74- Mañana o Alicia en el país de los cinco días. Por Resee Maior
Alicia tiene un cuerpo pequeño, o al menos eso es lo que ella cree. Es así día a día. Pasea de la mano de su madre y se siente fascinada por la gente grande. A sus cinco años, contempla el mundo y sus habitantes desde abajo, absorta mientras asimila todo cuanto le rodea. La gente grande tiene el rostro serio, no como el de mamá cuando le canta canciones para que se duerma, o cuando le hace cosquillas después de comer. Habitualmente, suelen sonreír cuando se dirigen a ella, pero los ojos nunca cambian, se mantienen intratables, y le dan miedo. Admira a su madre por el modo en que se desenvuelve en ese mundo. Hoy va con su madre a la ciudad para visitar a su nana. Nadie las ha saludado desde que bajaron del tranvía, nadie las conoce aquí. Tropiezan con muchas personas. Al llegar a un portal llaman al timbre. Esperan. Alicia mira tras la falda de su madre y su mirada se topa con unos ojos que la contemplan desde su misma altura. No ve en ellos sino tristeza. Sentada en el poyete de la entrada, una mujer vestida completamente de negro sostiene entre sus brazos a un niño de la misma edad que ella. La puerta de madera se abre y cruzan el umbral. Alicia no puede dejar de mirar hacia atrás. Sonríe. Su rostro se ilumina y cree percibir un brillo en los ojos de su observadora. Alicia aun no sabe que el negro es el color del luto y que las lágrimas centellean mientras recorren el rostro.
Nana es una persona mayor, tiene la cara surcada de arrugas. Se alegra cuando las ve entrar en su habitación, y reparte besos y abrazos desde su lecho. Alicia se ilusiona cuando le dan una cajita de nácar, en su interior encuentra dos pendientes dorados con sendas perlas blancas. Sus ojos resplandecen más que el sol. Sale del cuarto con su tata Raquel y juegan con el regalo en el comedor. Horas más tarde se van. La boca de su madre perfila una sonrisa y le habla con dulzura, sus ojos le gritan llanto… Mañana aprenderá.
A Alicia, una gitana le ha predicho que pronto encontrará su estrella, y la ha encontrado en una bandera. En Cuba, unos hombres con barba han bajado de las montañas tras dos años de lucha, y han traído esperanza a todos los desheredados del mundo. En la facultad todos hablan de ese país lejano, que hace tiempo fue una provincia de ultramar. Unos los tachan de forajidos, otros los exaltan como héroes. Alicia los admira, no puede evitar opinar sobre ellos, los defiende cuando tiene ocasión de hacerlo, no se muerde la lengua y no permite que nadie la calle. En medio de una discusión acalorada ha descubierto unos ojos que la contemplan, la perturban. Tras esa mirada, descubre algo más que un amigo, encuentra un compañero, un cómplice, un amor. Juntos imaginan un viaje a Cuba, conciben mil empresas para formar parte de la “Revolución”, para aportar su esfuerzo. Quieren formar parte de la chispa que inicie una llama tal que abrase el mundo… Mañana marchará.
Alicia ya tiene un trabajo. Está muy entusiasmada con su nueva vida. Nuevos amigos, nuevos retos, nuevas ilusiones. Descubre con asombro cuanto disfruta trabajando. Sus ideas se proyectan en sus acciones. Sus acciones se proyectan en sus amigos. Alicia, sin saberlo, posee una habilidad innata: hace que la gente que la rodea se sienta bien. Allí, en el trabajo, vislumbra un nuevo amor, forma una familia. Los años discurren felices.
Un día, Alicia tropieza con la reina de corazones. El juicio es rápido. El veredicto: culpable; la sentencia: que le corten la cabeza. Piensa en huir, pero nunca se ha rendido. En la lucha malogra un embarazo. Los amigos se convierten en compañeros, luego en conocidos. Las ilusiones pasan a ser frustraciones. Su familia se convierte en su refugio, su trabajo en un mal menor. Los años transcurren lentos… Mañana aprenderá.
Alicia tiene un cuerpo pequeño y lo sabe. Es así día a día. Acostada en su cama espera la visita de su nieta y de Isabel, su biznieta. A sus noventa y siete años contempla el mundo y sus habitantes absorta mientras interpreta todo cuanto le rodea. La gente sigue con el rostro serio, no como el de su madre cuando le cantaba canciones para que durmiera, o cuando le hacía cosquillas después de comer; ahora sabe el porqué. Habitualmente, suelen sonreír cuando se dirigen hacia ella, pero los ojos nunca cambian, se mantienen intratables, se conmueve por ellos. Llaman a la puerta. Alguien la abre y un torbellino de cinco años entra corriendo hasta el quicio de su habitación. Una cabecita se asoma por la puerta. En su cara, una sonrisa que se contagia hace juego con la inocencia de su mirada. Alicia le responde con la misma sonrisa y la misma mirada. Le hace gestos a Isabel para que se acerque a la cama. La abraza y la besa. Paula, su madre, también se aproxima. Le dice algo al oído, y antes de que pueda protestar, mete la mano bajo la almohada y saca una cajita de nácar. Isabel la abre y encuentra dos pendientes dorados con sendas perlas blancas. Alicia resplandece contemplando la escena. La pequeña sale del cuarto y se pierde de vista. Las horas pasan mientras habla con Paula. Una sonrisa se dibuja en el rostro de su nieta, pero los ojos no saben mentir y una lagrima la traiciona. Por fin la dejan sola, ya es tarde. Hace tiempo que el sueño no le viene hasta bien entrada la madrugada, así que aprovecha el tiempo para hablar con sus recuerdos. Lorena, su madre; Sandro, su primer amor; Carlos, el hijo que no llegó a nacer; y tantos otros nunca faltan a la cita. Charlan de todo un poco, de hijas que se convierten en abuelas, de viajes que nunca se completan, de amores ahogados por la distancia, de niños que pagan los errores de los padres. Experiencia y filosofía confundidas, vida y sabiduría fusionadas. La rueda del mundo sigue girando. Alicia se duerme. La nostalgia y el agotamiento la reclaman… Mañana marchará.