El cartel anunciaba una marca de ron cubano. Desde que lo vio por primera vez, mientras desayunaba en la cafetería junto a la oficina, sus mañanas huyeron de la rutina. Cada día buscaba el sitio adecuado para sentarse y contemplarlo a placer; lo habían colocado en un lugar donde apenas destacaba —junto a la puerta posterior—, cuando deberían haberlo enmarcado y ponerlo en un altar. ¡Mejor así!, sin competencia para observarlo; y tampoco tendría que escuchar los comentarios soeces de algunos clientes. Que nadie lo enturbiara con su obscena o indiferente mirada.
El cartel no exhibía colores llamativos, ni siquiera resaltaba las letras de la bebida que promocionaba; pero sus creadores debían ser unos magos, pues el mensaje era tan ardiente y excitante como el ron anunciado en él. Muchos bebedores se apresurarían a tomarlo, solo por el gancho de aquel diseño tan artístico.
Aquellos tres espléndidos cuerpos de mujeres, fotografiadas de espaldas y apoyadas en la barra de un bar, se mostraban naturales, sin retoque de ordenador ni truco de fotógrafo que las hiciera parecer de plástico. Estaban muy juntas, cómplices del placentero momento que compartían, con vestidos similares y zapatos de tacón alto de aguja. La seda de tonos metalizados, plata y oro, se ceñía como una segunda piel, envolviendo sus rotundas y generosas curvas, y dejaba al descubierto los hombros y brazos, para resaltar sus bronceados. Las tres eran de cabellera morena y piel canela, no quedaba lugar a dudas de su origen caribeño. Los vestidos, prendidos en los hombros, recalaban en las bahías de sus estrechas cinturas y acariciaban voluptuosamente aquellos redondos planetas de sus nalgas. La tela, más abajo, caía en un único y ligerísimo pliegue resaltando al aire las hermosas y torneadas piernas.
Ninguna top-model hubiera podido competir con el erotismo y la sensualidad que emanaba de aquel cartel fascinante. Pensó con nostalgia que hacía mucho tiempo que su compañera no usaba vestidos atractivos ni ropa interior sexy, ni siquiera en la intimidad; era muy friolera y sus camisones “de cuello vuelto” —según la expresión que le oyó un día cuando hablaba con una amiga— estaban confeccionados con una tela afelpada, bastante áspera por los lavados. No recordaba cuándo la coquetería había desaparecido de sus armarios. El deseo se hallaba hibernando en naftalina. Admitía que se querían, pero echaba de menos aquella chispa de pasión de los comienzos. Cuando iba por el segundo café, se le amotinó el deseo. Con desánimo volvió a la rutina del trabajo, esperando un milagro cuando regresara a casa.
Sus relaciones amorosas se habían convertido en una especie de forcejeo apacible, más propio de un ejercicio de gimnasia. Ya no hablaban de los viejos tiempos, en los que el sexo dejaba a la pareja exhausta y donde la imaginación recurría a las fantasías más atrevidas: el champán caía en cascada por los senos y desaguaba en la suave vellosidad que la esponja de su boca absorbía, los baños compartidos entre esencias y velas aromáticas, las apasionantes veladas en la cocina con toda la nevera al servicio de los sentidos… Ahora, el preludio de sus noches era monocorde y rutinario. La pareja se había resignado a sentir como la gente que ya lleva muchos años juntos: , solía escuchar. Sin embargo, desde que descubrió el cartel fantaseaba con frecuencia y notaba un cosquilleo a la altura de los riñones, que se aplacaba con la última calada del cigarrillo antes de volver a la oficina; y, más tarde, al darse la vuelta en el lecho.
Cada mañana se preguntaba cuál de las tres gracias caribeñas —así las llamaba— sería más guapa, cómo serían sus ojos, la carnosidad coralina de sus labios, el arranque de sus pechos, los escotes insinuantes… Aunque, al ser tan parecidas por detrás, quizá también fueran semejantes por delante. Pero lo que de verdad importaba era lo que mostraba la foto, bastaba dejarse seducir por cada uno de esos hombros desnudos, por esas nalgas enguantadas en seda, por esas piernas que erguían sobre tacones de aguja…; casi podía adivinar el contoneo del baile de sus caderas… Había leído acerca de los viajes que algunas agencias organizaban a los países del Caribe. El interés de los viajeros por esos destinos era el turismo sexual. ¿Qué placeres obtendrían con esas hembras de sol y miel, y qué podrían enseñar ellas que aquí no se hubiera experimentado? Quizás un sexo más permisivo, más libertino, más desinhibido.
