Ya hace seis años me trajeron aquí motivos laborales. No ha sido tiempo bastante para acostumbrarme a llamar pueblos a las aldeas, pero si el suficiente para dejar de considerar personas a muchos de sus moradores. Como llegué curtido, enseguida aprendí a esquivar el carácter huraño de estas gentes. Tardé poco en cambiar mi forma inicial, de por si cortés, de relacionarme con ellas. Fueron urgentes las necesidades de salir incólume del contacto con tanta alma mísera. He conseguido que casi nadie me quiera, pero también que sean pocos los que no me respeten. Entorno vital perfecto, porque su cariño nunca está exento de interés, y el miedo a la represalia es el mejor remedio para evitar la agresión, como saben todos los que gustan ver documentales de animales y cualquiera que permanezca en uno de estos lugarejos una temporada.
La vida en las aldeas, me resisto a darlas mayor jerarquía, está enrarecida por una casta de personajes malencarados, arrugados y soberbios. Acoquinan a las buenas personas que no se atreven a enfrentarse con ellos, y recluyen en sus casas a quienes, más prudentes o más asqueados, viven ajenos a todo. Son gentes incómodas en el trato, orgullosas de sus prejuicios y malvadas frente al débil. Transmisoras a sus hijos y nietos de maledicencias, resquemores y odios larvados de los que desconocen causa, sin que esto sea razón suficiente para no despellejar al vecino. Sin embargo, frente al extraño pocas veces se atreven a evidenciar su xenofobia de tribu, al menos hasta que comprueban si pueden agredirle sin riesgo. Están dominadas por un atávico ideario que identifica al visitante con la amenaza y sufren por la necesidad de mantenerlo vigilado. Acaso sea porque tener perder sus rebaños o que pisoteen sus huertos, como en la época medieval, aunque el forastero de ahora sea un turista que considere sus ovejas bichos malolientes y prefiera pasear sobre hierba, arena o asfalto antes que mancharse los zapatos entre terrones mojados y abonados con estiércol.
Su catadura moral debe achacarse a la cultura migratoria, que hace a los más hábiles candidatos a salir escapados de los ambientes en que se criaron. Mientras logran irse, incuban las maldades que mantendrán latentes hasta que mueran, siempre a la espera de una oportunidad para hacer daño. Entretanto, aceptan desplantes, malos humores, desprecios y mezquindades, ya que se saben, fuera de sus cubiles, inválidos. Desprecian lo que desconocen y están dominados por la envidia. Sus hábitos no los cambian por nada…, hasta que recorren mundo…, ganan el dinero suficiente para arreglar la casa de los abuelos…, y ya no vuelven más que unos días de vacaciones…, para murmurar de los que se quedaron y vejarles con sus insidias.
Mi trabajo consiste en comprobar que las especificaciones técnicas de los proyectos de edificación se cumplen. Por esta razón visito las urbanizaciones, que en aras a la creación de empleo precario y de machacar los campos cercanos a las carreteras, llenan de adosados estas tierras. Para los promotores, que dicen satisfacer las necesidades de una población que consideran indudablemente llenará los adosados, y de paso justifican sus trapicheos, el negocio es rentable. Puede que también sea beneficioso para las aldeas, pues si la engañifa en la que sospecho vivimos se mantiene, y realmente entran los hipotecados a habitar las casitas, cambiará el paisaje humano. Los lugareños perderán las alcaldías y el ambiente de inquisición que aquí se respira se disipará junto con el clientelismo obsceno que le mantiene aún en el aire.
No me gusta mi labor pero me pagan por ella, y en el sueldo viene incluido que cada dos por tres pernocte en el hostal más cercano a las obras. Padezco del estómago y sé que en las farmacias fuera de la capital de la provincia sólo mantienen almacenadas las medicinas imprescindibles. Cuando necesito permanecer una o dos semanas en la misma población, me acerco a la botica del lugar para encargar mis pastillas. Habitualmente me dicen que las tendrán a primera hora de la tarde del día siguiente, pero yo prefiero ir a buscarlas a última hora y evitar tener que volver.
