68- La otra vida de Krista Hruška. Por Kalós

-¿No eres de aquí, verdad? –me dijo en perfecto español.
La mujer tenía alrededor de treinta años. Su voz era dulce y pura, tenía el sonido del agua.
-No, soy español, de Madrid.
Sonrió con un rictus forzado.
Rubia y de cara alargada, ojos marrones y labios finos. Trataba infructuosamente de llevarse un manojo de pelos detrás de las orejas. Nervios, pensé. Miró hacia la calle balanceando la pierna derecha montada sobre la izquierda. Muchos nervios, pensé. Se volvió hacia mí y me dio su nombre: Krista. El apellido, que me sonó a vómito de consonantes, no pude retenerlo.
-Soy de Karlovy Vary. Está muy cerca de Praga. ¿Conoces?
Negué con un ‘no’ algo brusco sin saber por qué.
-He venido a trabajar en Maersk, habrás visto los contenedores con letras celestes cerca de la lille havfrue… ¿cómo se dice en español?
-Sirenita.
Sus ojos marrones me llamaban, me pedían que me metiera en ellos.
Su gesto se oscureció de pronto y me dijo:
-Viví en Zaragoza. Allí estudié el idioma por un intercambio universitario.
Pidió un vaso de vodka.
-Desde que llegué a España me tocó vivir una situación bastante kafkiana. Fui cubierta por un enorme nube oscuro, mejor dicho por un noche eterno.
Se miró las manos. Me divirtió el cambio de género de nube y noche. No la corregí.
-Encontré a la muerte sentada en el horrible carro -pronunció dificultosamente pero con éxito tanta R junta-, de la vejez. El lado negro de la existencia.
Su expresión pareció opacarse aún más. Se había vuelto intelectual, parecía Kafka reencarnado en unas largas piernas enfundadas en botas hasta las rodillas. Me pareció que andaba por el borde de la cornisa y a punto de lanzarse al vacío. Quería alejarme, pero también adentrarme más en aquella mujer. Sus piernas…
Le pedí que no me contara nada que no quisiera, después de todo no hacía ni cinco minutos que nos habíamos conocido. Al tiempo que rogué para mis adentros que continuase.
-No me hagas caso –me dijo-, quizás alguna otra vez cuente lo de Zaragoza.
Eso quería decir que nos volveríamos a ver, así lo había decidido ella.
Sonrió con esfuerzo y se bebió el vodka de un trago. Encendió un cigarrillo, cambió el cruce de piernas, apoyó un codo sobre la barra y lanzó volutas de humo mirándome a los ojos.
-¿Qué hace un español en estos confines?
-Estudio en la Universidad de Copenhague una especialización en administración.
Parecía estar distraída con algo que la inquietaba y que, obviamente, no me iba a desvelar, ya bastante se había sincerado ante un extraño.
-Cuando me gradué, pocos meses antes de viajar a España, trabajé como profesora en un colegio de Praga, fue bonito, estaba miedosa de pie frente a los alumnos. Lamentablemente duró muy poco.
Desconozco la relación, pero le conté la historia de Menéndez, mi profesor de comienzos de carrera, el de los pelos que le salían de las cavidades de las fosas nasales, con los mofletes caídos y la mirada clara hacia la nada. Aún me da risa aquella pregunta suya que ninguno entendió: “¿Si muere una puta aquí, qué efectos tiene en Japón?”. Nos miramos y alguien dijo: “¿Una de lujo o una de la Montera?”. Menéndez cambió de tema.
El apasionamiento mediterráneo relatando historias la hicieron mirar a los lados.
-No necesitas hablar tan alto –me regañó-.
Quise saber sobre Franz Kafka y si conocía la casa en el castillo; y si era verdad el alo trágico y melancólico del barrio judío.
-¿El Golem todavía vive en Praga? –le pregunté con jocosidad.
Me respondió que sí a todo y que la casa del castillo no era más que una librería para turistas. Añadió que ella era judía, que tenía una relación difícil con su padre, casualmente también llamado Hermann.
-Tal vez el frío, la lluvia y la bruma que cubre a la ciudad durante meses, nos ha hecho a los checos de un carácter ajeno a las alegrías. ¡Qué diferentes sois vosotros!
Me limité a sonreír y a aspirar el aroma a alcohol, clavo de olor, canela y naranja del glögg.
Krista pidió la cuenta de lo que había consumido y con la colilla que estaba a punto de consumirse encendió otro cigarrillo. De refilón, se miró en un espejo cuarteado, de esos que son de mal agüero, según afirmaba con total seguridad mi abuela. De su bolso sacó una cámara fotográfica.
-Sonríe –me dijo-. Debemos quedar otro día para que te la pueda dar –y el flash estalló en mis ojos.
Pagó, cogió el ticket del bar y me anotó su número de teléfono. Se calzó en la cabeza la ushanka de falso zorro y, sin dejarme añadir palabra, me extendió la mano y desapareció con paso rápido.
Acabé de beber el glögg y me marché.
Eran las seis cuando abandoné el café Kys. Me desabotoné el abrigo y el viento frío me golpeó el pecho… Las rumorosas barrenadoras levantaban velos de nieve y dejaban una estela blanca tras su paso.
Me sentía extraño, quizás un poco aturdido.