Se preguntaba por qué el cartel retrataba a tres mujeres… ¿Acaso no había sido tema recurrente en los pintores? Desde muy joven, cuando visitó el Museo del Prado, le llamó la atención el cuadro “Las Tres Gracias” de Rubens. Aunque siempre pensó que le sobraban carnes, ya captó en las hijas del dios Zeus y de la ninfa Eurymone la delicadeza de aquellos cuerpos de carnes perladas, amorosamente enlazados con los brazos, el velo y las miradas de las muchachas. Para reflejar la sensualidad, Rubens pintó las siluetas con líneas sinuosas, que resaltaban el moldeado de sus carnes y les conferían morbidez y frescura. Ya el pintor Rafael había realizado con anterioridad un cuadro de las tres Gracias, en el que se inspiró Rubens; pero en aquella composición las mujeres se muestran más frías y distantes, son de una belleza clásica. Quizá tres mujeres pueden ser perfectas para un triángulo amoroso —reflexionaba—. Sólo dos sería fuente de conflictos, por la rivalidad y celos entre ellas. En su vida amorosa tuvo experiencias sexuales con dos mujeres a la vez, y reconocía que habían terminado mal. Pero quizá tres fuera el número perfecto. Si hasta lo pintaban los artistas…
Una mañana entró en el bar para desayunar y no estaba el cartel. Preguntó a la camarera y ésta dijo que unas feministas habían venido con una orden del juzgado, en la que se prohibía porque atentaba contra la dignidad de la mujer al considerarla un objeto sexual. Aquel día no tomó café y recorrió todos los bares de las calles próximas con la esperanza de que quedara alguno olvidado por la inexplicable censura. ¡Cómo alguien podía considerar aquellas bellezas retratadas como algo que se pudiera prohibir! La Humanidad estaba perdiendo el gozo por los sentidos, el placer de las sensaciones… A este paso, se tendrían que resignar a contemplar los escarceos amorosos de los pavos reales, o de los papagayos en la tele; o, acaso, estos censores pondrían el coito de las hienas como modelo a imitar: sólo una vez al año y encima se ríen.
Esa noche de invierno, después de ver la película de la tele, la pareja se preparó para acostarse. Alicia se entretuvo en el baño más de lo habitual; mientras se lavaba los dientes recordaba con rabia el secuestro del cartel. Cuando regresó al dormitorio, la recibió una tenue atmósfera producida por velas aromáticas que exhalaban un perfume a azahar, su preferido. Entró en la cama y se sorprendió gratamente al ver que su compañera no se había puesto el habitual camisón de felpa, sino que lucía uno de raso color marfileño, como el de Kim Basinger en Nueve semanas y media, que tanto le fascinaba. Laura dejó la revista que estaba leyendo, Alicia se acurrucó a su lado y rozó la suave tela con sus manos, las deslizó uniendo sus brazos desnudos a los de su amiga, como si fueran uno sólo, y aspiró el perfume de su cabello al hundir su boca en él. Aproximó con voluntad decidida sus pies ateridos y desamparados a los de su compañera, desnudos y tibios. Fue recorriendo con sus dedos el suave empeine, la pétrea concavidad de las uñas, cosquilleó la blanda y arrugada planta y limó el borde del áspero talón. Poco a poco, sus pies, antes dormidos y sin conciencia de los límites, fueron despertando con un ligero calorcillo.
… Lo que sucedió después forma parte de los sueños. Ambas dibujaron sobre el lienzo de sus cuerpos las tres Gracias de Rubens, las del excelso Rafael y las de las tres caribeñas, que Alicia convocó al lecho, y que tomaron cuerpo a través de los susurros amorosos que vertió en el oído de la amante-amiga. Derribaron las barreras que tantos prejuicios habían levantado, instalándose en sus vidas. Cada dedo se hizo pincel: silueteó curvaturas, delineó el claroscuro de sus caderas y diseñó la abundante pradera que acogería su deseo. Ninguna preguntó el por qué del arrebato y se dejó llevar por el milagro. Y se sumergieron en un mar bravío que las depositó, más tarde, suavemente en una dorada orilla… Sobre el suelo, la revista caída mostraba en su contraportada el cartel de las tres Gracias caribeñas.