A Eusebio Salcedo le tocó Africa, y tomar parte en la batalla de los «Castillejos”. Al romperse los primeros fuegos en la sangrienta riña él iba a la vanguardia de la tropa y era el que enarbolaba la bandera.
-¡Salta a la grupa conmigo…! ¡Y levanta bien alto esa divisa! -le gritó Prim, que había hecho caracolear y dar media vuelta al caballo-.
Cuando todo concluyó, el general Prim llamó a un soldado que pasaba cerca:
-¿Dónde está el abanderado que cabalgó conmigo en la batalla?
-Está en el hospital de campaña, mi general.
Algo después Prim hizo seña al capitán médico para que le siguiese.
-Capitán, ¿ha visto usted la herida de ese muchacho?
-Sí, mi general. Un fémur. Hay que amputar sin pérdida de tiempo.
¿Amputar?
-Le seré franco, mi general, tiene sólo dos probabilidades a su favor.
-¿Le preguntamos, y que él decida si cortársela o no?
Cuando entraron, Prim, sin andarse con rodeos, le espetó:
-Si piensas seguir en la milicia, te asciendo a cabo por méritos de guerra.
-Muchas…muchas gracias, mi general, pero me faltan dos meses para la licencia.
-¿Y qué te gustaría ser cuando estés en tu pueblo?
-Pues, mi general, gustarme…la verdad, me gustaría, ser… cartero.
-Te prometo que por mi parte no quedará.
Un reloj despertador y una leve cojera se trajo de Africa Eusebio. El reloj lo colocaba cada noche sobre la cómoda porque era más que nada un recuerdo de la tierra de morería. Y por pura rutina también, por manía, porque le parecía que no conciliaba el sueño como es debido si no lo veía cada noche en el sitio que tenía asignado y escuchaba sus pasos, su «andar» interminable y monótono, pero que a él se le antojaba poco menos que música celestial. Encendía la lumbre en cuanto se levantaba, se llenaba un tazón de café, que iba apurando a sorbos lentos con los ojos medio cerrados. Después cogía una vara que solía poner en la percha, y encajaba entre el pulgar y el índice la correa de la cartera de cuero que pendía del respaldo de una silla. Aquella mañana hizo el cartero lo de siempre, y cuando dio en traspasar el umbral, poco faltó para que tropezara con su vecino Josué Galán, que venía a verle.
-Carambola, Eusebio… ¡vaya un beso que nos hemos podido dar sin querer!
-La culpa la tienes tú por tus prisas -le contestó el cartero-.
-Acudía presto temiendo no pescarte ya en casa.
El perro que iba con Josué empezó a olisquear los pantalones del cartero.
-¡Chucho! -exclamó- y lo apartó de un golpe con el pie.
Eusebio profesaba tenaz aversión a los perros, y no le faltaban razones. Todavía tenía las señales que le dejó uno en una pierna.
-¿Es que se te ha olvidado echar al buzón algo
-No es eso. ¿Tú desde la carretera divisas cuando vas y vienes mi sandial?
El perro seguía terco en olisquear. Eusebio levantó la vara, y el animal saltó como un rayo.
-¡Que no hace nada, hombre!
-Cuando no hacen nada es cuando están a cien metros de distancia, o tienen el bozal puesto.
-Bueno, ves el sandial cuando vas al cruce, ¿es así?
-Se ve muy bien. ¿Adónde quieres ir a parar?
-Tengo cepos allí. Las liebres me están haciendo un daño grande. Cuando vengas, acércate por si cayó alguna. He traído las alforjas para que metas un par de sandías.
-De acuerdo, y déjate de alforjas.
-Pero hombre, ¿tanto trabajo te cuesta?
-Trae acá si te empeñas.
Hizo el cartero la entrega y recogida de la correspondencia, y al regreso abandonó la carretera. A unos metros de la cabecera de la «suerte» plantada de sandias, se entretuvo mirando las guirnaldas que formaban las plantas. Siguió andando, se agachó y separó una sandía de la madre. Echó mano a la navaja, la clavó en la esfera aguanosa, y en sus manos aparecieron dos lunas gemelas, rojas como sangre, orladas con una diadema blanca, y con las pipas negras incrustadas en los cráteres como imaginarios meteoritos. De pronto se percató del milano que volaba rayando círculos en lo alto. «¡Use!…¿qué andarás buscando?” Se levantó, y estuvo vigilando la linde. “Aquello…el caso es que para liebre parece demasiado bulto. Pero, ¿y si Josué tiene los cepos por ese lado”. De pronto…
-Vaya, hombre, ¿qué te ha traído por aquí, desgraciado?
El perro estaba sobre el costado de una mata, y había levantado la cabeza cuando le oyó..
-Pero infeliz… ¡vaya dentellada!… Bueno, y ahora qué. ¿Por donde empiezo yo contigo?
El cartero se había ido acercando despacio, y tenía el can a sus pies.
