70- Escena con fumador en blanco y negro. Por Eleanor Rigby
La primera vez que bajó todo fue más fácil, aunque le había parecido imposible llevarlo a cabo. Se me ha olvidado bajar la basura, dijo al marido, voy a echarla al contenedor antes de que pase el camión, que si no se queda hasta mañana y con este calor… El marido no dijo nada, o dijo bueno que viene a ser como no decir nada, y ella bajó con unas chanclas sin tacón y un vestido recatado pero llamativo, como si hiciera aquello todas las noches de su vida, con total naturalidad, con indiferencia casi, llevando el saco de basura en una mano y en la otra un chal y la cajetilla de rubio americano con un mechero clavado entre el cartón y la funda de plástico. Antes de cerrar se paró un momento, sacó el encendedor y lo dejó sobre la mesita del hall, diría que olvidado. Una vez abajo calculó los pasos para coincidir con él en la esquina de enfrente, donde el contenedor, donde él cesaba su recorrido para volver sobre sus pasos y seguir hasta la otra esquina, fumando y lanzando el humo, cabizbajo y con ese aire de abandono y desprotección que tanto le gustaban a ella. Y salió bien. Ella temblaba a cada paso que daba sobre la acera con las chanclas metalizadas, a cada paso que las chanclas metalizadas daban sobre el asfalto caliente de julio, con la bolsa de basura en una mano y la cajetilla en la otra. Contra todo pronóstico, él pareció detenerse un momento cuando ella cruzó al contenedor de vidrio y vació la bolsa en su vientre verde de sapo hinchado, sin dejar de calcular los pasos de él y la velocidad con la que se acercaba, fumando ella, y tirando las botellas al contenedor, a través de su inmenso ojo en duermevela, ralentizando la maniobra para acomodar su propósito a los pasos perdidos y al ritmo dilatado del cigarrillo de él. Entonces hizo como que le había visto por casualidad y le dijo disculpe, puede darme fuego, he olvidado el encendedor, ciñéndose el chal sobre los hombros, por encima del pecho, sonriendo un gracias amplio y sincero a otro de nada también amplio, sincero también, lanzado por él, desde sus ojos panorámicos, inmensamente tristes y profundos.
Esa primera noche ella subió en seguida a casa pensando ya en el pitillo del día siguiente, sólo en él y en el pitillo del día siguiente, y no conseguía dormirse. Ahora que las ventanas se dejaban abiertas por el calor, casi hasta la madrugada, era mucho más difícil escapar al ronron de los helicópteros, al ratatatata de sus hélices impertinentes, vigilantes y en el fondo un poco amenazadoras, de las que no se libraba ni en los peores días del invierno, cuando echaba a cal y canto la persiana, la contraventana y la cortina gruesa de cretona para que nada pudiera pasar dentro. Nada. Ahora daba vueltas y más vueltas sobre sí misma mientras el marido dormía al otro lado, recordando aquellos ojos inmensos y tristes, preguntándose porqué lo estaban y diciéndose a sí misma que la noche siguiente no podía bajar, que despertaría sospechas, y pensando en otras cosas que podía hacer para verle de nuevo y preguntándose por qué razón quería verle de nuevo.
Al día siguiente no bajó, ni los demás días. Siguió saliendo al balcón, quejándose del calor que continuaba sin remitir aún por la noche, tratando de evitar que el marido la viese fumando porque si la veía empezaría de nuevo la retahíla de comentarios y críticas y reproches que no tenía ganas de soportar otra vez. Siguió saliendo al balcón a mirar de nuevo aquella calle de noche en blanco y negro, iluminada por las farolas del ayuntamiento y sonorizada por las bocinas de los conductores impacientes y los camiones que vaciaban los contenedores de basura, de vidrio, de plástico. Siguió viéndole a él abajo, en la otra acera, fumando en manga corta e imaginando que él la miraba también furtivamente mientras chupaba el filtro de su cigarrillo como si quisiera sacar de allá dentro la respuesta a tantas preguntas que la atormentaban, sin alcanzar nunca a verle salir, a ver a qué hora bajaba cada noche a fumar a la calle. Sin comprender por qué estaba solo.
