La recia granizada cesó ya avanzada la noche. No sirvió para que Héctor pudiera lograr cerrar sus insomnes ojos. Los continuos golpes de la pedrisca en la madera de la casa lo desvelaron, sin permitirle conciliar de nuevo el sueño. Mientras el reloj de su mesilla anunciaba las cinco de la madrugada, decidió prepararse una taza de café y ponerse a leer aquella novela policíaca que había dejado apartada en su escritorio. Se acomodó en el sofá de la habitación y continuó leyendo durante las primeras horas de la mañana, ensimismado en la fascinante trama.
Cuando el sueño comenzaba ya a invadir su lectura escuchó el timbre del teléfono. Descolgó el auricular y escuchó al otro lado la voz de Damián, el vecino que vivía unas casas más adelante y con el que solía compartir –desde que éste se trasladara a vivir allí hacía unos meses– alguna excursión por el monte o ir a pescar al río. Damián le recordó que esa mañana iba a ir a la parte baja del río, ya que había escuchado que allí habían grandes ejemplares de trucha, y le propuso si le apetecía acompañarle. Héctor se excusó, y le dijo a su amigo que no había pegado ojo en toda la noche, y que necesitaba un poco de descanso. Damián le dijo que no se preocupara, que ya le avisaría para otra ocasión. Héctor agradeció la oferta y, a continuación, colgó el auricular, dispuesto a retomar su lectura y lograr alcanzar el sueño…
No obstante, pocos minutos después, cuando su reloj de mesilla marcaba las ocho y media, un inusual sonido apartó su atención de la lectura. Hacía tanto tiempo que no recibía una carta que se sorprendió al escuchar el timbre característico de los carteros de aquella urbanización. Inmediatamente, se incorporó del sofá y se dirigió presto a la ventana; subió la persiana y descorrió los visillos: vio entonces cómo una mujer con gorra roja bajaba de su bicicleta, abría su macuto y depositaba lo que parecía una carta en el buzón situado junto a la entrada del jardín. Acto seguido, subía de nuevo a su bicicleta y, haciendo sonar de nuevo el timbre, reemprendía la marcha.
Salió de la habitación y bajó a toda prisa las escaleras hasta la planta baja. Abrió la puerta y se dirigió por el empedrado sendero que dividía el jardín hasta el buzón situado a la entrada. Asió con impaciencia la maneta del buzón y logró abrir la portezuela. Recogió la carta depositada en el interior y descubrió bajo ésta una cartilla plegada. Tomó ambos correos y se dirigió al interior de la casa.
Optó por desdoblar la cartilla y leer en primer lugar aquella nota impresa: “Hola, querido. Soy yo, la cartera… Como puedes comprobar, estoy de vuelta, y tengo muchísimas ganas de estar de nuevo contigo… Pero, por el momento, creo que será mejor que no nos veamos; quiero estar segura de que nadie me persigue y no quiero involucrarte en los asuntos en los que ando metida; te pido, por eso, que me dejes cada día un mensaje en el buzón y yo no tardaré en leerlo; al día siguiente te dejaré mi respuesta. No te preocupes, no falta mucho para que podamos volver a abrazarnos… Por cierto, siento lo de la carta: debió llegar tiempo antes a su destino…”
Decidió a continuación abrir el sobre de la carta –en cuyo remite descubrió su nombre, aquel nombre que repetía cada noche en alto– y leer su contenido. No podía creer que después de tanto tiempo pudiera volver a recibir noticias de ella… Tras leer su contenido, esbozó una sonrisa que jamás hubiera imaginado volver a recuperar. Ella, su jamás olvidada Valeria, seguía viva… Y ella misma, enfundada ahora en un mono y gorra rojos, le enviaba personalmente las cartas que en su momento no pudieron llegar a su destino… Evidentemente, los problemas internos y las restricciones del país de procedencia, eran la causa de que recibiera con unos cuantos meses de retraso aquella carta.
