Icono del sitio V Certamen de Narrativa

98- Cine al aire libre. Por El farol del yerta

En «La quimera del oro» Carlitos
 es más héroe que nunca,
porque no sucumbe a la fuerza de la naturaleza.

(Comentario periodístico sobre el film).
 

Hacía mucho que no llovía ¿años? Las nubes de polvo se levantaban tras el viento seco  como filo del infierno. El sol no atenuaba ni siquiera en el ocaso el calor del día. Por las noches las estrellas brillaban atentas, refrescando las piedras con la brisa helada del desierto nocturno que se permite esas pocas horas de duro contraste.

La tierra árida, bajo el cielo impiadoso del mediodía reflejaba los lagos espejados que se esfumaban a medida que apresurábamos el paso. Las lagartijas   permanecen como únicos testigos visibles del monótono paso del tiempo en Atacama. 

La cordillera de la costa frenaba los vientos del mar en la ladera oeste y Los Andes eran la aduana que retenía todo contrabando de brisa fresca del centro del continente, dentro de ese presidio de paraíso donde la naturaleza  atrapó a sus habitantes.

Encerrado en la rutina del cansino transcurrir se desgastaba  el descanso dominguero de Atanor Quipilque, mientras tomaba un pisquito con hielo al levantarse de la siesta para apurar el final de la tarde. Él era el único en el bar solitario del pueblo por donde entraba el desierto para dejar las huellas sensibles de  su presencia en la vajilla barata que dormía sobre el estaño polvoriento.

El pulpero se había metido en el refugio de su habitación dejando que las ráfagas del ventilador rebotaran en su camiseta blanca amarronada y aplacaran el sudor del atardecer. Con un ojo entreabierto y el otro cerrado,  con los oídos atentos al salón, dejaba que el resto del voluminoso cuerpo continuara con la larga siesta.

Las salitreras despedían su polvo blanco que flotaba cortando los labios de los pampinos como la pobreza corta la justicia en dos. Con el ventoso capricho que detectaba la veleta, una casa de adobe perdida entre adobes sin saber que hay otros mundos más allá de las piedras dormía en la mezcla letal del calor y el alcohol con la historia de la humanidad. Piel y tierra resquebrajada por el calendario mientras el porvenir talla esculpiendo hondo los sueños escondidos de rebelión.

El chiflido de una bisagra sin grasa cortaba el silencio en el abrir y cerrar de las celosías, único rondín que recorría las calles quebradas  por los vientos.

Don Atanor miró el recuadro blanco: letras negras y un dibujo  de galera y de bastón con bigotes recortados en un cuadrado sobre el labio superior de una boca cerrada anunciaban el único cartel de diversión semanal.

Sabía que la plaza  se iba a llenar ese mismo anochecer aprovechando la gratuidad de la función organizada por la comisión del museo regional. Seguramente recibiría los saludos de muchos viejos conocidos que sobre sillas de maderas,  desplegadas como butacas mirarían a la pantalla ubicada  de espalda a la iglesia.

A su paso, los compadres se levantarían preguntando por su suerte, por interés o por compromiso, sabiendo que sus hombros se iban a encoger  igual que siempre, y después una sonrisa y una palmada, que le permitieran continuar a su lugar.

Estaría el jefe de carabineros, su lugarteniente vigilando el orden, la maestra,  su auxiliar repasando los ausentes del año lectivo. El almacenero, su despachante,  tratando de cobrar las cuentas mensuales de la magra comida que los espectadores habían retirado el último mes.  Toda la peonada, con las mujeres y los niños en primera fila, iban a disfrutar de  un Carlitos que burla sin sonido a la autoridad policial,  esquiva  las letras  de la educación formal (que estáticas explican la acción en carteles negros) que no remedia la ignorancia y sobre todo escondiéndose del cobrador.

Se iban a ilusionar con él buscando el oro extraído del fondo de esta tierra. Tampoco lo encuentran los pobres, ni en Alaska ni en Atacama. La misma quimera  proyectaban los ilusionistas en la pantalla y en los corazones de los presentes.

Los solteros, allá en el fondo de la noche,  volverían a reír, entre sorbo y sorbo de aguardiente por el correr del cómico gambeteando su misma pobreza.  También ese sinsabor del amor perdido, que de reojo podían ver del brazo de quienes ocupaban su lugar, enternecía a las mujeres  y  apuraba el trago de chicha de los hombres.