Luego pasaron varios días, quizá semanas, así como siempre, fumando una arriba y el otro abajo, sin percatarse él seguramente de que ella, que le observaba golosa desde el balcón, era la mujer que le había pedido fuego unos días antes, mientras se ajustaba un chal, la mujer que se miraba las manos castigadas por el agua y la lejía, las uñas cortas y sin arreglar, las grietas de los dedos, mientras le imaginaba a él una vida de diseñador o de periodista, estado civil soltero, libertad sin cargos, y concluía que era extraña tanta tristeza en un hombre joven y atractivo. Pasaron varios días más de vida en blanco y negro y de cigarrillos compartidos unilateralmente y en silencio, hasta que un día él apareció en el otro extremo de la acera cuando ella salió a fumar fuera, un día en que él vestía un polo blanco, tan diferente de los que llevara cualquiera de los días anteriores, en todos los tonos de la escala de grises. Y pasó algo, entonces, pasó algo que la impulsó de nuevo a jugar todo a una carta y avisar al marido de que bajaba a llevar la basura, que hoy se me ha quedado ahí y con el calor que hace no quiero ni pensarlo, dijo, y ni siquiera se fijó en qué llevaba puesto, sólo se calzó las chanclas de bajar y recogió la cajetilla de encima de la mesa del hall mientras se deshacía el amarrado del pelo y se lo volvía a componer de nuevo, sacando de pronto brazos para todo ello a la vez, sin perder un minuto. Y una vez en la calle, volvió a calcular los pasos sobre el empedrado, sobre el asfalto, parando ante el paso de cebra para que cruzara algún coche rezagado de los del filo de la madrugada mientras le daba tiempo a él a llegar hasta la otra esquina, la de los contenedores, mientras él aparecía como todas las noches fumando cabizbajo con su polo de manga corta y mirando el suelo con sus ojos, aquellos ojos que eran lo único que había en color en aquella calle secundaria en blanco y negro, en aquella escena recurrente, ilegal y espontáneamente planeada de basura y nicotina. Y aquella noche hablaron por fin, después de lo de buenas noches y qué, a fumar un pitillo, pues sí… ya ve… Así se enteró ella de que era padre de cuatro hijos, quién lo hubiera dicho, tan joven que parecía, el más pequeño de apenas días de vida, lo que son las cosas, había empezado a fumar por su mujer, era ella la que fumaba cuando jóvenes, y ahora con los críos se había vuelto paranoica con el tema y él tenía que bajar a fumar el pitillo de la noche, antes de irse a la cama, cruzando los dedos para que el chiquitín no diera la lata por lo menos en tres o cuatro horas. Y qué son, preguntó ella, todos varones respondió él, no ha habido suerte. Según, dijo ella, en India esto sería una fortuna inmensa, cuatro hombrecitos. En India sí, pero su mujer, pelirroja de ojos marinos y pelo en bucles que irrumpía en la escena en blanco y negro como un torrente de agua azulísima lo que quería era una nena que se pareciese a ella, a la familia de ella, porque los varoncitos eran todos clónicos, más trigueños de ojos verdes como él, como si ella no hubiera tenido nada que ver en el asunto… Y ella, qué ganas de decirle con lo guapo que es usted, con lo guapo que tú eres, qué maravilla tanta belleza por cuadruplicado. Pero, por alguna razón, no dijo nada, no le dijo tampoco ya nos vemos otro día y que siga bien, a ver si hay suerte y el bebé se porta esta noche o cualquier comentario de esos de trámite, sin intención ni sentido, en el fondo. No recuerda lo que se dijeron al final, cuando se separaron después de apagar cada uno la colilla de su cigarro y aplastarla contra el empedrado de la calle, de aquel color indefinido que tienen las escenas en blanco y negro.