No dudó, en consecuencia, seguir fielmente las instrucciones de su amada; si no lo hacía, podría quizá complicar las cosas a Valeria, y tal vez alguien pudiera lograr descubrir su paradero. Se acostumbró, por tanto, cada mañana durante aquellos días, a repetir el mismo rito: se levantaba hacia las ocho de la mañana y depositaba sus mensajes en el buzón. Hacia las ocho y media, escuchaba de nuevo el timbre de la bicicleta; luego, la observaba desde la ventana mientras bajaba de la bicicleta, abría el buzón y recogía su mensaje; a continuación, depositaba la cuartilla en el buzón y colocaba encima una nueva carta. A través de las notas, ambos intercambiaban sus mensajes de amor, además de sus ansias por verse pronto… A su vez, Héctor leía aquellas cartas atrasadas con irremediable rencor… “¡Maldita la hora en que Valeria se enrolara en aquella inútil lucha armada por liberar un país tiranizado y corrupto! ¡Maldita la hora en que todo aquello les alejara de su destino!”, se decía con impotencia…
Pasaron así unas semanas, durante las cuales Héctor recobró una olvidada sensación de esperanza y felicidad. Creía ver próximo el reencuentro con Valeria. No obstante, aquel miércoles, algo parecía hacer torcer de nuevo el rumbo. Estuvo aguardando desde la ventana a escuchar una mañana más el sonido de aquel característico timbre. Pero, pasadas las siete y media, aquel timbre no se oyó. Ni tan sólo a las ocho, ni a las nueve, ni incluso a las doce… Aquel día Héctor tuvo que lamentar la ausencia de Valeria… No le quedó otro remedio que esperar…
Casi una semana después sus esperanzas de volver a ver a Valeria se desmoronaban progresivamente… Añoraba aquel timbre… Barajó las diferentes posibilidades, pensó que quizá la hubieran descubierto, se resistía a pensar lo peor… No obstante, no permitiría resignarse. Debía hacer algo, así que aquel día decidió salir de casa, coger su bicicleta y buscar por los alrededores de la urbanización… No sabía qué pensar… Sea como fuere, debía ir en busca de su amada.
Tras dar varias vueltas por la urbanización, no logró hallar rastro alguno de Valeria… Fue de regreso a su casa cuando reencontró con alivio a su querida cartera… Le sorprendió descubrirla junto a la puerta de aquel jardín que identificó en el acto. Valeria permanecía en la entrada de la casa de su vecino Damián, y parecía que mantenían una íntima conversación. Decidió dirigirse a la acera opuesta, bajar de la bici y ocultarse tras unos árboles. Desde allí, sin dar crédito a lo que ocurría, observó perplejo –casi sin poder contener su cólera– cómo Valeria y Damián se unían en un intenso abrazo y se besaban con una pasión que le hizo reconcomerse por dentro…
Esperó, con cierta contención, a que aquellos dos mal nacidos se despidieran. Valeria subió a su bici y emprendió el camino hacia la salida de la urbanización. Cuando Damián hubo entrado en su casa, Héctor salió de su escondite y regresó con un furioso pedaleo a casa.
Al día siguiente, pensó que era el momento de dejar las cosas claras. Tomó una firme determinación, así que a media mañana decidió dirigirse hasta casa de Damián y hablar del asunto de hombre a hombre. Llegó al número ocho, donde se situaba la vivienda de su vecino, y se dirigió a la entrada del jardín. Su perplejidad e impotencia fueron en aumento al comprobar que un cartel que decía “Se vende” aparecía colgado de la verja de la puerta; observó también que todas las persianas estaban echadas y las puertas cerradas. No pudo más que regresar angustiado a su casa. Se le ocurrió echar un vistazo al buzón, con un gesto casi inerte… Al abrir la portezuela halló un sobre proveniente de la embajada de un país que le era familiar. Abrió apuradamente el sobre y en su interior encontró un certificado oficial –fechado seis meses atrás– que le informaba sobre la muerte de Valeria Fonsetti, tras intentar huir de las autoridades militares al ser descubierta en una redada a un escondite terrorista. Mientras regresaba a casa por el sendero de piedras, con un movimiento casi involuntario, echó la vista hacia la parte superior de la puerta: sobre el dintel adivinó, ya casi indiferente, aquella maldita cifra: un ocho viudo de su cifra decimal. Con toda probabilidad, el dos debía permanecer reposando sobre la repisa superior de la puerta desde aquel mismo día en que fuera apedreado por aquella cruel y desalentadora granizada…