La interminable seguidilla de libros apilados se extiende en el hangar gigantesco. Taciturno, el hombre deambula con su lazarillo. Cada tanto se detiene, tantea el suelo y señala con ademán enérgico. El perro husmea entre la pila, rasguña páginas amarillentas, revuelve con el hocico libros gastados; hasta que algo lo inmoviliza. Un ladrido seco y el hombre comprende que la búsqueda no ha terminado.
Acaricia el hocico, el vientre, un libro; ya es hora de descansar. No es posible buscar sin pausa por todo el tiempo, aunque el tiempo, en este reducto imposible, sea sólo un racimo de decepciones y babas. Agotado, se deja caer entre los libros con la voluptuosidad de un dios en un lecho de pétalos y flores.
Acaricia su brazo izquierdo: en el lugar de siempre, la llaga profunda y seca. Recorre despacio la hendidura de la carne y recuerda el libro que le costara la más violenta de las luchas con el perro y esa cicatriz aguda en forma de v. Trata de incorporarse pero la ansiedad acumulada en estos días de búsqueda estéril ha tomado la forma de una mano gigantesca que lo aplasta contra el piso. Boca arriba, inmóvil, se dedica a imaginar sabores nuevos.
Sabe que un bocado nunca es igual a otro, que cada libro exquisito es trágicamente distinto a todos los anteriores: una conmoción violenta y sensual en un lugar virgen de sus fibras nerviosas. El perro suelta un quejido apagado que lo arranca de sus pensamientos; guiado por este sonido gira la cabeza y murmura una maldición resignada. Flexionando lentamente las piernas, entre bostezos y movimientos pausados, consigue salir de su letargo. Penosamente se incorpora y oye el inconfundible repiquetear de patas que se acercan. Avivado por una súbita ráfaga de deseo, tira de la soga y empuja al animal hacia una nueva búsqueda.
Basándose en el estudio constante de las formas y texturas de los libros, ha descubierto que las montañas de libros hexagonales limitan entre sí formando una superficie cerrada. Una vez dentro de esta sección, deambula hasta dar con alguna pila de libros lisos: la cantidad de ejemplares que contiene, indica el número de montículos que debe desplazarse hasta encontrar la siguiente pila de libros lisos (si el número es par, seguirá hacia delante; si es impar, doblará hacia la derecha –de ser número primo–, o hacia la izquierda.) Este sendero lo conduce hacia la zona de libros curvos.
Allí tantea texturas y señala; el perro rebusca enardecido en un cataclismo de olores, imperceptibles para el olfato de su amo; escarba, la boca transformada en un enjambre de babas y el hombre espera –una mano aferrada a la soga, la otra empuñando el bastón–, el silencio brusco que marcará el inicio de la lucha: torbellino de sangre, pelos y gruñidos, golpes inciertos sobre páginas y orines, dentelladas de odio contra la vara maldita.
En ocasiones, el perro logra escabullirse con el botín, dejando al hombre presa de sus fantasmas en un llanto oscuro y melancólico; vuelve el animal horas más tarde y el hombre lo abraza con una resignada caricia doliente. Otras veces, a fuerza de golpes y manotazos desquiciados, es él quien captura el bocado.
Pero hace días que la escena es muy distinta: un ladrido seco y la angustiosa calma tras la ansiedad desmesurada.
Avanza a paso firme entre las pilas y frena de golpe. Tantea y comprueba los relieves curvos; afloja la soga y señala. Venteando con fuerza, el perro escarba entre los libros y el hombre reconoce que la rutina se prolonga más de lo habitual. Entre arañazos y mordiscos, sumergido en una profundidad de páginas, el animal retrocede despacio, un libro apresado con fuerza entre los dientes.
El hombre lanza el golpe de bastón y hay un aullido y luego un llanto. Está por lanzar otro golpe pero detiene el brazo en el aire: los gemidos del animal tienen un tono inusitado, implorante. Suelta el bastón y recorre con las palmas el pelaje cálido. El animal suelta el ansiado ejemplar, que cae al piso, entre la húmeda respiración del perro y la incrédula expresión del hombre.
Tendido boca abajo, apoya la yema de los dedos sobre la cubierta y abre el libro lentamente, atento al menor ruido. Acerca la cara y su lengua repta como una babosa sobre las palabras de la página central; un polvillo púrpura mancha su boca, líquido viscoso que dibuja un círculo morado alrededor de los labios; aúlla, sacudiendo los brazos y las piernas, ráfagas de incienso y vapor cálido inundan los pulmones; su espíritu y su sangre han formando una alquimia imposible que trepida por un nuevo torrente de venas y arterias. Imagina y siente que está de pie, al borde de un precipicio, los pies desnudos tocan el filo de la roca. Un impulso animal incontenible lo empuja a arrojarse al vacío: la velocidad del cuerpo en caída libre, el vértigo del aire que sacude sus cabellos, un grito de terror y el aire se condensa y es de pronto líquido transparente que inunda el cielo; chapotea entre las nubes, en un mar cristalino por el que se desplaza, con amplias brazadas, extasiado por la visión de la pradera en la que discurre, abajo, en la lejanía de la tierra firme, un bosque extenso de pinos. Por las azuladas aguas, recortando su silueta entre blancas nubes de coral, una sirena de escamas doradas culebrea y canta; la piel de la parte superior es negra; el rostro de facciones delicadas y labios gruesos, ojos celestes –muy claros, casi blancos–, pestañas delineadas en un verde turquesa; nada entre burbujas blancas, ondea el largo pelo rojo.
