Salieron todos corriendo; tenían los ojos enrojecidos y llorosos, y los huesos doloridos por los abundantes pelotazos que habían recibido. En aquella ocasión la carga policial iba en serio; querían desalojarlos de inmediato, y para ello ya estaban allí preparadas las implacables excavadoras dispuestas a dejar todo el edificio en ruinas. Los ocupas se fueron reagrupando en un parque cercano para hablar de su situación y planificar su próximo alojamiento. “El grillo” como todos lo apodaban por su delgadez, corta estatura, tez morena, y sobre todo por esos ronquidos que emitía agudos y entrecortados, estaba bastante magullado. Sangraba por la nariz y se quejaba de un pie que se había torcido al salir en estampida. Todos sentados alrededor de un banco escucharon sus palabras: “Ya son nueve años -les dijo- de correr y esconderme, de no tener paz ni sosiego y a mi edad todo esto pesa demasiado en mis ya avejentados huesos. Os estaré agradecido lo que me resta de existencia por todo lo que habéis hecho por mí, pero he decidido cambiar de vida. Quiero retirarme a un lugar seguro, donde no me persigan los sobresaltos, donde disfrute de la calma que tanto necesito”.
Los muchachos lo miraban silenciosos. Para aquellos jóvenes de pelos largos, de ideas extravagantes y comportamiento discutible, la historia de aquél viejo era insólita. Ellos conocían por su boca las penurias que había soportado y las injusticias de que había sido objeto.
Con sus casi setenta años, “el grillo” se hallaba en la vida igual que ellos: Con lo puesto. Nada poseía y sin embargo, trabajó muy duro, simultaneó varios trabajos para sacar adelante a su familia. Su mujer Angelita, padecía continuas enfermedades: Cistitis, vértigos, jaquecas… más imaginarias que reales el caso es que le impedían llevar una vida normal, ya que cuando su marido llegaba a casa, invariablemente la encontraba encamada y lamentándose de sus terribles dolores. El hombre se compadecía de sus dolencias y cuando salía de la oficina, hacia todo el trabajo de la casa; se ocupaba de llevar y recoger a su hijo del colegio, y del conservatorio, hacía la compra, preparaba la comida, y por las tardes trabajaba como jardinero en varios chales. Todo lo hacía con agrado pues amaba a su mujer y quería con locura a su hijo.
Pasaban los años sin sobresaltos; Angelita de vez en cuando abandonaba el lecho de dolor para ir de compras ó a la peluquería. En ocasiones llegaba cargada con bolsitas de distintas clases de yerbas, colocaba estampas de santos por todas las habitaciones y les ponía una vela encendida. Al bendito de su marido aquello no le gustaba pues pensaba, con cierta sabiduría, que podría prenderse fuego en la casa, pero ella hacía caso omiso de sus advertencias.
El dinero venía muy justo, pero Angelita dijo que había que comprarle al niño un nuevo violín que tuviera más calidad. Sería el regalo por su diecisiete cumpleaños. El padre nunca entendió el empecinamiento de su mujer para que el niño estudiara música; él jamás había oído salir notas armoniosas del instrumento, al contrario, chirriaba igual que unos pernios sin engrasar. Angelita cuando era más joven y su salud estaba menos “deteriorada”, asistió a una representación de La flauta mágica de Mozart. Con una exaltación propia de neurótica, aquél día decidió que si tenía un hijo, sería músico.
La pobre “mártir” cayó de nuevo en cama y mandó llamar a una amiga curandera. Llegó a la casa una oronda mujer cargada con dos enormes bolsas de viaje. Se instaló allí durante quince días, colocó más velas por todas las habitaciones y administró el tratamiento a la enferma “in situ”. La mujer comía como una leona y al “grillo” le tocaba reponer los suministros que se acababan con tal celeridad que el hombre pensaba que con su sueldo no podría alimentar a aquella fiera. Pero lo peor vino cuando tuvo que abonarle los honorarios… El “grillo” les reconocía a los muchachos que, no le puso buena cara a la mujer y quizás incluso se le escapara alguna que otra sonora injuria. A partir de ese momento Angelita exigió a su marido que la dejara dormir sola, ya que su enfermedad no le permitía el contacto con un hombre.
