personajes y él?
Nelson llega al portal de su casa, saca la llave del bolsillo derecho del pantalón, la hace girar rítmicamente, empuja la puerta, entra. Sube las escaleras una a una, disfrutando a cada peldaño cómo su peso se le incrusta en las rodillas, soportando miles de agujas oxidadas clavándosele en los cartílagos. Finalmente llega a su piso, deja el abrigo encima de la mesa del comedor y se prepara parsimoniosamente un trago. Observa atento, casi sorprendido por la fragilidad del espectáculo, cómo el whisky añejo impacta contra los hielos y los resquebraja. Clava su mirada en la vidriosa danza del dorado líquido precipitándose dentro de la fría copa e intenta no pestañear ni tragar saliva. Hubiese roto el hechizo y aquello no se lo hubiese perdonado jamás.
Se contenta llenando el vaso hasta la mitad. Cierra los ojos, lo remueve y se deleita del lejano ronroneo de los hielos chocándose contra el templado vidrio. Alcanza su sofá favorito, se reclina lentamente, intentando no mover innecesariamente su espalda, en su sillón. Se acomoda. Levanta el vaso hasta ponerlo a la altura de sus ojos. Entre los tintes ocres que emana ve al hielo formando remolinos al derretirse dentro del espíritu escocés. Nelson Noches esboza una tímida sonrisa. Acerca el vaso lentamente a su boca y le da un pequeño sorbo. Cierra los ojos para experimentar con más intensidad cómo el whisky puro le abrasa la lengua. Desgraciadamente el placer se disuelve lentamente cómo el whisky se diluye en su saliva. Traga, se acerca el vaso a sus labios, da otro sorbo.
Súbitamente, sus pensamientos vuelven a la película que ha acabado de ver. Aquella era de las que le gustaban, una de las buenas que había visto infinitud de veces. Esbozó una sonrisa al preguntarse que pensaría el protagonista si por casualidad descubriese que su vida era pasada y rebobinada una vez tras otra, al margen de su conciencia ¿Qué opinaría sobre el hecho de que las inacabables veces que arriesgaba su vida no era para salvar el mundo sino para entretener a unos espectadores que él jamás alcanzaría a conocer?
Se estaba preguntando demasiadas tonterías, acaba Nelson por musitar. Tonterías con las que su mente inquieta se afana por llenar el silencio. Si no es más que unas bobinas de celuloide pasando por delante del proyector… Veinticuatro fotogramas por segundo… Retazos de cúpricos sueños impresos en una gran pantalla blanquecina… Ficción.
Sin embargo, Nelson vuelve a pensar sobre aquella película que había imaginado antes, aquella donde los personajes miran otra película. Unas personas que miran una película, riendo tranquilamente, sin imaginar que también ellos no eran más que otros personajes que eran observados, desprevenidos, por un ignoto espectador, por Nelson Noches. Se sintió importante momentáneamente, mientras apuraba otro vaso de whisky solo.
Pero, bien mirado -le atormenta súbitamente, como un relámpago que resquebraja sus sueños- ¿no podría ser él también un personaje dentro de esa película que es mirada por unos espectadores que también resultan ser personajes de una segunda película? ¿No volvería acaso él a tomar las mismas decisiones, emprender los mismos caminos, a cometer las mismas estupideces si su vida fuese rebobinada y todo, absolutamente todo volviese a su inicio? ¿Y quién le asegura que alguien no le esté mirando exactamente en este momento, mientras se está preguntando todo esto, un espectador que él jamás llegará a vislumbrar? ¿Qué le diferenciaba de un personaje de una película rancia?
Nelson vuelve a imaginar una película donde los personajes miran otra película. Pero en esa película te tiene a ti, lector, por personaje. Pensabas que controlabas los avatares y las desgracias de Nelson Noches, pero es él quien realmente te controla a ti. El carrete de esta película se extiende a la edad del universo y en él ocupas un ridículo fotograma, y te atreves a afirmar que estás vivo… Incluso te atreves a imaginar un cielo. Pero no es la primera vez que sientes esta opresión, ni siquiera es la primera vez que la imaginas. Ignoras, feliz, que tu cinta también será rebobinada y será proyectada mil veces en una vetusta sala de cine vacía llena de polvo, donde nadie ríe los chistes ni hay palomitas por el suelo.