Pegado al hombre, el perro lame la página central como si bebiera de un estanque apacible; luego rueda por el piso, sacude las cuatro patas, gimotea; el hombre a su costado, los ojos cerrados, exhibe los dientes morados en una sonrisa interminable hasta que con un grito de dolor que retumba en la inmensidad del recinto percibe que sus sentidos han vuelto al hangar.
Exhausto, lanza un gemido ronco y antes de caer en un sueño profundo estira la mano hacia la oscuridad, buscando al perro; el perro lame su mano ya dormida y se ovilla a su costado. Una claridad difusa, que parece emanar de todas las cosas, comienza a iluminar la oscuridad. Por primera vez amanece en el hangar.
Murmurando sílabas inconexas abre los ojos y una punzada aguda lo obliga a apretar los párpados con fuerza. Cuando el dolor ha cedido, pestañea, el rostro cubierto por una cortina de lágrimas. La luz hiere la atrofiada bóveda de su mirada; bultos grisáceos, que luego viran hacia el sepia, se contornean en una escena gelatinosa de siluetas cada vez más nítidas y coloreadas.
Ahora puede ver al perro; lo sorprende su color: imaginaba un pelaje claro, jamás esa negrura. Una rápida mirada al hangar no le muestra nada que sus otros sentidos no le hubieran insinuado: la altura del techo la conocía por el eco de su voz; el ancho de dos mil pasos contados hasta el hartazgo y el largo del edificio, cordillera de libros sin principio ni fin.
El perro camina hacia él con su lento andar de pura raza, porte atlético y cola bamboleante. Lo acaricia con ganas y el perro demuestra su alegría con ladridos y cabriolas. Toma un libro del montón y lo arroja con todas sus fuerzas. El perro se lanza a la carrera y vuelve con el libro entre los dientes. Repiten el juego hasta que terminan revolcándose por el suelo entre risas y ladridos. Luego, sentado sobre la cima de una de las pilas, acaricia la cabeza del perro y recorre con la mirada el vasto hangar: frente a él, la interminable pared grisácea se extiende hasta el infinito, en ambas direcciones; gira: la distancia que lo separa de la pared opuesta sólo le permite ver una franja gris que se confunde con los libros y el techo; muralla de cemento, a la que asocia con una fría rugosidad seca. Observa el techo –hasta entonces el aroma dulzón de un eco blando–, ahora listones entrelazados de madera parda. Vuelve la mirada hacia la pared más cercana y reconoce una forma oscura que quiebra el orden del cemento gris. Cerca del techo, un rectángulo negro invade la monotonía de kilómetros de hormigón.
Desciende; atraviesa las pilas hasta la pared y se detiene bajo el rectángulo negro. Es una abertura, del tamaño de una puerta, casi pegada al techo, a unos diez metros del piso; el perro, echado a sus pies, parece una alfombra comprimida contra el piso.
Raspa el muro con el lomo de un libro, con la intención de escarbar un primer escalón, pero tras una penosa batalla con el cemento sólo consigue unas marcas ridículas. Mira hacia la abertura inaccesible y está por lanzar el libro por los aires cuando descubre la solución al enigma.
Acomoda el libro en el suelo, en el ángulo que hace la pared con el piso; toma otro y lo ubica al lado; el perro ladra, va y viene, se trepa a una montaña de libros y baja a la carrera.
Cuando ha sobrepasado la mitad de su tarea, la construcción de cada nuevo escalón requiere que suba una y otra vez transportando una pesada carga. El perro ha intentado seguirlo varias veces, pero sus pasos torpes hacen que la escalera de libros tiemble, amenazando con desmoronar la obra que culmina tras largas horas de trabajo: los escalones, de dos libros de ancho, ascienden los diez metros hasta llegar a la puerta.
Alza al perro en brazos y apretándolo contra su pecho, con paso lento, consigue superar los primeros escalones. Pero a mitad de camino el perro comienza a sacudirse; trastabilla, varios libros caen, la estructura tiembla. Apoya un hombro contra la pared, alcanza a agacharse y recobra el aliento; pero esto no hace más que empeorar las cosas ya que el perro, asustado, quiere soltarse. Lo aprieta aun más contra su pecho, lo arrulla y le besa el hocico. Retoma la ascensión, la vista clavada en la abertura negra; pero la escalera vuelve a moverse, oye el golpe de varios libros contra el piso, está por llegar, acelera la marcha y a menos de un metro del final la estructura se ladea, alejándose de la pared; arroja al perro a través de la abertura y este movimiento brusco hace que la escalera se desmorone por completo; salta, pataleando en el aire y entre manotazos desesperados se aferra al borde de la cornisa.
A sus espaldas, oye el golpe de los libros contra el piso; cuelga de la abertura, sostenido por sus dedos crispados. El perro aparece entre las sombras, arrastrando sus patas con un andar pesado; le lame los dedos y se sienta sobre sus cuartos traseros. Con un esfuerzo coordinado de los abdominales y los brazos consigue apoyar los codos en el borde de la pared y trepa.
Lado a lado, observan largamente la inabarcable extensión de libros: vista desde esta nueva altura, le parece un ingenuo montón de papeles. Gira, dándole la espalda al viejo hangar y una brisa fresca, venida desde una lejanía infinita, le acaricia la frente. Toma al perro de la soga y avanza, tanteando las sombras, con paso incierto.