Don Atanor comentó que Carlitos sufría la misma incomprensión suya, pero el cartel  en la pared no respondió su lamento. El sabía de estas cosas, por su vida, y porque durante todo el mes había visto el anuncio que alguien le contó decía inconfundible “Domingo Función:  Carlitos en la Quimera del oro”

Podía imaginar las escenas vistas cada noche dominical de ese mes de enero. Se sirvió el cuarto o quinto pisco aunque no tenía más hielo. Había perdido la cuenta con la distracción del afiche, pero sabía que la botella había bajado hasta la mitad.

La injusticia había querido que luego de la huelga grande de las salitreras debiera purgar años de cárcel y desocupación, en el  olvido de su desierto. Su familia se fue disgregando con la necesidad y sus amigos se fueron yendo. Unos emigraron, los otros no soportaron.

Por eso todos  miraban su edad con  compasión. Cuando debió exigir un nuevo conchabo a la libertad, nadie le reprochó nada. Juró que ya no hablaría más de sindicatos y política y obtuvo este nuevo trabajo en la mina. Sin testigos, el actor volvió a filmar luego que fue silenciado, salvando las distancias y con parecido destino. Por promesas  de silencio cumplidas y destrezas laborales adquiridas, hacía ya años que había retornado al trabajo por un puñado de vales de lunes a sábado y unos piscos los domingos. Ese día había bebido más de la cuenta, y también el  prolongado sueño del dueño del bar se lo había permitido.

A la hora del cine, el cielo gris disimulaba el verano en el invierno del Altiplano en la altura desértica de la pampa chilena. La corriente del Niño alojada en el Pacífico a la altura del Perú jugueteaba esos años con picardía apurando las fechas  de la muerte de la estación estival. El calor era más intenso pero más corto.

La bebida no le dejó ver que ese día las estrellas curiosamente habían fallado a la cita de uno de los cielos más límpidos de esta Tierra.  Tambaleando salió por la abertura desnuda, sin puerta y casi tropezó con la piedra que saludaba a los parroquianos, llevando la cuenta  como  solterona chismosa de sus borracheras. Dio un giro sobre el poste imaginario de la inconciencia etílica y supo que sólo sus pies lo conducían por el sendero resbaloso de la soledad.

Fue para el cine al aire libre, en búsqueda de platea preferencial, para  que esa noche él y  Carlitos se contaran sus penas. Al llegar y sin que se diera cuenta, cayeron las primeras gotas. Espaciadas, gruesas, fueron perforando el suelo y ahuyentando las pocas personas que quedaban.  Un solo relámpago sin truenos turbó la negra noche que cubría la plaza sin árboles y con mucha tierra. Las casas  permanecieron con las ventanas bajas y  las puertas cerradas. El chaparrón fuerte fue el preanuncio de algo no acostumbrado que acobardó a todos, menos a Quipilque. Somnoliento e incoherente aguardaba el comienzo apoyado irreverente sobre la estatua del dictador Pinochet.

No hubo preparativos, tampoco espectadores. La pantalla y el proyector quedaron guardados en el museo minero igual que las proclamas de antes, para mejor ocasión.

La lluvia insólitamente se intensificaba mientras él llamaba a Carlitos al encuentro casi con desesperación, implorando como se le reza  a lo santos el milagro de la sanación. Los gritos despertaron al carabinero, ya pasada la medianoche, quien se dio cuenta que era Atanor Quipilque. Como todos los domingos, Atanor estaba primero en la fila queriendo ver la proyección. Pero esta vez  a un costado, tirado junto a una botella  vacía de Capel.

Esa noche, para desconcertar al desierto, llovió, llovió y no paró. A los empujones como el ogro de cejas grandes que castigaba a Chaplín en el celuloide, lo levantaron entre dos. Se sacudió la ropa mojada en igual gesto como levita imaginaria aunque sin el bastón. Caminó unos metros con los pies abiertos para no caerse. Pudo leer en los labios los insultos y los reproches lejanos. Como en una película muda  y sin comprender qué estaba pasando, tomó el camino del regreso a su casa.

A  poco de andar dificultoso, apenas pudo mirar al costado. Vio que alguien iba a su lado. Su acompañante lo saludó levantándose el bombín y le prestó un bastón. Se tomaron del brazo, y comenzaron a reír como si fueran chicos. Atanor Quipilque y Charles Chaplin viajaron  juntos por un camino embarrado.

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