Una de las primeras cosas que me sorprendieron de esta tierra es que cualquiera puede mantener un negocio abierto, aunque su personalidad sea absolutamente incompatible con el trato humano, con el único requisito de situar el local suficientemente incomunicado. Para los paisanos, es tal la pereza a desplazarse, que aguantan de todo con tal de no acercarse a la ciudad, que por escueta que sea ha recibido la visita de la Santa Competencia, y entrar en el mundo amable del comercio. Lo más reciente que me ha ocurrido, y que corrobora mis anteriores asertos, fue hace poco, a mediados de febrero.
Temprano, la niebla se había adueñado de la tarde. No se podía trabajar en el tajo, y las mediciones que debía realizar se complicaron. Me resigné a pasar la noche en el hotel que había visto a la entrada de la población. Reservé habitación y pregunté dónde estaba la farmacia. Las indicaciones me llevaron a la plaza. Aparqué el coche, quise volver a preguntar pero no vi a nadie, y opté por seguir la calle que vi más ancha. Llegado a la segunda esquina adiviné al fondo de un callejón la cruz verde de una botica.
La tienda era pequeña, de no más de nueve metros cuadrados, que incluían el mostrador y el pasillo que utilizaba el farmacéutico. El primero estaba hecho de madera, con la cimera de la anchura de la mesa de un comedor, en ella reposaban folletos de propaganda, cepillos, untes para colorear el cabello, cremas varias, cintas de colores, pendientes, anillos, y toda suerte de artículos directamente relacionados con otro tipo de establecimiento. El pasillo era incómodo para el público, al que encogía el espacio disponible, y para el propio boticario, que se perdía en su desproporción.
Además ocupaba sitio una báscula de pie, de las que también tallan, un taburete de servicio para un aparato de medir la presión sanguínea, colocado encima de una mesilla, y un expositor con su correspondiente soporte. Estaba hecho del recorte en cartón de la silueta, a tamaño natural, de una joven, de mediana altura, vista de frente. En la foto pegada, que anunciaba un dentífrico, cargado de cloruros, fluoruros y abrillantadores, destacaban sus dientes, en una boca exageradamente abierta, en apertura semejante a la forzada en el sillón de un dentista. Eran blancos, perfectos y grandes. Increíbles e inhumanos. Me pareció que el publicista había exagerado hasta en su número, pues de ser la dentadura real, dudo mucho que su desgraciada dueña pudiera cerrar la boca. Obviando lo criticado, la modelo estaba bien formada. Llevaba un vestido verde, corto y escotado que dejaba vez sus brazos. Estos, los dos, acababan en manos, como es normal. En una de ellas tenía un cepillo dental y en la otra el tubo de pasta. Cruzaba los antebrazos frente al pecho y ostentaba los artículos de aseo tal como la reina de Egipto sus símbolos de realeza.
Me precedía en el turno un hombre de unos treinta años. Se había vestido con prisa, zapatillas de andar por casa y camisa, bien metida por delante pero por atrás fuera del pantalón. A pesar del frío de la calle no llevaba abrigo. Hablaba por el móvil con su mujer, a la que llamaba Elenita. Por lo oído, -ella le contestaba a gritos que se entendían todos-, padecía picores en sus intimidades. Julián, el marido, trataba de calmarla y de acallar sus clamores, pues era consciente que todos escuchábamos las dolencias de Elena. Todos menos a uno, el farmacéutico.
Este era un hombre de mediana edad, de pelo ensortijado, rubio y con indicios de calvicie en la coronilla. No levantaba la vista del mostrador y rebuscaba entre el desorden de un montón de recetas. Detrás de mi, había entrado un viejo, que se sentó en el taburete, se puso él mismo la almohadilla del medidor en el antebrazo, metió una moneda en la máquina, esperó que el papelito con la lectura de la tensión saliera, y se colocó a mi lado sin mediar saludo. Poco después una mujer se sumó a nosotros. Y casi seguido otra, acompañada de su hijo.
