1984
Ella
Se conocieron una noche de verano. Decían que Madrid era la capital del mundo, pero ellos sabían que sólo era una fábrica de sueños.
Salían mucho. A veces el amanecer les sorprendía en El Retiro o corriendo por el Viaducto, siempre con la boca amarga por la cerveza y la música de Radio Futura retumbando en el pecho. Tenían 20 años.Ella estudiaba en la facultad y allí aprendió a defenderse del miedo leyendo y jugando al mus en la cafetería. Apenas iba a clase y casi nunca se presentaba a los exámenes de manera que su paso por la universidad prometía ser muy largo, pero trabajaba por las tardes y eso la libraba de las críticas de la familia y de los compañeros serios. No aprobar el curso era su peculiar forma de luchar contra el paso del tiempo. Le asustaba llegar a la madurez. Nada le daba más inseguridad que cumplir años, y cuando sentía que el futuro le robaba la calma, huía al Blue, el bar más cutre del centro de la ciudad. Allí siempre había refugiados. Jóvenes que escondían sus angustias en una jarra de cerveza. Estudiantes, currantes, vagos, horteras y rockers, y hasta algún pijo que se había atrevido a pasar la frontera de la madrugada fuera de Pozuelo.Unas de esas noches de huida le conoció. Estaba allí con unos amigos, chapoteando entre un maxi de cerveza y medio oculto tras una cortina de marihuana. No era su tipo, nunca le fue, pero se miraron y ya no encontró la forma de evitar que le chupara la voluntad. Se acercó despacio. Hoy hay poca gente por aquí, se nota que es día de diario. Sí, sólo salimos los más desesperados. Y la miró con ojos sorprendidos, como quien se sabe descubierto robando un disco o meando en plena calle. Bebieron mucho, hablaron del concierto de los Rolling, de Falcon Crest, de su barrio. Él trabajaba en un taller y pintaba cuando estaba muy borracho. Ella se convirtió en una chica lista que llegaría lejos, ya verás, dentro de unos años me llamas y me cuentas.Cuando estuvieron lo suficientemente borrachos como para no pensar, se besaron en las calles más oscuras del centro de Madrid. Yo tengo novio, tío, esto es sólo una escapada. Y yo no me enamoro, así que mañana olvídate. Pero no dejaron de tocarse, de abrazarse como locos, riéndose, jugando, corriendo por las calles más oscuras de Madrid. Mañana no vas acordarte de nada, repetía, esto es una chorrada, olvídate de mi, a mi no me gusta estar con nadie.Volvió noche tras noche a ese garito. Y noche tras noche durante aquel verano se besaron por las calles, por los rincones del Retiro, entre los coches de Bailén. Cualquier espacio era proclive al amor. Se despedían al amanecer siempre con la misma palabra. OlvídameY la olvidó.
Pero ella no pudo
Seguía yendo al Blue casi todas las noches. A veces sola, otras con su pareja, sus amigos… siempre buscándole. Recordaba sus vaqueros viejos, la camiseta negra, la apariencia de macarra de barrio al que no le pegaban nada esos ojos negros, sombríos, como de quien ha conocido la muerte antes de tiempo. Pero nunca estaba.
El Blue lo cerraron unos meses después de que terminara la carrera. Maldita casualidad que la hizo sentir la bofetada de la madurez poco antes de cumplir los 30.Y como no pudo defenderse, puso la otra mejilla. Se caso con su novio del barrio, y dejó que los años le hicieran crecer el vientre, pero dos hijos no le hicieron olvidar su mirada. Ni sus besos. Ni el sabor del sexo en el asfalto.
La vida, sin embargo, era un regalo de tranquilidad. Puso su memoria en la estantería de los discos de vinilo, y cambió los tapices de Marruecos por muebles noruegos. Ya era mayor para seguir yendo a conciertos y, desde luego, no quería volver a las locuras de los veinte años. Un porro de vez en cuando con los amigos y algún escarceo los viernes de marcha sin las parejas, pero nada que pusiera en peligro su apacible, dulce, segura y aburrida vida familiar. Cuando una ya ha vivido lo suficiente, lo único que echa de menos es su cama cuando tiene que viajar.
