75- Escuchar tu voz. Por Sanivel
Acababa de entrar en casa. Apagué la luz, mecánicamente, como siempre. No la soportaba a esas horas. Dentro de mí seguía escuchando su voz desapasionada, sin matices: “Tú y yo tenemos que hablar”, fue lo primero que me dijo antes de que le diera un beso y me sentara a su lado, en aquella desangelada cafetería.
Podría haber sido el comienzo de un fin de semana, o una promesa, o una declaración de intenciones, que por lo mismo, no dejarían de ser lo que eran, intenciones.
“Me da igual la hora que sea −no puede vivir sin mí, pensé− , si es medianoche, madrugada o mediodía −continuó diciendo−, o si no me escuchas o si me oyen». La expresión de su rostro me desconcertó. El tono grave de su voz me hizo pensar que las cosas, quizá, no iban a pintar tan bien como yo había pensado.
«Ya no soporto seguir viviendo así, no puedo ni respirar. Un día, una semana, un mes y otro mes, parece como si toda la vida estuviésemos jugando a perder». Lo que ella llamaba perder yo lo llamaba rutina.
«Vivimos nuestras vidas sin sobresaltos aparentes; es como si siguiéramos un guión que no hemos escrito nosotros. Nos levantamos siempre a la misma hora. Hacemos las mismas cosas antes de ir al trabajo. Casi no tenemos tiempo de mirarnos por las mañanas ni de mirar a la gente que nos cruzamos. Hablamos siempre de lo mismo. Follamos por pura necesidad fisiológica, o porque se supone que es lo que tenemos que hacer cada fin de semana. Nos reímos de las mismas tonterías…, hemos perdido la capacidad de sorprendernos». Durante unos segundos hubo silencio, lo mejor de la tarde. Fue durante esos instantes cuando tuve la sensación de haber visto esta película mil veces y de haber escuchado este monólogo desde que tenía uso de razón. El caso es que su aparente desgana al hablar me decía que pasaba de mí y de darme cualquier otro tipo de explicación, o como si ella se hubiese dado cuenta de la inutilidad de guardar las formas.
«Me voy, mi vida −ya está, ya me lo ha dicho−. Ya no hay sueños que compartir; ya no hay esperanzas que realizar. Por no tener, no tenemos ni pesadillas que, felizmente, se desvanezcan con el despertar. No hay mal rollo, mi amor. Tampoco quiero que entre tú y yo haya resentimientos. La culpa de nuestra situación no es ni tuya ni mía. Es este ritmo lento y anodino de la vida, o si lo prefieres, esta marcha que, por frenética, es aburrida y monótona. Estas formas tan correctamente dibujadas o desdibujadas, no lo sé. Esta armonía tan apagada. Esta manera de no sentir nada…, este silencio a voces». Se detuvo unos instantes; suspiró casi imperceptiblemente; apuró su descafeinado con sacarina. «Es este espacio sin recovecos, sin misterios, sin enigmas, sin vacío, sin temores..» Me miró sin ninguna intención; se levantó y se fue.
Quise sentir algo, lo que fuese. No fui capaz. Ella tenía razón. También yo había pensado alguna vez lo mismo. También yo había llegado a creer que la vida consistía en esto, que sólo era necesario saber esperar y dejarse arrastrar finalmente por la inercia que ella imprime. Había llegado a aceptar que me daba igual que los días se pareciesen unos a otros; que se repitiesen sin cambios aparentes; que las huellas que creía descubrir no me desvelasen ningún secreto. Sólo me quedaban los matices, los perfiles, el horizonte, los rostros. Había llegado a un punto a partir del cual ya no había retorno; ya no había nada que decir, ni tan siquiera había razones para pronunciar un escueto «lo siento», o un preciso «no».
Vi como se marchaba…, y no sentí nada.
Conociéndola como la conocía, seguro que no la volvería a ver. Seguro que se olvidaría de mí. Seguro que me olvidaría de ella. Es tan fácil olvidar a cambio de una intención. En el fondo, todo esto me daba igual. De sobra sabía que, también ella, tarde o temprano, se daría cuenta de que habíamos perdido nuestra relación con el mundo; de que ya no éramos capaces de guardar ningún secreto para nosotros mismos, por no tener no teníamos de nuestra parte ni la sinceridad, o si lo prefieres, su falta.
Me tumbé en el suelo de mi habitación, encima de la alfombra que ella me regaló algún día. Encendí un cigarro. Me sentía tranquilo, como cuando estamos a punto de coger el sueño. Noté cómo todos mis músculos se iban relajando; cómo el cigarro se me caía de entre los dedos; cómo los acontecimientos de esa tarde se sucedían, otra vez, de forma ordenada; y cómo mis pensamientos se detenía y se difuminaban, como el humo que se dispersa, hasta que, sin ninguna dificultad, dejaron de existir.
Palabras, sentimientos, intenciones, imágenes …, empezaron de nuevo a sucederse, pero en esta ocasión sin ningún orden, al margen de los acontecimientos y de mi voluntad. Los veía fuera de mí, como si me fuesen ajenos; cómo se alejaban y se perdían. Repentinamente volví a escuchar su melodía: «Tú y yo», «una y otra vez», «tú y yo», «seguir así», «jugando a perder», «tenemos que hablar», «jugando a perder», «no soporto seguir así», » un día», «un día», «un día», «un día, una semana, un mes», «tú y yo», «no soporto seguir así», «no puedo ni respirar», «un día», «tú y yo», «jugando», «hablar», «tú y yo», «un día», «no puedo ni respirar». «Ni respirar». «Ni respirar». «Ni respirar…»