62- Soy Feliz. Por Fernando Noronha
“La vida te da sorpresas,
sorpresas te da la vida
de una canción de R. Blades
Siempre fue así.
Siempre, desde que empecé el colegio.
Dicen que los niños son crueles. Dicen que los niños aprenden de sus mayores.
En todos los grados hay un chico tímido, una chica con anteojos, o alguien que habla diferente. Alguna nena demasiado fea, un nene demasiado bajo, o una nena demasiado gorda. Los otros se ríen.
Dicen que la búsqueda de lo ideal es el mal de nuestros días. Que los espartanos arrojaban a los diferentes desde el Taigeto. Que Hitler amaba la perfección.
Mis compañeros me llamaban gallega. En este país de inmigrantes, donde abundaban los patronímicos, yo era “la gallega”. Seguro que no quisieron hacerme daño. Posiblemente, no sabían que la simpatía de los sobrenombres, a veces, puede convertirse en una aguja que escarba y que duele y que, dadas ciertas condiciones, se queda clavada para siempre. Tal vez por eso, sólo me sentía a salvo, encerrada en mi casa, pegada a los recuerdos escasos. Tal vez por eso me volqué a la comida. Por eso, o porque no me acordaba de la cara de mis padres, muertos en la guerra, o porque los abuelos habían pasado hambre en España y no querían que se repitiera la historia.
Quizás tampoco me sacaran a bailar porque era gallega. O porque nunca tuve mucho gusto para vestirme o porque los kilos se me salían por las costuras de los pantalones. A lo mejor, por las mismas razones, Martín faltó a mi fiesta de quince años. Y yo sí que lo quería a Martín. Le prestaba las hojas y las lapiceras, lo ayudaba en las tareas. Yo no me burlaba de sus granos y estaba tan enamorada que hubiera hecho cualquier otra cosa por él. Por Martín, que me dejó plantada, que me ignoró en mi noche más esperada, en mi noche más olvidable.
Cuando terminé el secundario, ya ni me acordaba del tonto Martín. Igualmente tenía muy bien escondidas las fotos de aquella fiesta. Mis ojos y mi amor eran sólo para Ignacio. Ignacio con su pelo negro, con su bicicleta sucia, con sus libros desparramados. Ignacio no se parecía en nada a Martín, era más grande y no tenía granos. Tampoco había que prestarle cuadernos ni lapiceras. Nos saludábamos, nada más, porque vivíamos cerca, porque una vez nos habíamos cruzado en la estación y porque otra vez, hablamos frente a la barrera, en el espacio cortito y ruidoso que nos dejó el tren. Lo quería. Imaginaba un futuro compartido de pañales. Deseaba verlo, aunque fuera desde lejos, porque cada vez que lo veía, algo se me derretía por adentro. Cada vez que lo escuchaba, el cuerpo me latía con insolencia. Entonces me decidí. Se lo iba a decir, estaba dispuesta a todo para conquistarlo. Tenía que verme bien, muy bien. Empecé una dieta, estricta, bochornosa. Pero nada. La genética está plantada caprichosamente sobre mis huesos. Me teñí de rubio, platinado, para engrupir mi pasado gallego. Pero nada. No pude. Ignacio ni siquiera me saludó cuando se fue del barrio con esa mujer que últimamente lo acompañaba.
En la oficina trabajaba Carlos. Era casado, pero igual me miraba. Ya no pretendía un novio formal. Hay tantas mujeres que están solas. Y algunas son más lindas y más elegantes y más cultas y más flacas. Carlos me atraía, era buen compañero, parecía un buen hombre. Tenía abuelos gallegos, los brazos musculosos, las manos blancas, poco pelo, pero se notaba que había sido negro, casi tan negro como el mío. Estaba echando panza, pero me trataba con una amabilidad casi desconocida.
A veces, vivir sola, tiene sus ventajas.
Como en las películas: una cena romántica, un vino caro. Qué importaba si después Carlos dormía con la mujer. ¿Acaso la gente no se separa? ¿Acaso algunas no se conforman con ser amantes toda la vida?
Volví a soñar mientras lo esperaba. Si Carlos aceptó por algo es.
Una copa de vino resultó perfecta para agilizar los minutos. La botella fue demasiado para la noche vacía, para una mujer como yo, que no estaba acostumbrada a tomar.
No Carlos, no me des excusas, por otra parte, qué obligación tenías.
Y la rutina se volvió a estirar detrás de los escritorios.
Pensé en hablar con ese locutor que todas las noches, detrás de un micrófono, intenta unir a los solitarios, tal vez con buenas intenciones. Pero, no me animé.
Pensé en mis compañeros; en Martín y en su desprecio; en la indiferencia de Ignacio; en Carlos, que, por algo, no se atrevió. Pensé en mi abuela gallega. En su paciencia, en su conformismo, en su resignación. En su tristeza.
Pensé en las risas ajenas. En el gusto amargo de la soledad.
No pude rechazar los ojos que brillaban entre las luces del restaurante, que me miraban mientras masticaba los últimos bocados de otra cena silenciosa. Que me decían, sin hablar, una infinidad empalagosa de palabras.
Accedí a la compañía y me pegué al ritmo de sus pasos seguros. Acepté la penumbra del bar, el cigarrillo y el whisky.
Me gustó la boca que no paraba de hablar, el pelo corto y marrón.
Me gustó que disfrutara de mi ceceo argentinizado.
Me gustó cuando la mano se convocó debajo del escondite de la mesa, cuando se deslizó entre los pliegues de mi pollera sin importarle la abundancia floja de los muslos.
Me gustaron los dedos escarbando en la oscuridad de los líquidos olvidados.
Elisa me gustó.
Elisa me quiere.
Soy feliz.