Él
Malditas las ganas que tenía esa noche de salir, estaba muy cansado de currar desde las ocho, pero necesitaba emborracharse, comprobar que la vida empezaba fuera de las cuatro paredes del taller de mecánica del barrio donde trabajaba como auxiliar.
Hacía muchos días que no quería quedarse en los garitos de siempre. Algo dentro le ponía rumbo al centro de la ciudad. Le encantaba Madrid en otoño. Le parecía una horterada, pero reconocía que él también había pintado sus cielos al atardecer.
Eso sí, le jodía esa gente que iba de progre y que infectaba los garitos del centro, no soportaba a los modernos que se jactaban de vivir del arte. Él curraba, y pasaba de la movida, pero le molaba pintar, y lo hacía porque no se le daba mal, pero nunca pensó vivir de eso, a esas cosas se dedicaban los pijos, y él sólo era un chaval de barrio que tenía que trabajar ajustando piezas para ayudar en casa.
Por aquello de pintar, llegó al vicio de leer. Nunca lo reconoció, pero leer le producía tanto placer como beber cerveza con los amigos. En verano, lo hacía en el parque, y en invierno, por los rincones sin clientes del taller. Le gustaban las novelas de aventuras, las historias de otros mundos, y se imaginaba protagonista de otras vidas que siempre le alejaban de las calles de Vallecas. Pero nunca se permitió un ápice de debilidad. Todos le tenía por el eterno luchador que moriría donde había nacido. Su barrio era lo que más le importaba, sus colegas, su camello, su familia y, desde hacía unos meses, también su chica. No se había enamorado, se repetía, pero tirársela de vez en cuando le renovaba las ilusiones.
Cuando necesitaba aire, se acercaba al centro, y llevaba varios días que esas escapadas eran cada vez más frecuentes. Salía solo, pero siempre se encontraba algún colega que a última hora de la tarde no tenía voluntad para elegir donde tomar la penúltima. ¿Al Blue?, pero tío, si está en el quinto coño. Anda, decía mosqueado, si a ti te da lo mismo estar en un cubo de basura. Vámonos del barrio, hace un calor agobiante.
El Blue le gustaba porque desde las ventanas se veía el viaducto, y desde el viaducto los mejores cielos de Madrid. Los atrapaba en su retina con la avidez del niño que mira un escaparate de una pastelería. Luego, en casa, los pintaba. Decenas de láminas de todos los tamaños daban a su habitación pequeña, y rectangular como un vagón de tren, un aire bohemio. Aún conservaba la cama de su adolescencia, los muebles que sus padres le compraron cuando cumplió catorce, y lo único que le hacía recordar que ya era un adulto eran esas láminas desperdigadas. Los cielos de Madrid por el suelo de terrazo de su casa de Vallecas.
Cuando la vio por primera vez ya llevaba unas diez mahous. Por eso le aguantó la mirada. No le pegaba estar allí. Ella, tan lista, con esa pinta de intelectual desarraigada. No pegaba en el Blue. Pero allí estaba. Y él, como un jilipollas, se enganchó a su voz. lenta de borracha. Mira que le jodía que le molara esa tía. Se acordó de su chica, de lo empeñada que estaba en tener un hijo. Pasó de todo y se fue con ella. No se acordaba muy bien de las veces que se abrazaron entre los coches, ni si llegaron o no a echar un polvo, pero si se acuerda que al despedirse le dijo lo que le decía a todas: no te enamores, esto es sólo un rollo, pasa de mi…. ¿Por qué coño no funcionó? Al día siguiente, y al otro, volvieron a encontrarse en la misma barra. Se acostumbraron a mezclar los atardeceres del viaducto con cerveza y sexo. Le habló de sus dibujos, le contó que le encantaba leer, que trabajaba en un taller pero que no conocía las marcas de ningún coche… Se río tanto…, con esa sonrisa que le removía todo, y casi pensó que se había enamorado. Pero sólo por aquella noche en la que amanecieron en la habitación de la casa del Servas, en esa cama grande que se sorteaban lo fines de semana y que olía a porro y a birra. Nunca había sentido lo que sintió con ella. Y le dio miedo.