La esperé sentado junto a una pequeña ventana en el piso que había alquilado en un antiguo caserón de estilo nórdico, en la calle Skinder, cerca de la universidad. La había llamado por teléfono y quedamos para cenar unos coloridos smørrebrød con arenques y mariscos y unas cervezas.
La vi cruzar de acera ataviada con un largo abrigo blanco y la misma ushanka falsa de la primera vez, por debajo de la cual se le escapaban unos cabellos rubios, casi albinos. Tocó el timbre, le abrí y subió la escalera. Me dio dos besos y entró.
Estaba muy hermosa. Era muy hermosa. No parecía la mujer triste, sombría, del Kys. Ahora parecía radiante con su sonrisa fresca y hasta algo pícara que me excitó.
Krista se quedó conmigo aquella noche.
A la mañana siguiente, sábado, nos despertamos casi al mediodía, desayunamos rápido y tomamos el tren a Frederikssund, donde Krista quería ir por zapatos. Yo insistí en acompañarla, a pesar de su férrea oposición. Aceptó sin ganas. Pero cedí a su deseo cuando me pidió que la esperase en una cafetería frente al fiordo, que prefería ir sola de compras. Reconozco que no me agradó, pero no me quedaban más opciones. Estuve leyendo por más de una hora hasta que regresó sin haber comprado nada. Su semblante reflejaba el cariz umbrío con el que la había conocido. Encendió un cigarrillo y me dijo:
-Cuando viví en España yo no había cumplido aún veinte años. Me había escapado de Checoslovaquia porque no soportaba más la situación, las humillaciones, el dolor era muy grande…
Yo la escuchaba algo sorprendido por esa súbita necesidad de confesión.
-En Zaragoza estudié el idioma por necesidad, no por intercambio universitario. Llegué allí y me fui a vivir durante mucho tiempo con una anciana a la que aseaba, entretenía y sacaba a pasear como a un perro. Horas y días hablando de nada, durmiendo en una habitación calentada con una estufa, de paredes marrones y con olor a madera vieja y a humedad.
La oía sin entender adónde se dirigía con esa historia. Se retorcía los dedos por los nervios y encendía cigarrillos, uno tras otro, sin llegar a consumirlos hasta el final.
-Junto a la casa había un cementerio. Desde la ventana de mi dormitorio podía contemplar las cruces, las lápidas y los entierros que se sucedían cada mañana, era una escena reiterativa, con más o menos asistentes, pero siempre era lo mismo.
-Krista –le dije- no comprendo esa historia de la vieja con que te hayas tenido que escapar de tu país.
-Mi padre –me dijo con un revoloteo de ojos-. Me tuve que ir por su culpa. –Suspiró-. Sus manos recorrían mi culo y mi espalda. Llegaba a la casa con amigos borrachos que también me tocaban.
Mi boca debía estar abierta de una manera peculiar.
-¿Por qué abres la boca como un tonto?
La observaba al tiempo que intentaba asimilar sus palabras. Pero no me atrevía a preguntarle nada. Sólo se me ocurrió pensar en el cine.
-Me imagino que estás contándome una desesperante tragedia a lo Lars von Trier.
No dijo más nada. Me sentí con rabia por mi comentario estúpido e incómodo por su silencio durante todo el viaje de regreso. Al llegar a la estación de Nørreport nos separamos con un beso insulso.
Su perfil pasó delante de mi cara a través de los cristales de la ventanilla, mirando fijamente hacia delante.

Quizás pudieron transcurrir unas dos semanas, en las que Krista no respondió a mis llamadas ni me llamó ella. Mientras tanto le seguí dando vueltas a su historia y con cada vuelta que le daba pensaba en el cuerpo que había tocado la única noche que dormimos juntos; intentaba rehacer el recorrido que habían hecho mis manos y mi boca. Aquello era como la reconstrucción de un crimen, seguir las huellas del asesino. Y me daba asco pensar que había pasado mi lengua por sus piernas largas y su culo respingón, sobados por una panda de viejos borrachos.
Al cabo de esas dos semanas, y por casualidad, la vi descendiendo del trasbordador que venía de Oslo y que acababa de atracar en el puerto. Llevaba los labios arqueados, vencidos por la tristeza y el brazo de un hombre mayor y regordete la rodeaba por la cintura. Me escondí detrás de un coche para que no me descubriera. Los seguí hasta el parking y la mano sebosa del tipo bajó hasta la redondez del trasero de Krista. Ella no se inmutó. Los vi montarse en un Mercedes Benz.
A la siguiente noche, oí el timbre de mi casa. Miré por el balcón y reconocí la copa de su sombrero. Le abrí. Traía la mirada helada. Se quitó el abrigo y le ofrecí si quería tomar algo.
-No, gracias.
Abrió la puerta del balcón y apoyó los brazos desnudos en la barandilla humedecida por el rocío. Me metí un trozo de chocolate en la boca y dejé que se fuera derritiendo.
-¿Sabes algo Krista? –Grité desde adentro-. Me hubiera gustado conocer a Kafka.
Se giró hacia mí y se apoyó de espalda en la barandilla del balcón.
-Será mejor que no volvamos a vernos.
-¿En qué trabajas?
-No trabajo en Maersk ni voy a comprar ropa a Frederikssund, allí tenía una cita.
Abandonó el aire gélido del balcón y, cogiéndose las nalgas con las manos, dijo con un orgullo tan falso como la piel de su sombrero:
-Éste me alimenta desde que escapé de Zaragoza en un camión que me dejó tirada a las afueras de esta ciudad.

Hoy me ha llegado un sobre a Madrid que, a tener en cuenta los sellos y anotaciones a mano que tiene, debió haber recorrido medio continente hasta hallarme. En el remitente sólo habían escrito Amsterdam. Lo abrí y saqué la fotografía que Krista me había sacado en el Kys, con un trozo del espejo resquebrajado a mi espalda y destellos de luz de las tulipas. En el reverso de la foto decía: Lo prometido. Hasta siempre. K.H