Volvió a espantar una mosca empeñada en sorber la transpiración de su frente. Otras volaban a su alrededor, atontadas por el calor y dispuestas a interrumpirle la siesta. Se abanicó suavemente con el sombrero de paja y se amoldó con lentitud a la tumbona hasta encontrar una posición aún más cómoda. El cielo de agosto era de un azul intenso y el sol cenital le abrasaba la piel, pero él estaba decidido a dormir sin refugiarse bajo la sombra de los árboles, resguardado de los rayos tan sólo por la crema protectora y las gafas ahumadas.
Los niños jugaban en un rincón del parque, cerca de la piscina y, de vez en cuando, sus chillidos irrumpían la calma de la siesta. Su mujer charlaba con una amiga al amparo de la galería. Llegaban a sus oídos palabras aisladas, frases entrecortadas, el permanente zumbido del regador que giraba incesante en algún no distante sector del jardín, trinos y gorjeos desde el ramaje.
Había comido en exceso. La somnolencia le había inducido a recostarse. Mantenía los ojos cerrados y el sopor le llevaba lentamente hacia el sueño. Estaba pensando en qué satisfactorio era poseer aquella finca en las sierras, próxima a la ciudad y poder disfrutar así del domingo en compañía de su familia, cuando quedó dormido.
Comenzó a soñar… las imágenes oníricas se sucedían con nitidez.
Se hallaba en algún desierto, bajo un sol inclemente. Tenía la ropa hecha jirones. ¡Agua!, necesitaba agua imperiosamente o moriría de sed. Su cuerpo estaba llagado y tenía la piel rojiza y agrietada. No alcanzaba a comprender por qué se encontraba allí, ni cómo había llegado a esa situación. Detrás de sí podía ver las huellas de sus pasos sobre los médanos, conformando una sierpe que se perdía en la lejanía. Sabía que se encontraba extraviado y que todos le habían abandonado. Estaba perdido y solo. No obstante, a lo lejos, divisaba un oasis cuyas palmeras prometían la frescura de un manantial y su posible auxilio. Estaba tendido en la arena, pero se incorporaba y comenzaba a caminar hacia la salvación. Las piernas le pesaban y no respondían al impulso que pretendía darles. Caía, volvía a levantarse, y a los pocos metros rodaba de nuevo. Presentía que si no continuaba marchando, perecería calcinado…
Se despertó molesto y con mano torpe cogió el vaso que había quedado al alcance de su mano. Bebió, pero el líquido estaba tibio y no terminó el contenido. Ahuyentó las moscas que le azuzaban, se volvió de espaldas, nuevamente se adormeció, y pronto retomó su sueño.
La cantimplora estaba casi vacía. La llevaba ávidamente hacia sus labios resquebrajados. Era el último trago, que sorbía caliente y contenía arenilla. Arrojaba el recipiente lejos de sí y recomenzaba la caminata. Los pies se le hundían en la blanda superficie, que parecía querer atraparlo. El oasis le daba la impresión de alejarse a medida que intentaba aproximarse a su verdor. Temía que fuese un espejismo. Se agotaban sus fuerzas. Tenía la certeza de que nunca llegaría si se empeñaba en continuar bajo los implacables rayos del mediodía. El viento sofocante formaba remolinos y no divisaba una sola nube que moteara la implacable cúpula añil que le cubría. Debía aguardar que comenzara a oscurecer, para aprovechar el fresco de la noche y encaminarse, recién entonces, hacia su objetivo. ¿Podría resistir hasta ese momento?, ¿le quedaría vigor como para soportar la espera?, y luego, ¿respondería su cuerpo a la demanda?… El descanso es un arma de doble filo, razonaba… además, ya no tenía agua, y la última vez que había comido era… no podía recordarlo, pero el hambre, insólitamente, no le atenazaba, era sólo sed lo que le torturaba.
Se resolvía a esperar. Se tumbaba de cara al cielo… y entonces los veía. Al principio eran sólo unos puntos negros girando en la esfera celeste, luego iban adquiriendo forma, corporeizándose, y reconocía, aterrado, que eran buitres.