-Ya sé que a ti no se te puede culpar, pero guardo muy malos recuerdos de los de tu casta. Y si eres de esos con malas pulgas, y cuanto trate de tocarte la mano para ver el daño que te ha hecho el cepo… ¡¡guau!! Me largas un mordisco y me haces otra señal como la que me dejaron en tiempos sobre la pierna.
El perro, gimoteando, le miraba con los ojos húmedos. Luego pegó el hocico al suelo.
-Debes tener hasta calentura con ese destrozo. Si te pego una pedrada en la cabeza, todo pasa rápido. Me pongo detrás para que no me veas, y…¡¡zas!! Ni te enteras. Así tú dejas de penar, y yo no me expongo a tener otra como la del mordisco, que fue… ¡no sabes lo desagradable que fue!
El perro ladeó la cabeza y empezó a lamer la llaga que hasta los huesos le habían hecho los hierros. Después miró al cartero. En los ojos tenía el animal como una niebla de lágrimas.
-¡Maldita sea!… también debían poder llorar los perros. Así no me costaría tanta desazón matarlo.
Eusebio, a espaldas del perro, tenía ya levantada la piedra con las dos manos, y el animal, inesperadamente, volvió la cabeza y se le quedó mirando. Movió luego las orejas, y de nuevo adoptó la postura de antes, con la quijada rasera al suelo, larga, estirada….Con la piedra en alto el cartero dudaba. Una piedra redonda como una hogaza. Con ella sobre la cabeza sufría la batalla de si estrellarla o no entre las orejas. Era un sí y un no, una duda dolorosa, el daño, el ¡filo de una hoja barbera en la garganta!
-¡Meca…yo no puedo hacer esto!-exclamó, y dejó caer todo el peso de la piedra a sus espaldas-.
Hincó de rodillas junto al perro y fue alargando la mano hasta tocarle la cabeza. El can sacó la lengua y le rozó la muñeca, echó las orejas atrás, y se le encendían brillos fugaces en los ojos.
-¿Cómo te llamas? Bueno, perdona; reconozco que soy un bruto. Pretender que me lo digas ¡Cualquiera sabe, eh mozo! Pero si te has de venir conmigo tendré que ponerte un nombre. En fin, primero ver de sacarte la mano de esa mandíbula de tiburón. Aunque temo quedes como el soldado, sálvese la comparanza, que leí en una enciclopedia, al que llamaban el «manco de Lepanto». Hombre, ahora que miento Lepanto, no sé cómo te llamas , pero en adelante ese será tu nombre.
Apoyó el pie de la pierna sana sobre el nervio que ballestea los arcos del cepo, y fue abriendo hasta que el animal quedó libre. Gimiendo, cayó de costado con la pata delantera mordida temblando en el aire.
-¡Por san Froilán bendito, si te ha quedado eso como el badajo de un cencerro!
Se acercó a un espantapájaros en medio del sandial, y de las cañas que lo formaban cortó tres regletas. Del faldón de la camisa rasgó dos tiras.
-Lepanto, dijo mirando al perro, cuando mi mujer se dé cuenta del remiendo que precisa la camisa…bueno, mejor es no pensar y ver qué puedo hacer contigo.
El animal, de escasa talla, mal que bien lo pudo meter en uno de los bolsillos de la alforja. En el otro una sandía como contrapeso. Ya calle arriba acercándose a la plaza, se cruzó con una mujer que salía de la botica.
-¿Qué pasa? -le preguntó cuando la vio llorosa. ¿Es que no está mejor el crío?
-Nada de mejor, al contrario, cada día peor. El médico ya no sabe qué hacer con él. Dice que no tiene nada patilógico, sólo esa tristeza y esa desgana. ¡Ay, como Dios no haga un milagro…!
-Oiga, Carlota, ¿sabe lo que estoy pensando? ¿Sabe lo que se me ha ocurrido ahora de pronto?
-¿Cómo? pensando… ocurrido… Ay, perdone, pero como estoy tan trastornada no sé qué me quiere decir, la verdad.
-Pues que yo traigo otro enfermo, un herido, que viene a ser lo mismo. Y también necesita reposo.
-¿Un herido? ¿Otro enfermo? ¡Ay, por la Virgen de los Dolores, Eusebio, no tengo yo el ánimo para bromas!
-Es que no se trata de ninguna broma, mujer. Quizá sea ese el milagro que tú pides.
Echó las alforjas fuera del hombro y mostró a la mujer el perro.
-¿Por qué no ser éste el milagro, Carlota? A lo mejor se curan ambos sólo con estar juntos.
Días después se encontraron otra vez la mujer y el cartero.
-Eusebio, por la Virgen Santísima. Pídame la vida, y se la doy…¡pero déjele el perro! Le ha devuelto la alegría y las ganas de vivir. Si le viera, ¡está como resucitado! Pida, pida…
-A mí no necesita darme nada, mujer. De las gracias a Dios, que debió mandar un ángel, aunque yo no le viera, y sujetó la piedra en el momento crítico. El perro es de su hijo, dígaselo.
Cuando la mujer iba medio loca de contenta, casi corriendo, le gritó el cartero:
-¡Carlota, dígale también que se llama Lepanto!