El “grillo” clamaba al cielo por sus pesares. Pedía una explicación a su mala estrella.
La economía familiar estaba asfixiada. El piso aún tenía hipoteca y Angelita al cabo de unas semanas volvió a llamar a casa a la curandera. El hombre no tuvo más remedio que buscarse otro trabajo. Sólo tenía libres las noches de manera que, se colocó de portero en una discoteca. Este otro sueldo les volvió a insuflar aire durante un tiempo. Habían pasado varios meses cuando una sofocante noche de verano, estando en la puerta de la discoteca, se le acercó una jovencita ahíta de alcohol, y le abrazó de tal manera que el “grillo” no podía desembarazarse de ella. Alguien colocado allí para tal efecto tomó una foto, que después pasó a una mujer oronda y ésta a Angelita.
La demanda de separación no se hizo esperar. La madre y el hijo se confabularon contra él. Su territorio empezaba y terminaba en la cocina, el resto del piso le estaba vedado. Comía solo y dormía entre cuatro sillas. Su ropa la guardaba en una caja de plástico colocada en un rincón de la cocina. Para ducharse y demás menesteres, la portera, compungida por la mala fortuna del hombre, le ofrecía su baño. Fueron más de dos años de un doloroso silencio roto únicamente por el abogado y la abogada. El hombre entregaba todo lo que ganaba a su familia, pero ya, comenzaba a apartar un pellizco para su elixir. El consuelo que se administraba en forma de alcohol le hacía sentir que todo era un sueño y que al despertar los días brillarían más, que todo sería como antes y su familia volvería a desear su compañía.
Llegó el día del juicio. Delante de la jueza, Angelita declaró cosas inverosímiles:
“Ha sido un maltratador psicológico. Por las noches me engañaba con jovencitas cuando el muy embustero decía que se iba a trabajar”.
La abogada abundaba: “Nunca se ocupó de su hijo, no le dedicaba ni el mínimo tiempo necesario, tampoco se interesaba por sus estudios. Ha sido un pésimo padre”.
La sentencia para un hombre tan “malvado” fue: dejar el hogar familiar en tres días y pasarles una pensión tanto a la pobre madre, víctima y enferma, como al hijo, (que con veinte años todavía estudiaba bachillerato).
En los años sucesivos la dependencia del alcohol fue aumentando. Como el oleaje en una tormenta llegó el punto culminante; lo despidieron del último trabajo que le quedaba, era incapaz de mantenerse sobrio durante unas horas. Comenzó a dormir en la calle, comía lo que le daban y bebía los restos de las copas en los bares. Su menudo cuerpo se había quedado consumido; era un esqueleto tambaleante.
Una cruda noche de invierno, con chupones de hielo en los tejados, refugiado entre cuatro cartones, lo encontraron unos muchachos melenudos; sobrecogidos por su aspecto, lo cogieron de los brazos y como un pelele, se lo llevaron al edificio abandonado donde ellos dormían. Los jóvenes lo volvieron a la vida. Apartaron de sus ojos la bebida y le hicieron salir con ellos a ganarse unas pesetas. Repartían propaganda, limpiaban cristales… Pequeños trabajos eventuales pero que les servían para alimentarse decentemente.
Un joven preguntó al “grillo”: – ¿Donde piensas marcharte?
– He oído decir que en un pueblecito de Burgos hay un monasterio de frailes que buscan jardinero y, a pesar de que hace muchos años que no ejerzo la profesión, creo recordarla muy bien… si la memoria no me engaña en esos años llegué a tratarme con la felicidad.