Volaban perezosos, en grandes círculos concéntricos. Planeaban sobre él y, estaba seguro, le habían visto. Lentamente, descendían. Primero, pasaban a baja altura, como reconociendo el terreno, después, con un pavoroso batir de alas que resonaba tétricamente, se posaban a su alrededor, a tiro de piedra.
Sabía que eran pacientes y que no le atacarían hasta que perdiese su movilidad y quedara indefenso. Si reemprendiera el andar, probablemente se mantendrían alejados. No podría, entonces, esperar hasta que anocheciera, tal como había sido su propósito. Debía desplazarse si quería conservar la vida. Se ponía en pié, a unas decenas de metros trastabillaba y se desplomaba de bruces. La fatiga le había vencido.
Su mujer le sacudió un hombro porque estaba agitado, dijo, pero él pidió que le dejara dormir. Desde la seguridad de aquella casa quería conocer qué pasaría con los buitres… pues quizás volviera a soñar con la misma escena.
Cerró nuevamente los ojos, y al poco rato estaba otra vez sobre la grava y los pájaros se habían aproximado lo suficiente como para que percibiera su olor acre y le aturdieran sus graznidos cavernosos. Los miraba desafiante. Creía que denotar cobardía equivaldría a la muerte. Mientras no bajara la vista y les demostrara que estaba vivo y en condiciones de defenderse, no le atacarían y quizás, con el atardecer, remontaran vuelo y le dejaran en paz.
Pasaron minutos u horas, no lo sabía, pero en su sueño también se había quedado dormido y un picotazo en la pierna le acicateaba ahora, obligándole a despertar. Se encogía y arrojaba su casco contra el agresor. El ave, sorprendida, desandaba unos pocos metros. Él gateaba para recuperar su sombrero y la bandada retrocedía parsimoniosamente conservando la distancia. El corto trayecto recorrido de rodillas había consumido el resto de sus energías. Recién tomaba consciencia de que estaba llegando al límite. Se sentía venir abajo, estaba afiebrado, la vista comenzaba a nublársele, y por más que lo intentaba, no lograba alzar sino su cabeza.
Los buitres se acercaban con cortos saltitos. Abrían y cerraban sus picos, como para atemorizarle. Alcanzaba a ver, tras la reverberación de la arena, sus ojos, redondos y brillantes que parecían contener toda la crueldad del mundo. Le observaban atentos, prestos a lanzarse sobre él en cuanto diera signos de extenuación. Las horribles crías parecían los comensales más impacientes. Erizaban su plumaje y mecían inquietas las cabezas, dispuestas a ser las primeras en participar del festín. Sobre un peñasco, uno de los pajarracos abría sus alas y le ocultaba por momentos el sol que comenzaba a declinar tras el horizonte. Iluminada por el ocaso, su silueta, recortada contra el cobalto del crepúsculo, era premonitoria de la muerte.
Como respondiendo a una orden, mientras se extinguía la luz del día, todos se lanzaron sobre su humanidad. Sentía los picotazos, las garras y los espolones destrozando su carne. Gritaba, pero los sonidos no le salían de la boca. Quiso despertar, porque sabía que era una pesadilla, pero no lo logró.
Un agudo dolor en el corazón le hizo comprender que sufría un infarto, en aquella otra realidad de ese parque con rumores de riego, de quedas palabras y afectos solidarios… pero ya no podía hacer nada, porque los buitres estaban devorándole.
Se vio a sí mismo como un despojo en las dunas, y se elevó sobre sus restos como si fuese otra ave rapaz. Vio la sangre y las vísceras, vio la cuenca vacía de sus ojos, el vientre y el pecho desgarrados, y luego, los montículos de arena con las laderas al poniente relumbrando aún bajo los últimos resplandores y las del naciente en tinieblas… después, sólo un cielo, que ya no era azul y se iba tornando cada vez más oscuro, mientras él ascendía pausadamente y su cuerpo maltrecho no era más que un contorno indefinido que se perdía entre rocas y arenas ensombrecidas.
Su mujer gimió horrorizada. Los niños comenzaron, convulsos, a llorar, y ella les tapó los ojos para que no vieran el cuerpo lacerado de su padre, salpicado de sangre, y sobre cuyo cadáver revoloteaba una nubecilla de negras moscas.