Todavía algunas veces huele a sangre, a carne viva. Frente al espejo. Cuando paseo la mano sobre mi rostro. Cuando las miradas me buscan y me evitan a la vez. Cuando el sol le gana la batalla a ese triste escudo que es mi sombrero.
Nadie me prometió nunca algo distinto. Busco en mi memoria y sólo encuentro unos cuantos segundos de aliento, nada más, en la voz de mi padre, cuando me dijo que con el tiempo dolería menos. A medida que avanzaba la frase su voz se quebraba sin remedio. Incrédulo pero expectante, yo buscaba sus ojos, quería saber si había allí algo de esperanza. ¿Sabes lo que vi? Vergüenza. Fue entonces cuando supe que nadie tenía idea de la realidad de mi condición. Esa fue la última mirada con la que pude encontrarme. Ya lo sabes, es mejor que no intentes mirarme fijamente.
Recuerdo los ojos atentos del médico, incapaces de buscar los míos; apenas recorrían mi superficie, como un carpintero, como un ser bondadoso y a la vez indiferente que se congratula con el carácter de su tarea. Se ocupaba de mí para salvar lo insalvable, en un esfuerzo heroico e inútil por preservar lo que camina inexorablemente hacia la corrupción… No me toques.
No sé bien cuánto tiempo estuve recluido. El tiempo era una masa informe que me tomaba y me dejaba a su antojo. Me tomaba y giraba sin descanso a lo largo de números disueltos, de horas que se llamaban con el nombre del grito, del deber, de la soledad, del dolor, de la entrega, de la vergüenza, del miedo, del alivio, del grito… en otro lado, lejos del tiempo, estaba la noche, la oscura indiferencia del mundo que no prometía una segunda oportunidad. Sin promesas, abría los ojos cada mañana y caía preso, otra vez, en las horas fundidas en cada ritual impuesto por quienes se ocupaban de salvarme… Nunca pude comprender esa palabra. Supongo que tú tampoco, la ignoras tanto como yo, por razones opuestas. Para ti la vida viene sin amenazas. ¿Por qué sonríes?
Nada me ocupaba más que mi cuerpo, ese cuerpo nuevo que era mío de otra manera; mío porque su dolor era implacable ante mis respuestas; mío, porque lo poco que podía hacer se lo debía por completo; mío y yo de él, porque éramos el mismo, por primera vez, aliados en esa batalla contra todo lo demás.
¿Sabes lo que son más de veinte años de batalla? Mi piel es el campo de una batalla que se libra en el pasado, cuando parece cicatriz, y en el presente cuando nadie parece perdonármelo, cuando yo mismo me empeño en ahogarme en ese maldito olor de mi desgracia.
Por eso me río de ti, de tu empeño por alcanzarme. Para eso es preciso caer. ¿Sospechas acaso a qué te estás enfrentando? ¿No te detienes? Deja de sonreír.
Si no te basta con mi historia supongo que quieres más, supongo que lo quieres todo. Este cuerpo soy yo, míralo, recórrelo si es preciso, pregúntale a tus manos por mi pasado, pregúntale a tus ojos por mi dolor y mi rabia. Eres un ser extraño, como ningún otro, respondes a una pregunta que nunca te he hecho, respondes a un cuerpo que no puede ser el mío.
Tus dedos no se arrepienten, ni siquiera se esfuerzan. Bailan sobre mi boca mientras me miras con antojo, serena y hermosa, más hermosa que cualquier cosa que haya visto antes. Pronuncias mi nombre y descubro que no puedo bajar la mirada, que tus ojos me abrazan y me cuentan ahora. ¿Cómo puedo responder? Escucho tu respiración pausada, como una música, y de pronto me invade un olor a fruta fresca que nace en tu cabello despeinado. Inhalo extasiado y atemorizado. Inhalo, sonrío y siento la tibieza tus dedos en mis labios…
Rendido, me concentro en este anhelo que nace en tu contacto. Ahora respondemos juntos a este cuerpo que ya no sabe delimitarse y batallar. Esto es lo que has hecho, me has dejado con los brazos caídos frente a un horizonte lleno de ruinas, bajo el fulgor de un impulso nuevo, un impulso del que sabe que la destrucción ha cesado y ahora no queda más que edificar.
Entonces me instalo en ese paraje confuso, me dejo abrigar por tus ojos y comprendo por fin que valió la pena que me rescataran del fuego, aquella vez.