Con un: “- Joder que me pica”, terminó Elena la conversación. Por unos instantes, sólo se oyó el ruido que producía el boticario pasando con violencia las páginas de un libro. Era del grosor de una guía telefónica de una mediana ciudad, y del mismo tamaño, forma, y calidad de papel. Sin criterio,- estoy seguro-, buscaba en las primeras y las últimas hojas, olvidando las centrales. Cuando elegía una, se ayudaba del dedo corazón para no perder los renglones y los recorría todos. A la vez hablaba sin parar. Según se entendía, había encontrado un remedio que no tendría, “- Hasta las primeras horas de la tarde del día siguiente”; y como Julián mostraba prisa,” – Ya podía haber venido ayer. Es usted como todos. Siempre para el final”, trataba de encontrar su sustituto. Se comportaba como un autista, ajeno a nosotros y sobre todo al pobre hombre, del que no admitía réplica.
Recuerdo alguna de sus frases, que no todas, algo lógico pues es complicado que queden en el cerebro tamaños absurdos.
– La pieza que tengo. Es que no tengo. No tiene precinto.
– Más o menos son equivalentes. Pero necesitan receta. Como si no los tuviera.
– Son cosas fuertes que no dejan de ser fuertes. Hay que tener cuidado con ellas. Ya se sabe.
– …con hierro amarillo… cápsulas duras… ¡Esta vale! No…es muy fuerte. Tampoco.
– Veinticinco euros. Una pomada. Es cara. No se la aconsejo.
A esto último balbuceó Julián que le parecía bien el precio. Su interrupción molestó de tal forma al boticario que por espacio de cinco listados guardó silencio. Mientras, me acerqué curioso al mostrador. De repente cerró de golpe el libro, y pude leer en la cubierta: Catálogo de medicamentos. Consejero Plus 2006.
– Vamos con los extranjeros – pronunció rotundo, sacando otro tomo, este menos grueso, al que procedió a maltratar como al anterior.
– Es mejor buscarlo en Internet. Pero ya sabe…a estas horas ponerse a encender los aparatos…tardan un poquito. Y tenemos prisa, ¿no? – continuó su monólogo.
En esto, sonó el teléfono. Se entendió muy claramente que Elena dudada de la capacidad de su marido, por más que Julián pusiera la mano tapando la voz. Quedó evidente cuando le llamó imbécil. No debió dolerle el insulto, que a mi juicio era acertado, pero de pura vergüenza a sus vecinos, que habían entendido lo que de él ella pensaba, se enfadó. ¡Por fin!, pensé para mis adentros.
– ¡Me marcho! ¡Ya está bien! – se atrevió a medio gritar. Pero el farmacéutico le contestó con una orden tajante.
– ¡Espere! – Ladró, y desapareció tras la cortinilla que comunicaba la estancia con el almacén.
Tardó un rato en volver. Julián tenía la mirada esperanzada. Su gesto era serio, digno, teatral, pretendiendo demostrarnos que era un hombre paciente y cabal. Pero su cara cambió al poco, cuando apareció el sádico de la bata blanca. Hacía sonar las pastillas de una caja que había sacado de la rebotica, y que meneaba al lado de la oreja, deleitándose con el ritmo.
– Esto es bueno. Lo mejor. Pero no lo tengo referenciado y no se lo puedo vender. Me parece que estaba encargado. No me acuerdo. No estoy seguro pero es para devolver – dijo, con una sonrisa malévola.
– No. No me diga nada, – miró con gesto desafiante a Julián -, tengo un desorden atroz. Pero si es para devolver…, es para devolver – acabó.
Se parapetó tras el mostrador. Fijó la mirada en un punto de la pared, detrás del pobre hombre, un palmo por encima de su cabeza. Luego, lentamente ladeó la suya buscando la sonrisa cómplice de la faraona del cartel. La encontró y permaneció entusiasmado. Así estaba cuando sonó otra vez el móvil.