Ya no volvió al Blue.
Dejó que la vida le viviera. Se casó con su novia, tuvo un hijo y se colocó en una imprenta. Cuidaba que los cuadros de los demás quedaran perfectos. Su trabajo consistía en hacer precioso lo que los demás habían hecho. Su vida consistía en hacer perfecto lo que los demás habían soñado. No pensaba. Su vida estaba marcada por lo correcto. Prosperaba. Vinieron más niños. Ganó más dinero. Ya nunca pintaba.
Ellos
Cumplir cuarenta años es una obscenidad. Se lo dijo su jefe, mirándola con cara de guasa. A mi me parece una suerte, le contestó. Bueno, sería una suerte si no tuvieras dos hijos, dos perros, dos coches, dos créditos y dos teles. Y a lo mejor, hasta dos hombres… ¿Dos hombre?. Ni siquiera uno.El día de su cumpleaños, siempre brindaba con los compañeros. Le regalaban un cd y un collar. Bromeaban sobre lo joven que estaba y apostaban quienes seguirían allí el próximo año. A ella le divertía. Le gustaba su trabajo. No era lo que había soñado, pero estaba a gusto editando libros que nadie leería. Eso le daba la tranquilidad de poder cometer errores.
Los cuarenta coincidían con un proyecto nuevo. Se trataba de la reedición de un atlas del siglo XVIII, una serie de láminas extrañas que, por lo visto, tenían un valor incalculable y había revolucionado tanto a su jefe que decidió cambiar de imprenta para editar ese trabajo. Mira que le molestaban los cambios, y más cuando eran en el trabajo, pero no podía negarse y, además, a ella le daba lo mismo, pero le fastidiaba tener que reunirse precisamente el día de su cumpleaños.
Con un vino de más, se sentó en la mesa de cristal, una horterada que eligió su jefe cuando cambiaron de oficina. Esperaba medio mareada, pensando en lo que pondría de cena esa noche. Su marido llegaría tarde, así que le tocaba celebrar sus cuarenta con los niños y las perras.
Cuando llegaron los de la imprenta, estaba calculando lo que tardaría en hacer huevos rellenos. Voy a presentaros a nuestra editora, escucho por la espalda. Se levantó y le ofreció la mano. Veinte años después seguía teniendo la misma mirada de quien ha sufrido antes de tiempo. Ahora sus ojos eran más oscuros, su pelo más blanco y su vaqueros más nuevos. Él la reconoció por la espalda. El mismo pelo castaño despeinado, los mismos hombros perfectos. Ella no se dio cuenta de que le temblaba el labio. El tampoco de su tic en el ojo. A él le extraño recordar con tanta nitidez los pliegues de su cuerpo. Su olor. Su risa. Ella no recordaba que fuera tan triste.
Cuando los respectivos jefes se pusieron de acuerdo, volvieron a darse la mano y se despidieron como extraños. Cenaron con sus hijos. Les contaron un cuento antes de dormir. Esperó él a que llegara su mujer. Esperó ella a que llegara su marido. Voy a salir, le dijo. He quedado con mis amigas a celebrar los cuarenta. Saldré esta noche, le dijo él. Tengo curro en la imprenta.
Ella llegó al viaducto a las 11. En el local del Blue habían abierto un restaurante japonés Él ya estaba allí mirando la carta. Los dos odiaban la comida japonesa.