A pesar de que han transcurrido varios años desde que ocurrieron aquellos hechos, todavía me despierto a menudo agitado como si no hubiera podido escapar de aquel pasado.
Aunque mi memoria me falla en ocasiones para recordar cosas más recientes se conserva intacta para no olvidar ni un solo minuto de las horas transcurridas durante aquella noche en el tren.
Para viajar en un transporte público, siempre he preferido la noche. Menos viajeros, menos prisas, menos algarabía. La sensación de perderse en la oscuridad y en el silencio mientras mis pensamientos, libres de ocupaciones, toman rumbos inimaginables abiertos a la fantasía más disparatada, a la ilusión más irrealizable, a la utopía constante.
El revisor me acompañó a mi compartimento, puso mi maleta en la redecilla portaequipajes y corrió las cortinillas de la ventana. Murmuró un “gracias” a la propina y salió cerrando la puerta. Miré el reloj de pulsera. Apenas faltaban cinco minutos para que el tren se pusiese en movimiento. Saqué un libro del maletín y me dispuse a leer. De cuando en cuando, oía pasos de alguien que se aproximaba por el pasillo. Pero por suerte, pasaban de largo. No me suelen gustar los desconocidos como compañeros de viaje. A menudo se hacen tremendamente pesados relatando historias aburridísimas sobre personas que no conocemos y que gracias a Dios no conoceremos jamás.
Cuando sonó el silbato y el tren inició la marcha, suspiré de satisfacción. Nadie vendría a interrumpir mi tranquilidad. Cerré el libro y lo guarde en el maletín. Encendí un cigarrillo y me arrebujé cómodamente en mi asiento. El ruido que producían las ruedas sobre los raíles relajaba todavía más mi estado de ánimo ya tranquilo. No quise pensar en mi estación de destino. Ni en la de partida. Ambas pertenecían a dos mundos muy alejados entre sí y de mí. Pero tenía un presente y con eso me bastaba. Carpe diem.
Cerré los ojos y permití que mi imaginación se liberase de los recuerdos. Dejé que las sensaciones se filtrasen a través de todos los poros de mi cuerpo. Y sentí como si mi “yo” se desintegrase en millones de pequeñas partículas independientes que buscan agregarse de otra manera. Si no hubiese sido totalmente consciente de estos hechos, mi razón habría perdido el equilibrio y hubiese cerrado tras de sí las puertas de la esquizofrenia. Me sentía feliz. Investigador constante de todo lo que ocurría en mi interior. Por momentos iba notando una conciencia total de mis capacidades intelectuales. Mi mente funcionaba en completa libertad, explorando caminos que a otros les hubieran parecido peligrosos. La noche había entrado en mi interior ocupando cada recoveco, cada rincón, aun aquellos que habían estado llenos de otras cosas, de recuerdos. Un ruido interrumpió mis experimentos. La puerta se acababa de abrir bruscamente. Decidí no abrir los ojos. Tal vez al pensar, fuese quien fuese, que me encontraba dormido, cerraría la puerta con suavidad y buscaría otro compartimiento.
Se cerró la puerta. Alguien se acomodó en un asiento frente al mío. Me acordé del cigarrillo. Continuaba encendido entre los dedos de mi mano izquierda. Quien había interrumpido mi soledad, se daría cuenta que estaba fingiendo el sueño. Pero cuando había tomado la decisión de abrir los ojos, el desconocido cogió el cigarrillo de entre mis dedos. Al hacerlo, rozó con su mano la mía y ese leve contacto fue suficiente para descubrir que era una mujer. Cambié de opinión y permanecí con los ojos cerrados imaginando como sería mi compañera de viaje. Traté de percibir detalles a través del oído o del olfato. Pero nada. Ni un movimiento de ella. Tuve la sensación de que me miraba fijamente. Sentí su mirada en mi interior y me removí incómodo en el asiento. Sin mediar absolutamente nada, me sentía plenamente dominado por la desconocida. Su cerebro contra el mío. Su personalidad contra mi personalidad.
Sin embargo, no éramos enemigos. Se había establecido entre ambos, según pensaba yo, una cierta empatía tácita.
Decidí dejar la pasividad, que me producía un cierto malestar, y pasar a una posición en la cual no me sintiese tan en inferioridad de condiciones.No sé si mi despertar hubiese arrancado los aplausos de un público entendido en el arte dramático, pero aparentemente lo hice con bastante convicción.
Cuando la vi., entendí el porqué no había logrado imaginármela y sí en cambio el haberme sentido como me sentí.
Su sonrisa me desarmó. No era la sonrisa cortés de una compañera de viaje. Era la sonrisa de una cómplice. La empatía aumentó. Iniciamos una conversación trivial. Mi interlocutora resultaba animada y ocurrente y daba sus opiniones sin ambages. Pero existía algo. Aún ahora, después de haber reflexionado tantas veces sobre aquellos momentos, me siento incapaz de expresar qué es lo que era. Tal vez solo una sensación que transcurrido el instante, pierde todo su significado. Acaso algo inexistente a lo que me empeñé y me empeño en dar vida.
Calló bruscamente. Sus labios dejaron de sonreír.
Ahora sí ocurre algo, pensé. En sus ojos no veía nada. Un vacío que en esos momentos asocié con la muerte. De forma imperceptible se dulcificó su expresión. Sus manos hicieron un gesto ambiguo mientras su voz volvía a sonar en el compartimiento.
– Vengo de tu pasado.
– ¡Ah!- Este fue el monosílabo más estúpido de mi vida. No entendía nada. Mi mente cortocircuitaba. Me aferré al equívoco. Deseé apartar la mirada de la realidad. E interpreté su frase como mejor me convenía. Hice un esfuerzo para recordar. Me di cuenta de que si hubiese coincidido con ella en otro tiempo o lugar, no la habría olvidado fácilmente.
