50- Historia de Mario. Por Clea Bartov
Fuera el mundo se ha acabado. El guiño ámbar de los semáforos, señal de caos ciudadano. Un sucio charco es lo que queda de calle. Un charco o un mar. Coches navegando entre basura. Es imposible salir de casa cuando la lluvia muestra su vómito de muerte, cuando la lluvia te sonríe en el cristal. Ven que te mate. Ven que te invite a una copa. Al menos es generoso. Esto no te saldrá gratis. Ron cola para ahogar la noche antes de que la noche sea más rápida y no falle el tiro. La sonrisa y un diente, un colmillo que en alguno de mis sueños estaba bañado en sangre.
Para irme a dormir con alguien, para despertarme una mañana calculando si la catástrofe ha sido mayor fuera que dentro, no son necesarios atuendos de príncipe ni acrobacias verbales. Sólo una copa bien puesta, mitad misterio, mitad familiaridad. Las cejas de mi padre, las manos de mi maestro, la voz del locutor. Como salir a pasear, en la ventana la calle cotidiana, tras la puerta, el desierto. La extrañeza y la curiosidad detrás de las dunas. Y la calma de tener tu hogar a la espalda.
No me cuentes ni una sola verdad sobre ti. Mañana no quiero acordarme de tu nombre. Mañana no me llames a casa. El teléfono me asusta. Coincide con el trueno. Hola, mamá. Sí, estoy aquí. Imposible que no se note la vergüenza. No me pasa nada. Claro, sola. Me mojé muchísimo. Un estremecimiento entre las piernas. Mucho, me mojé tanto que tuve que ducharme. Sí, tengo comida. La conocida molestia en la mandíbula. No te preocupes por nada. Descubro, con el rayo siguiente, un oscuro mapa del deseo en mis piernas. Adiós, mamá. Un beso. Un beso de hielo que se va derritiendo, primero mojando los labios, luego los dientes. Al final la boca entera inundada de otro. Te llamaré Mario. Es todo el tiempo que pienso pasar contigo. Ni un segundo más.
La luz del mediodía es un reflejo ocre en la pantalla del televisor. Luz de farolas. Luz epiléptica de taxi nocturno que esconde dos cuerpos inermes en el asiento de atrás. Dos muertos de ganas de vivirse. Lo que no se conoce, no se vive. Lo siento, no me queda ron. Me conformo con el que te queda en los labios. Y mis labios sonrieron por la ingenuidad del tipo. Mario, armario de rizos, lengua de pez. No hay nada más exquisito que ese frío en mitad de mi cuerpo. No hay nada más placentero que escucharte ponerme un nombre de prostituta. Renacentista, aclaras. Beatriz.
Beatriz me mordió los labios con mis dientes. Beatriz hizo surcos de saliva para plantarlos con uñas y mordiscos. La tierra tembló. Y luego el trueno, arrogante. La espalda sudando sábanas. Los otros ojos cerrados. Repetir los movimientos de la pista de baile, sin música. Es inevitable el asco. Siempre hay un asco que me hace mirar para otro lado. Un instante. Mi ración de asco se escondía en el extraño perfume de su cuello. Y después de conseguir domar mi estómago, en el perfume hallé el siguiente círculo. El placer por nada. El oloroso placer del asco.
Rayo, uno, dos, tres, cuatro…Teléfono. Dejo que suene hasta que no lo soporto.¿María? No, no me acuerdo de ti. Clases de literatura rusa. Para mí fueron un césped plantado de cervezas… Ya te recuerdo. Vestida de colores. Aquella vez en el baño. Llovía como hoy. Tu mano guiándome hacia el infierno. La cálida sensación de estar besando un espejo. En el espejo tus manos tocando mis pechos. Mis ojos gritaron suavemente, más para señalar el lugar exacto que para apartarte. Entonces estabas cansada de la falocracia universitaria. Ahora estás casada con un falo universitario. Te acuerdas de mí. Te espero mañana.
Mañana la ciudad se habrá acabado. Nada puede continuar cuando el cielo insiste en ser un mar. La calle ha desaparecido bajo una manta de palomas muertas. Ratas aladas, blancura infecciosa, peste de plumas. Y anoche, las pestañas de Mario entre mis piernas, pájaro oscuro jugando a comerme. Fuerza de grúa moviendo mi cuerpo. Mi cuerpo no es mío. Te lo presto. Tomas posesión de tu cargo de rey de mi cuerpo. Abrís nuestras piernas, señor. Probáis a explorarnos con la regia mano. Os place lo que encontráis. Me place que ya lo encontréis. El dolor en el vientre me indica el tamaño exacto, el real tamaño. No soy más que vuestra tormenta, señor. Soy yo, yo trueno y yo rayo bajo su peso, majestad. Yo giro, rebelde, campesina regicida, para cambiar de papel. Nos fallaron los cálculos. No era tan amplia la cama feudal. Un crujido de hielo. Mi asco, hielo roto tras tu cuello. Mario III rey de Beatriz yace en el suelo. Y un grito, un rayo cegador en el colmillo. Sangre de mi sueño, nieve roja en mi sábana.
Los imagino vestidos de azul. Boca, triángulo oscuro silbando en el auricular. Comisaría. Sé que estamos en alerta. Sé que los coches navegan. Mario empieza a oler mal. Vengan a buscarlo.