El viaje a Cangas de Foz era largo y pesado; en aquella época apenas había autopistas y los viajes se hacían por las interminables carreteras nacionales con un solo carril en cada sentido, llenas de lentísimos camiones, de curvas, de baches y atravesando yo creo que todos los pueblos que tenían un cincuenta por ciento más de semáforos que la media nacional.
Un buen día, normalmente a mediados del verano, mi madre me levantaba bastante temprano anunciándome que nos íbamos de vacaciones, es decir, que nos íbamos a Galicia. Mi padre hacía la maleta refunfuñando “nos va llover, seguro que nos va a llover, es que tu pueblo siempre llueve, y si no nos llueve, estará nublado, no vamos a ir ni un solo día a la playa… es que no se porque no vamos a Alicante como todo el mundo.”
Mi padre tenía por aquel entonces un R-18 sin radio, ni por supuesto aire condicionado, ni cinturones de seguridad en los asientos de atrás, ni airbag, ni ABS, ni dirección asistida… Yo me acomodaba en el asiento trasero que era todo para mí; llevaba siempre un cojín que me había hecho mi tía, al que había puesto unos botones a modo de nariz y ojos y tejido mi nombre de manera que formara una gran sonrisa. Solía tumbarme poniendo el cojín como almohada, y dejaba que el traqueteo del coche me durmiera; cuando fui más mayor, cambié el cojín por un walkman y millones de cintas de casette.
La primera parte del viaje consistía en atravesar toda Castilla, con todos sus pueblos, con sus respectivos semáforos; mi padre le tenía especial inquina a Medina del Campo, porque decía que había un guardia de trafico que daba preferencia a los del pueblo frente a los que iban por la nacional y el atasco era infinito, es la fecha que cuando va por la autopista y a lo lejos se ve Medina del Campo, se empieza a reír como un loco, y dice “mira como voy ahora, mira como voy”. Al cabo de dos horas de viaje a mi padre había que darle conversación porque las interminables rectas de Castilla le producen un sueño terrible al volante.
A mi me encanta esa parte del camino, me fascina el amarillo infinito de la meseta, ver los campos de labranza a ambos lados de la carretera, dejar que la vista vuele sin ningún obstáculo hasta el horizonte…
Por fin pasamos Medina del Campo y continuamos viaje, una provincia tras otra, un pueblo tras otro, un castillo, un sin fin de castillos y una iglesia románica, y otra, y otra, hasta que todos los lugares parecen el mismo. Y vuelta al atasco, estamos ya en Tordesillas, me encanta, mis padres lo odian porque el coche se cala en las cuestas, pero yo con la imaginación me traslado a la edad media y deseo profundamente poder viajar en el tiempo.
Dejamos atrás Zamora. En León hace menos calor, pero para entonces yo ya estoy tan mareada que me da todo igual; habré vomitado tres o cuatro veces y estoy deseando llegar a Astorga para poder bajarme del dichoso coche. Astorga es parada obligatoria, si mi padre no compra mantecados luego no hay quien le soporte el resto del camino, y yo aprovecho para estirar las piernas y tomar un poco el aire. Hemos entrado en el camino de Santiago, desde ahora hasta llegar a Lugo la presencia de peregrinos será algo habitual.
Y vuelta al coche… en el Bierzo el paisaje comienza a cambiar, se divisan los primeros árboles y los ocres dejan paso al verde rabioso de la España húmeda. Poco antes de subir el Puerto de Piedrafita paramos a comer en Valcarce, bueno y a comprar cerezas (cosas de tener un padre obeso), las venden en puestos ambulantes a la orilla de la carretera, que hoy naturalmente han desaparecido.
Después de comer, (mis padres claro, yo no tengo estómago para nada) nos disponemos a la ardua tarea del subir el puerto de montaña; hoy día atravesar el Puerto de Piedrafita es cuestión de unos minutos, la ingeniería ha ganado el pulso a la naturaleza, gigantescos viaductos que destrozan el increíble paisaje de uno de los lugares más bellos del planeta, permiten que la autopista siga más allá de los profundos valles que otrora convirtieran a Galicia en uno de los lugares más aislados de Europa. Pero los viaductos aún no existen, en su lugar hay una comarcal inundada de curvas que baja a los valles para luego volver a subir a las montañas; a mi padre se le cala mil veces el coche, es imposible ir a más de 20 km por hora, mi madre me empieza a contar que esa carretera es buenísima, que cuando ella era pequeña había más curvas y mucho más cerradas, solo había un carril para los dos sentidos y si te venía un coche de frente había que echarse a mitad del campo, que había muchos accidentes porque claro, en las zonas de desfiladeros mucha gente se había despeñado. La curiosa caravana que tratamos de llegar a alguna parte la solemos formar dos o tres coches, un carro con heno tirado por un burro (que además va el primero y no suele tener nada de prisa) los peregrinos a Santiago que casi van más deprisa que nosotros y por supuesto un camión. Para cuando llegamos a Pereje todos estamos mareados, y mi padre jura y perjura que el año que viene nos vamos de vacaciones a Alicante como todo el mundo.
Por fin entramos en Galicia por la provincia de Lugo; empieza a llover, siempre, mi padre le dice a mi madre que si en su puñetera tierra no la pueden recibir de otra manera, y que en Alicante no llueve. Mi madre que pisar Galicia y olvidársele el castellano es todo uno, le responde algo que no entiende, pero yo sí, y nos reímos juntas.
El paisaje no puede ser más distinto, los bosques sólo se abren para dejar paso a pastos de un verde esmeralda tan intenso que hace daño a la vista; las vacas serán a partir de ahora otra constante en nuestro camino, mi madre las señala y me empieza a enseñar a distinguir una vaca marela de una limusin, cuando llegue al pueblo mi abuela se encargará de enseñarme a distinguir un brote de patata, del de un grelo, de un nabo, a ordeñar… todas esas cosas que ella considera fundamentales y que los niños de ciudad no sabemos, porque en la ciudad no sabemos nada.
Las murallas de Lugo nos hacen abandonar la carretera nacional y entrar en la comarcal. A partir de ese momento habrá más carros que coches y más vacas (en el campo, y en la carretera). En Villalba mi padre para de nuevo para comprar queso de San Simón, lo hará a la ida y la vuelta; la catedral del valle de Mondoñedo anuncia que nos acercamos a Cangas, y yo estoy cada vez más nerviosa porque se abre ante mi todo un verano con mis primos corriendo libre por el campo, dando un biberón hecho con un botellín de cerveza a los terneros recién nacidos, bajando a la playa, oliendo las algas que se secan al sol, subiendo por las rocas coger vígaros, zampeñas, pulpiños de roca… a ser completamente libre, con una libertad que nunca volveré a experimentar, ni tampoco mis hijos, porque hoy día los coches impiden correr a los niños, porque tras la llegada de los turistas está prohibido mariscar, porque ya casi no hay huertas, ni establos… pero si chalets de veraneantes que ni siquiera respetan la estética de la arquitectura popular.
Cuando la antigua carretera se aproximaba a Foz, había un punto concreto, una casa gris con una gran hortensia azul en el lateral, en el que por primera vez se divisaba el mar, un mar azul e intenso que ya no nos abandonaría el resto del camino ni de las vacaciones, poco antes de llegar a ese punto mi padre comenzaba a carraspear y cuando la primera brizna de azul llegaba hasta su vista, gritaba a pleno pulmón
EL MAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAAARRRRRRRRRRRRRR
Y sabíamos que el verano siguiente volveríamos a Galicia