Anoche, al acostarme, ya tuve la inquietante premonición de otra noche más en blanco. Me puse a divagar, en una mezcla singular de ideas, discordantes y ensambladas al azar, como la labor de patchwork de una mala aprendiza, una de esas piezas de artesanía de ocasión que imitan el alma iconoclasta de la Historia y sus ciclos: sajar y suturar, destrozar y recomponer, derruir y levantar con los fragmentos sangrantes de su propia destrucción.
Pues sí, me acosté y la inmovilidad, el silencio y la oscuridad invocaron en vano al sueño. Los ojos se me volvieron hacia adentro, como los de una muñeca antigua de porcelana e imaginé pasadizos cilíndricos y anillados, como el interior de una lombriz color de encía enferma, por donde circulaba el aire de mi respiración gorgoriteando como si atravesara alguna fuente sulfúrea. Palpaba mi tórax y notaba cierta sensación de dolor, pero muy leve, al introducir los dedos bajo las costillas del lado izquierdo. Y luego estaba la punzada en la columna, que más que punzada era una quemazón a la altura de donde cae el broche del sostén. Y el dolor por encima de las rodillas, y el cansancio. Y la tos. Pero la tos databa de dos días atrás, así que no había cuenta.
De todos modos, a estas alturas no era eso lo que me preocupaba o al menos, no lo traducía en palabras, lo que era una gran economía de energía mental, la misma que ahora desperdicio intentando poner orden en el caos de mis pensamientos. Y apenas dormí, o si lo hice, soñé, como me pasa a veces, que no me puedo dormir y estas noches de sueños insomnes me despiertan agotada. El caso es que mientras me examinaba e imaginaba la colmena rosada de los pulmones –ya no tan rosada, deben tener las celdillas rellenas de alquitrán, como miel de un enjambre de escarabajos, aunque las radiografías no detecten nada aún- , con la mancha delatora, tan temida y deseada como la hora final del parto, imaginé el comienzo de una novela, al modo de la que acabo de leer, tan brillante, tan elaborada, tan llena de filigranas estilísticas y de bifurcaciones que abandonan el hilo argumental y, tras andarse medio bosque por las ramas, como el baroncito rampante aquel, de pronto un hábil bandazo nos trae de nuevo a la vereda real narrativa y parpadeamos como al salir de un sueño, extrañados de hallarnos aún en aquel paraje olvidado.
Así que digamos que me acosté y comencé a forjar una novela. Cómo cunden y qué bonitas son estas novelas que nacen en la cama, con los ojos cerrados. De cada palabra nacía una sucesión de frases, y de cada una de ellas otras más y así crecía y crecía, lanzando sus sinapsis como manos de náufrago al encuentro de las emitidas por las vecinas, como deben hacerlo mis presuntas células enfermas.
Pero mi patética novela, por más que intente desviarla por senderos secundarios e invente personajes ficticios, al volver un recodo del camino me muestra el paisaje conocido que pretendo olvidar, y sus protagonistas dejan caer sus máscaras señalando el final del baile. Durante el día procuro aturdirme con las miserias ajenas de sobremesa televisiva, pero la verdadera tortura comienza al tomar modesta posesión del borde de mi cama de soltera, nuevamente recobrada por un alarde de magnanimidad de mi familia con la hija extraviada, una inconformista que no se dio por satisfecha con comer todos los días, con ir al peluquero una vez por semana y con el mes de veraneo en Benidorm. Mis dominios nocturnos se limitan a esa franja de látex, estrecha como un istmo, por un reflejo condicionado de años. Ha dejado de actuar el estímulo, pero sigue la respuesta.
-¡Ilusa! ¿Qué creías? ¿Que la vida era una película romántica? Siempre has tenido la cabeza llena de pájaros. Lo tenías todo –ay, sí, “todo”- y lo has echado a perder esperando no sé qué, la verdad. ¿Cuándo entenderás que la vida real era eso?
Y no es crueldad por su parte, es la condescendiente displicencia de las que fueron lo suficientemente fuertes para afrontar la resignación. Por eso, porque debería haber sido feliz por decreto y no lo fui, dicen que estoy loca, y de tanto decírmelo he acabado por creerlo yo también. Empecé –siempre se empieza así, tras el llanto solitario que se procura ocultar bajo un dedo de maquillaje, tras la revisión exhaustiva del pasado, tras la amarga impotencia por el tiempo desperdiciado- por una preocupación obsesiva por la salud. Dictaminaron que era hipocondría así que, ahora, aunque note síntomas descritos por mi “Enciclopedia de la salud”, lo achaco a mis neuras y alguna vez llegaremos a tiempo. Luego vinieron las crisis de angustia. En el estómago se me formaba una borrasca de pesar, una pena sólida como un ladrillo mal digerido, como un feto a disgusto que provocaba contracciones de aborto. Las ondas se extendían hasta el diafragma, bloqueaban los pulmones, y al fin, como en un vómito de desesperación, se resolvían en gemidos de animal y en sollozos, en un clavarme las uñas en las palmas, en la cara, temiendo la muerte y deseándola y ése era el dilema: averiguar cuál de esos sentimientos, anhelo o temor, era el más poderoso, porque de haberlo sabido ya no me hubiera torturado y habría escogido el camino correcto.
Permanecí meses tumbada en un sofá, de noche y de día. De día, con los ojos cerrados por no ver las caras de censura, de disgusto, de mi familia. Un loco en la casa no es una compañía muy apetitosa. De noche, vigilando las sombras, pero no con miedo, no. Me gustaba valorar sus volúmenes, cómo la negrura adquiere matices, se agita, finge brumas blancas como torbellinos. Algunas veces me vencía el sueño, pero como mis vigilias estaban vacías de palabras e incluso de pensamientos, dormía durante cinco minutos lo que me parecía ser un pedazo de eternidad. No quería pensar, porque las palabras me graznaban como un ejército de tordos enloquecidos. Y las imágenes eran peores y más difíciles de eliminar. Intentaba dejar la mente vacía. Visualizaba una habitación de paredes verdes. En un rincón había un tronero, como una ratonera. Algunas ideas asomaban el hociquillo, pero yo estaba al quite, y con un escobón les asestaba un papirotazo que no se esperaban. Ponían una cara tan cómica de sorpresa que a veces, desde mi sofá, no podía evitar la carcajada. Luego me sentía culpable de reír aún y lloraba un rato para expiar mi frivolidad. Poco a poco conseguí que espaciaran sus visitas. Entonces, tapié el agujero.
Y una mañana, en lugar de cerrar los ojos, miré a mi alrededor y me pregunté qué aguardaba allí, pues la vida intenta siempre abrirse paso, aun en contra de nuestra férrea flaqueza. Salté del sofá y noté desconfianza. Un loco tumbado es más tranquilizador que otro en movimiento. La situación era extraña, yo era ese huésped indeseado cuya presencia se espera de un momento a otro aunque siempre se confía en que en el último minuto le surja algún obstáculo. Y aquí estaba, ya había aparecido, de improviso, a la hora de comer y sin la mesa puesta.
No obstante, mi hermana colocó el mantel y mi madre añadió un plato para mí. Y muy ostensiblemente dejaron un hueco en la cabecera de la mesa, y amontonaron cesta del pan, frutero, fuentes y platitos en el resto de la superficie. Pero ese lugar vacío quedó como tierra quemada, como un campo de nadie, como un recordatorio de mi tremenda equivocación, de que la vida y yo misma estábamos así por mi culpa, por mi culpa, por mi grandísima culpa.