Por fin me di por vencido y le dije que no la recordaba. La sonrisa no había desaparecido de sus labios.
– Nuestros caminos se han cruzado en varias ocasiones-, dijo mi compañera de viaje.
– Eso es imposible-, le respondí,- te recordaría.– Y me recuerdas-. Su voz era ahora muy suave, melodiosa, casi seductora.- Haz un esfuerzo.
Y lo hice. Pero nada. Me estaba tomando el pelo. La miré fijamente a los ojos y entonces algo me resultó familiar. Nada concreto, solo sensaciones. Y recordé. De golpe. Como en una explosión.
Verano del 61. El pueblo de montaña al que acudía con mi familia año tras año durante el mes de agosto. Mi bicicleta, como casi siempre, estaba averiada y yo no era niño que se conformase frente a la adversidad. Sentía la necesidad perentoria de pedalear y al no disponer de la mía, tomé prestada sin pedir permiso la de una hermana de mi madre. Evidentemente resultaba grande para mí, pues era de adulto y yo no había cumplido todavía los nueve años.
Monté como pude y salí a pasear por el pueblo sin rumbo fijo. Las tres de la tarde, en pleno mes de agosto, no era la hora más adecuada para mi escapada y las calles estaban desiertas.
Sin apenas darme cuenta, me vi. enfilando la calle que embocaba el camino de piedras que terminaba en un barranco seco por falta de lluvias. La bicicleta tomó velocidad. Empecé a sentir miedo. Apreté los dos frenos a la vez… y nada. La velocidad aumentaba. A lo lejos el precipicio que se iba acercando vertiginosamente. Comencé a gritar con desespero, más como catarsis que como intento efectivo de pedir ayuda. Pero milagrosamente esta llegó. Un hombre apareció en medio del camino deteniendo el rodar suicida de mi bicicleta. Como consecuencia del encontronazo, ambos caímos al suelo. Y en mi caída la vi. A mi compañera de viaje. Apoyada contra un árbol Con la misma sonrisa que en el compartimiento del tren. Habían transcurrido más de treinta años y ella era exactamente igual que entonces. El tiempo no había envejecido su cuerpo.
Se dio cuenta de que por fin yo había comprendido.
– Tenía que haber muerto entonces, ¿verdad?Asintió con la cabeza sin decir ni una sola palabra.– ¿Por qué?
Continuó el silencio.
– ¿Por qué? Insistí.
– Fue el único error que cometí.
Hizo una pausa. Sacó un cigarrillo del bolso.
– ¿Me puedes dar fuego?
Le encendí el cigarrillo. Esperé a que continuase hablando. Nunca había sentido tanta curiosidad como en ese instante, pero intuía que no debía presionarla. Estaba a punto de confesarme algo muy importante.
Expulsó el humo lentamente haciendo de ese gesto trivial todo un ritual.
– Decidí que no era tu momento. Tenías que vivir. Yo quería que vivieras. Y por primera vez cambié el destino de un mortal. No morirías en el barranco. Vivirías.
– Pero, ¿por qué?- Necesitaba saberlo. Durante su confesión había recordado otras ocasiones en las que la había visto fugazmente. En la sala de operaciones del hospital militar. En aquella maldita curva antes de salirme de la carretera. Junto al camino del bosque cuando se me rompió la ación y caí del caballo a pleno galope. Siempre había estado ahí para salvarme. ¡Ironías del destino ¡La muerte acudía a mí en situaciones de peligro para salvar mi vida.
– ¿No fueron errores las otras ocasiones en las que te cruzaste en mi camino?
– No, solo la primera. Pero no importa el por qué. Tal vez algún día lo sabrás, tal vez no.
– ¿Qué haces aquí esta noche? ¿Es tu visita definitiva? ¿He de prepararme para morir?
Su sonrisa abierta propició el que el miedo que había comenzado a sentir desapareciese.
– No puedo responder a tres preguntas a la vez. Pero no temas. Hoy no he venido ni para salvarte ni para llevarte conmigo. Has sido tú quien me ha llamado.– ¿Yo? Me extraño el comentario de ella.
– Sí. Juegas a menudo con el pensamiento. Con las ideas. A veces rozas límites peligrosos y te acercas demasiado a la comprensión de lo incomprensible. Esta noche has estado muy cerca, demasiado cerca, de mi comprensión y al hacerlo me has dado existencia humana. He dejado de ser un concepto para convertirme en un pasajero más de este tren. Has hecho que naciese para que algún día venga a buscarme quien acaba de ocupar mi lugar.
– Todo esto es imposible, no está ocurriendo. Es solo un sueño. Si cierro los ojos y los vuelvo a abrir, tú ya no estarás aquí.
– No es un sueño.- Su voz sonó con cansancio-. Me siento agotada. Necesito un apoyo.
Me levanté de mi asiento y me senté junto a ella. Su mano se deslizó entre la mía mientras su cabeza caía suavemente sobre mi hombro.
Cuando desperté, ella continuaba en la misma posición. Le acaricié las mejillas con mi mano libre. Eran cálidas y suaves. La noche quedaba ya muy atrás. La besé y al hacerlo me di cuenta que me había enamorado de la muerte.
Esta mañana he vuelto a despertarme agitado. Me he abrazado a ella y automáticamente me he tranquilizado. Ocurre así todos los días. Desde que vivimos juntos. Porque ella vive ahora conmigo. Al llegar a la estación de destino, tomamos el tren de regreso a casa. Y desde entonces no nos hemos separado.
Al mirarla, como hago todas las mañanas mientras todavía duerme, recuerdo aquellos momentos en el tren. Y sigo esperando algo.
Tal vez algún día…