Juan iba con prisa, pero el semáforo no cambiaba. Tamborileaba con ansiedad sobre el volante y a ratos daba golpes con la mano abierta, cada vez más fuertes, sobre su centro. Miró el reloj.
—¡Cambia ya, joder! —dijo en voz alta.
Llevaba la ventanilla bajada y la voz de la radio se mezclaba con los ruidos de la calle en obras. Juan miró nervioso el móvil, que viajaba junto a él, en el asiento de al lado. Tenía la primera metida y, en cuanto el semáforo se puso verde, soltó el embrague y aceleró fuerte. El coche salió haciendo ruedas. Juan volvió a mirar el reloj.
En la radio había un debate sobre el derecho de adopción de los matrimonios gay. «¡Que hagan los que salga de los cojones», pensaba. No entendía tanto lío, ni tanto hablar. Él tenía bastante con pensar en el dichoso regalo. Siempre le pasaba igual, llegaba el último día y las manos vacías. Y no ocurría precisamente porque se le olvidara, al contrario, era por tanto pensárselo. Sí, tantas vueltas le daba que le resultaba imposible decidirse. Quería ser original, sorprender, y su inseguridad crecía. Cualquier idea le parecía mala. Se veía entregándoselo con una sonrisa nerviosa, y la mirada de ella tras abrirlo, de decepción sin disimulo.
Lo peor de obsesionarse por algo así es que a la mayoría le resulta ridículo. A sus compañeros de trabajo no podía contárselo. «Se descojonarían de mí», pensaba. Se imaginaba las risas, los chistes. Una vez que se lo insinuó a Pepe, que es el más sensato, le dio el consejo de su vida: «Dale el dinero y que se compre lo que quiera».
Este año sentía que, de nuevo, su búsqueda había sido un fracaso. Se rendía. Prefería no ser original a meter la pata: le compraría un frasco de perfume, del que usa. Y a eso iba, mirando con ansiedad el reloj y el móvil. Esa noche saldrían a cenar, había que aprovechar que era viernes, y no se fastidiaría la cena por el regalo, aunque no lograra un triunfo absoluto. Antes salían más, pero ahora venga ahorrar, y no van a ningún sitio. En vez de ir al cine alquilan pelis. Aunque tampoco se ponen de acuerdo en eso, y la que le gusta a uno, aburre al otro.
Lleva el cuello de la camisa desabrochado y el nudo de la corbata flojo, pero se nota la garganta presa. La camisa le está estrecha, sin duda ha engordado. Siempre tiene que soltarse el pantalón cuando se sienta al volante. Se palpa la incipiente papada sudorosa. Se desabrocha más botones. Con el calor que empieza a hacer, nota su cuerpo cubriéndose de sudor, poco a poco. Cierra la ventanilla y pone el aire acondicionado al máximo. Su ruido se come las palabras de la radio. Pero está llegando. Está llegando y el móvil no ha sonado.
De pronto, ve la luz de freno del coche que le antecede mordiendo sus ojos como un hierro ardiente. Frena en seco. Las ruedas chirrían. Los catálogos y los formularios vuelan. Juan siente el corazón salírsele, la sangre golpeándole en las sienes. El coche de delante está a tan solo unos centímetros. Le llega el olor a quemado de las ruedas. Contempla el caos de papeles por todo el coche. Resopla pensando que ha faltado poco. Vuelve a limpiarse el sudor del cuello. Sigue sudando. Se le manchará la camisa. Le dejará ese cerco que tanta vergüenza le da cuando le recibe un cliente importante. Vuelve a notarse más gordo y se promete que tiene que hacer algo. «Lo del pelo ya no tiene arreglo, pero la tripa sí», se dice. De todas maneras, menos mal que no le ha dado al de delante. Si no, menudo lío.
