73- Sonido de niño sentado. Por Florencio Martín Martín

Entre todos los óleos y cuadros que realicé en mí vida considero que el del «Sonido de niño sentado», es decir el chico oyendo música en uno de esos antiguos cintas de casete, es el más bien logrado o al menos el que más me llena de sensaciones y recuerdos. Admito que no ha recibido tan buenas críticas como otras pinturas, que no posee una técnica sublime, ni la luz está tan bien trabajada como otras obras, pero aun así, siento que fue el trabajo que mejor pude expresar lo que mis ojos y mi alma captaron.
¡Pero si allí está todo! ¿No ven?
En el centro de la escena el niño sentado con sus cascos auriculares puestos, alejado del mundo que lo rodea. Es de noche. Yo observo al pequeño a través de la puerta de mi atelier en penumbras, mientras el pequeño oye incansablemente su cinta; a su lado hay una vela encendida. ¿Está todo perfectamente claro, verdad? ¿No lo ven acaso? Pues les explicaré.
Tal vez para que comprendan mejor la obra pictórica y lo que me representa deba contarles un poco la historia de aquel niño perdido en el tiempo y el recuerdo.
Mi madre solía cuidar niños en una época mala para la economía de la casa, cuando yo estaba aún terminando mis estudios de Bellas Artes y los pocos cuadros que pintaba no eran vendidos ni en un mercadillo ambulante de un pueblo de campo. Una tarde, que estaba preparando mi clase, llegué a casa y vi a ese niño sentado, oyendo algo en el antiguo grabador pequeño de la casa, ese de tapa transparente que tenemos sobre la repisa de la sala. Pues oía una cinta de esas que se usaban entonces, con una inscripción que ponía “Música para el pequeño Luis”. No llegaba a mí el sonido porque tenía esos viejos cascos receptores puestos en sus oídos que aislaban todo sonido posible. El pequeño no me vio llegar ni oyó mis pasos, por lo que no me respondió cuando lo saludé.
Al llegar a la cocina mi madre me cuenta al pasar que era el hijo de Olga, una vecina que estaba preparando su mudanza y le pidió que lo cuidara unos días por la tarde, no más de cinco o seis, aunque terminaron siendo algunos más. Lejos de entretenerme en el chico, me volqué en mi estudio buscando nuevos temas para la clase de pintura del día siguiente. Mi atelier estaba en la sala contigua al niño y a veces con la puerta semi abierta echaba alguna mirada furtiva al pequeño, que permanecía indiferente, sentado en su silla moviendo la cabeza, tratando de seguir los pasos acompasados de su música. Dejé de pensar en el niño y busqué en mi vacía creatividad algún tema que me ayudara en clase, pero sin lograrlo.
Al día siguiente, el niño estaba otra vez allí, de espalda a la puerta de entrada, y otra vez lo saludo y él, ajeno, sólo proporcionándole atención a su viejo casete, siguiendo los compases con su movimiento de cabeza, inmutable a mi presencia. Lo mismo sucedió al día siguiente y así tres o cuatro veces más, hasta que un día cansado de su indiferencia y de no recibir una respuesta educada a mis amables saludos diarios, lo sacudí levemente del hombro; cuando me observó de repente, algo aturdido por el encuentro con mi persona le dije:
–Te apasiona la música por lo que veo.
El niño miró fijo mi rostro con aire concentrado.
–Sí –dijo con una vocecita extraña, pero agradable. Le sonreí satisfecho por haber logrado una respuesta del pequeño y él siguió con lo suyo, mientras yo me adentraba en mi tarea, hallar un tema útil para mi clase. Al cabo de un rato, salgo y el niño, obsesionado, seguía allí con su grabador. Le sonreí de nuevo y al ponerme frente a él me interesé por su música.
–¿Qué oyes? –me miró con la misma atención que la vez que lo saludé.
–Música –dijo remarcando cada sílaba.
Me reí con ganas.
–Ya sé –le respondí con picardía. –Pero ¿qué música escuchas? ¿Música infantil? ¿O qué?
Me observó, pensó y al cabo de un instante dijo:
–Bach.
¡Vaya!, me dije. Quedé sorprendido. Era raro saber que un niño tan pequeño tuviera interés por Johann Sebastián Bach, pero bueno, tampoco era imposible. Si me permiten, la señora Olga me pareció una mujer vulgar, pero no quita que le diera la mejor educación musical a su niño y que yo me haya dejado llevar por un absurdo prejuicio.
Al día siguiente llegué de mal humor. No había logrado un tema trascendente en clase y había recibido las críticas de mi profesor de arte por ello. Al entrar, el niño estaba ahí con la misma cinta del “Pequeño Luis”. Lo saludé y no me respondió. Le toqué el hombro otra vez obstinadamente y logré que me atendiera de nuevo como un niño educado, pues en mi casa se impone la educación, máxime cuando el artista está de mal humor.
–En esta casa las personas se saludan –le dije mientras bufé y miré la luz por la ventana. El niño me miró y estuvo a punto de decir algo, pero como comprendí que yo había estado brusco con él le pregunté en tono conciliador: –¿Bach otra vez?
–Vivaldi –me respondió con un acento desconocido para mí, remarcando cada sílaba de manera extraña. ¿Su madre era extranjera? No me pareció.
Observé la misma cinta con la misma inscripción de antes.
“Fragmentos de obras musicales”, pensé.
Pero lo que sucedió en los días siguientes fue sorprendente. Un día me dijo que escuchaba Mozart, otro Beethoven y al día siguiente Schumann.
–Parece que tu cinta tiene de todo –le dije con sarcasmo.
–Sí –me respondió con un movimiento acompasado de cabeza.
–¡Qué bueno! –le respondí y sonriendo agregué: –Entonces te lo voy a pedir prestado.
–No, no, no –dijo con desesperación y de inmediato sacó el casete y se lo guardó en el bolsillo de la camisa.
Me quedé de piedra por su actitud, pero no le dije nada más y decidí volcarme a mi estudio, que tenía un verdadero problema si no lograba hallar un tema de trascendencia.
Al día siguiente, otra vez el niño, su música y su eterna cinta de siempre con la inscripción habitual. Pero esta vez sucedió algo sorprendente. El aparatoso casco auricular que rodeaban las orejas del pequeño y que fue de mi adolescencia no estaba conectado al grabador y, sin embargo, no salía sonido alguno. Aun así el niño parecía concentrado en la música y prestarle atención moviendo su cabeza como siempre. Ese día lo contemplé con interés desde mi estudio, con la puerta entreabierta e hice los primeros bosquejos del cuadro: el niño, la puerta, las penumbras, una vela… Lo miré en forma irónica pero sin decirle nada.
Una tarde, la última de su permanencia en casa, por obra y arte de la casualidad si es que esta existe, el niño se olvidó la cinta puesta en el grabador y, curioso como un gato, no resistí la tentación de escuchar su música antes de enviársela a su madre. Fue allí cuando una lluvia de cinta virgen, un silencio de sonidos, me hizo caer en cuenta, que aquel niño, que sólo pasó por casa unos días por mi vida, era sordo. Y su música no era producía en de ningún sitio, sino en su propia imaginación. Le envié entonces la cinta olvidada y me volqué a mi obra.