Me pregunto si diecisiete días son suficientes para una despedida, o quizás si son demasiados cuando llegan así, de repente, sin pedir permiso, lanzados desde la cuadrangular esfera de un reloj imposible, en el que las horas se estrechan en un ritmo de auroras desbocadas.
Diecisiete días con sus diecisiete noches, diecisiete lunas irremediables que estiraban su reguero blanco a lo largo de un cielo de cera, espeso y apretado que no queríamos mirar, un cielo perdido entre la marejada insalvable de cientos de nubes de cereza que deszumaban la única realidad posible.
Era abril, comenzamos a andar muy despacio arañando el frío de esa primavera retrasada que había hecho enmudecer a los almendros. Yo empecé a contar uno a uno los adoquines extendidos bajo mis pies, en el intento vano de mantener mi cabeza ajena a las palabras recién escuchadas. Encendimos un cigarrillo a medias calle abajo, esperando, sin decirlo, que aquel humo transparente y huidizo nos llevara muy lejos, lejos de aquella calle sin nombre, de aquel silencio, de aquellos bodoques que se iban hilando en el aire, tan lejos como pudiera, sobre todo muy lejos de aquel taxi que en pocos instantes pondría en marcha un tacómetro galopante, registrando el tiempo que mediaba entre la vida y la vida sin ti.
Quisiste detenerte en casa. No te habías llevado nada más que las llaves desdobladas en el bolsillo y un presentimiento huidizo carcomiéndote la planta de los pies, era la excusa perfecta, la razón que necesitabas para tener que volver, como si hubieras intuido desde el principio lo que iba a ocurrir. Yo no quise parar, ahora lo lamento, fue el miedo, la sombra paralizante y estrábica del miedo lo que me hizo negarte el volver allí, a tu casa, a tu pequeño rincón, a los templados boleros que siempre andaban bailando el aire, a las buganvillas violetas que rizaban la terraza. De dónde sacar las fuerzas necesarias para entrar y salir como si no pasara nada de tu habitación sabiendo que lo que esperaba afuera, a la vuelta de la esquina, era la sin razón de un adiós atragantado en un hospital cualquiera.
No insististe, me conocías demasiado bien. En los tres cuartos de hora que duró el trayecto tus pupilas se aferraron a mis ojos volcando un mar entero de aguas azules en mi rostro, vaciando la sal de miles de agujas en ese espacio que empezaba a desmoronarse, y yo mientras rezaba, en silencio, sin mirarte, para que aquel coche, que atravesaba a trompicones Madrid, nos devolviera alguna vez al trepar pálido de las buganvillas.
Podría llenar folios y folios escribiendo sobre aquel duelo que sobrevoló el aire asfixiando cualquier esperanza, de esos pocos días que el destino nos dejó como migajas desperdigadas en las palmas de las manos, de los gestos mudos, de lo mucho que dijimos, sin necesidad de palabras en la quietud de aquella habitación albina y desconcertante. Podría decirte que te quiero más que a nada y más que a nadie, que cada uno de los minutos que pasaban iban marcando una cruz insalvable en un calendario cuyos números iban marcha atrás ; más no lo haré, hoy prefiero recordar aquel verano con olor a regaliz que me enseñó como eras, que me hizo quererte.
Ella se marchó. No recuerdo bien el mes, ni la estación del año, ni si hacía frío o calor, no podría precisar si era de día o de noche, ni siquiera en qué lugar de la casa me encontraba cuando escuché al cerrarse, el crujir violento de la puerta, sólo sé que aquel sonido sordo y hueco penetró en mi cabeza como un maremoto de espumas plomizas y que cuando la memoria me arrastra de nuevo su olvido, vuelvo a ser la misma niña asustadiza que sin saberlo vio flotar entre sus manos los pequeños peces de colores que aún jugueteaban dentro de su pecera.
Fueron días de dolor, pero no de ese dolor que se puede gritar hasta que la garganta se desgarra, era un dolor seco y amargo, punzante, fronterizo entre la locura y la realidad, era un dolor traspasado, errático, aquel que sólo puede surgir de la espera, del callar, del no entender, de toda la desesperanza junta.
Mamá no volvió. Su enfermedad la hizo huir de toda la cotidianeidad que hasta ahora la había mantenido a nuestro lado. Pasaban los minutos, los meses, los años y nunca regresaba con su delantal cargado de nueces a la hora de la cena y su irracional obsesión por ordenar la mesa recién puesta, sus dedos movían una vez tras otra los platos, vasos y cubiertos hasta que quedaban equidistantes, perfectamente alineados bajo el mantel de manzanas rojas.
Tardamos en acostumbrarnos, fue una eternidad, un vivir en el infierno, un saberme muy pequeña y a la vez muy grande, un perder en un segundo los lazos que se enroscaban en mi pelo.
El olor a regaliz era mi olor preferido en aquellas largas tardes, en el que la oscuridad se había impuesto sin que ninguno de los dos fuéramos conscientes de ello. Sentada sobre tu sillón, con las rodillas clavadas en la cara, trenzaba mi mirada a lo ancho de las cuatro paredes color crema, intentando extender la soledad más allá de mis pies y mis uñas carcomidas. Con una lentitud pasmosa desmembraba el regaliz sacando las tiras amargas, chupando con ahínco ese trozo de golosina pegajosa que me dejaba la lengua cuarteada. Era tu olor, el olor del regreso a casa, el sabor dulzón de tus besos columpiándose en mi mejilla, el verde de tus ojos cuando retirabas el pelo de mi frente, el sonido de tus palabras al decirme que no me preocupara…
Y cómo no refugiarme en ti, y cómo no entenderla a ella. Mis catorce años luchaban por ir sobreviviendo en un presente que no se avenía a razones. Apilaba en el duermevela de mis noches las risas que irisabas con tus brazos, y siempre tú y después tú, a mi lado, detrás, delante pero siempre cerca, sofocando mis lágrimas, disfrazando mis dudas, desdoblando las certezas con tu especial manera de esperar.
Crecí con todo ese olor a regaliz cosido al dobladillo de mi falda, hilvanado a mis sentidos y sobre todo aprendí a vivir con esos ojos tuyos llenos de miles de aguas azules vertiéndose en mi rostro, que decían siempre y sin descanso -No te preocupes, el tiempo no se queda con nada, volverá-.