Por fin, llega a la entrada del centro comercial. Deja el coche en el parking subterráneo para que se caliente menos. Al bajarse, se da cuenta de que tiene ganas de orinar, pero puede aguantarse. Aunque hay una perfumería justo enfrente de donde desembocaban las escaleras mecánicas, se dirige al hipermercado, con la esperanza de que el dichoso perfume sea allí más barato. «Lo mismo hasta está de oferta». Su teléfono empieza a sonar, la melodía de la canción del verano, polifónica, a todo trapo. Una mujer mayor que tiene cerca se le queda mirando y Juan mira de nuevo el reloj antes de contestar.
—Sí.
—¿Dónde estás? —pregunta la voz de su jefe.
—Voy de camino. Estoy llegando al polígono.
—¡Cómo de camino! Yo pensaba que ya habrías acabado.
—Es que había mucho jaleo. Es que en la ronda con las obras me he tirado media hora parado.
La mujer sigue observándolo, atenta, disimulando con una lata en la mano. Juan se gira hacia el otro lado. «Sí, sí, enseguida… De acuerdo…» En ese momento, la megafonía inicia la musiquilla previa a los anuncios de ofertas, y que todo el mundo conoce. Corta precipitadamente, esperando que su jefe no la haya oído. Apaga el móvil. Si es necesario, dirá que ha sido al pasar por el túnel.
Juan se mueve deprisa por los pasillos casi desiertos a esa hora. Sabe, más o menos, por donde están los perfumes así que no tarda mucho en llegar. Se nota enfadado, enfadado y nervioso. «¿Y si se ha dado cuenta? ¡Tendría gracia que por esta tontería la liara!» Los estantes del pasillo están cargados a rebosar de colonias y potingues, y eso lo desespera. Además todos esos tarritos se parecen, y no le queda más remedio que ir mirando con cuidado, recorrerlos de forma sistemática, atento a la forma del frasco, su color, su nombre seductor, el símbolo de su marca, que es cara, por supuesto.
Por fin lo encuentra. Se asegura. «Sólo faltaba que llegado hasta aquí la cagara.» Mira el precio. Ni siquiera está de oferta. «Estos cabrones lo tienen todo hecho. Para qué rebajar, con engañar a cuatro tontas…»
Rápidamente, casi corriendo, se encamina hacia las cajas. Busca la caja rápida, sólo hay dos personas. Saca su cartera y la abre. El compartimiento primero tiene la funda transparente. El lado de la izquierda está ocupado por su carné de identidad y el de conducir, el de la derecha, por una foto de ella, pero no una de carné, sino una bien grande. «¡Qué guapa es!» Lleva un vestido azul con flores blancas, que a él le gustaba mucho y ya no se pone. Tiene el pelo rizado y negro, lo lleva suelto, los labios, pintados de rojo. Sus ojos, grandes y oscuros, lo miran con picardía. Todos sus amigos le decían que era demasiado guapa para él, medio en broma, medio en serio, y a él le sentaba muy mal.
Mientras espera, con la cartera en una mano y la tarjeta en otra, se mira las axilas. Las manchas de sudor son enormes. Por el pecho se ve también gotitas dispersas y seguro que tiene toda la espalda salpicada. «Estos son los kilos. He pasado de fuerte a gordo», se reprocha. Quisiera perder peso pero no puede, no tiene tiempo de ir al gimnasio —tampoco es que le guste mucho el deporte— e intenta comer poco, pero cualquier cosa le engorda, hasta en eso tiene mala suerte. Encima con los clientes… que si comemos aquí, que unas cañas allá, que si unas copas, que si prueba esta ración que verás que buena, invítate a algo en tal sitio… nunca puede.
Juan mira a una anciana que va delante de él y desespera. Está de cháchara con la cajera, largando sin parar. Él se mira el reloj ostensiblemente, la azuza con el gesto, se vuelve y hace aspavientos, pero no se entera o no quiere. La vieja muy delgada, plagada de arrugas, lleva un tinte mal puesto, las canas le jaspean por todos lados, va encorvada y habla muy bajito. No deja de hablar y sonreír. Le cuenta su vida a la cajera, que encima le sigue la corriente. Juan nota que las ganas de orinar se han vuelto dolor, que está a punto de explotar.
—¡Vamos por Dios! —se escucha a sí mismo con voz fuerte, enojada.
La vieja lo observa, no responde, sólo apaga su sonrisa, coge la bolsa y las vueltas con sus manos temblorosas y se marcha.
La cajera casi no lo mira mientras dice buenos días. Juan, más tranquilo, pide con toda la dulzura que puede: «¿Me lo puede envolver? Es para regalo».
—Aquí no, en caja central —le responde fría la cajera.
Juan se aleja. Necesita orinar ya. Después irá a que se lo envuelvan, lo primero es mear, y no sabe si será capaz de llegar al váter. Se pone su mano libre sobre la vejiga.
Cuando llega hasta los urinarios nota las primeras gotas saliendo ya de él. Sólo hay un hombre. Él se sitúa al otro extremo. Por fin, empieza. Sabe que sonríe, que haría sonreír a quien lo viera, que algún graciosillo le podría decir: «¿Qué? ¿A qué da gusto?», pero el tío que está a su lado no se fija, termina y se va. Él sigue, tanto se ha aguantado que al ir vaciándose nota dolor. Entra otro hombre y se pone justo a su lado. Juan sigue a lo suyo, sin prestarle atención. Su vista al frente, como siempre, pero percibe como el otro sí que lo observa, no fijo, sino que mira adelante y lo mira a él, girando la cabeza de forma automática, como si fuera un ventilador. No le hace caso, sigue meando. «¡Joder, esto no se acaba nunca!» El tío sigue estudiándolo de perfil pero con más insistencia. Juan empieza a sentirse incómodo. Intenta ir más deprisa, pero con tanta contención su cuerpo no le responde. Examina, de refilón, a su extraño compañero. Lo primero que ve es un llavero repleto que el tío lleva colgando del pantalón. Ve que es bajito, gordinflón y con cara de no muy espabilado. Cuelga también de su pantalón el móvil metido en una funda, un pantalón de tergal gris, de esos de viejo. Tiene el pelo negro surcado por una raya bien recta, de las que hacen las madres a los niños pequeños.
Juan, por fin, siente que está acabando. Casi sin terminar, se sube el calzoncillo, nota que se le moja un poco, que llega incluso a la pierna, pero quiere irse. Al girarse, ve que el tío le clava los ojos. Ve su pene erecto, la piel oscura coronada por algo que le recuerda un pimiento morrón. Ve la boca del tío abierta, descolgada como la de una pescadilla en un mostrador.
—Pero ¡qué cojones haces! —le grita Juan.
El otro sigue.
—¡Hijoputa! ¡Te la vas a menear con tu puta madre!
Le pega un empujón, y otro más, mientras el otro sigue con sus manos ocupadas y oscila como un tentetieso. El tercer empujón es tan fuerte que le hace perder el equilibrio, no puede pararse y su cabeza golpea los baldosines. Cae y queda con los pantalones bajados, entre dos urinarios, con los ojos espantados. Juan va a darle una patada, quiere darle una patada. Nota toda su rabia que se expande, que quiere explotar en un golpe, que se encamina hacia el pie. El tío se cubre la cabeza con las manos. Se pone en posición fetal. Comienza a llorar. Su llanto es animal y espera el golpe. Vislumbra como Juan retrae su pierna dispuesto a descargar, y él gime, gime con la cabeza a ras del suelo sucio. Sus gemidos sacan del trance a Juan. Su pierna está en tensión, enajenada, pero consigue retenerla. Contempla al tío un instante, allí abajo, sollozando, con todo al aire. Se gira. Le pega un puñetazo a la puerta y se marcha.
Llega hasta su coche. Golpea el volante. La mano le duele. Sus nudillos están ensangrentados. Arranca, todavía furioso. Mira al asiento de al lado. Ve el teléfono móvil al acecho y el regalo, sin envolver.