Habían dejado la cuerda al lado de la celda. El sheriff le había dicho:
— Ésta será tu novia, ya vas a ver como abraza…
No le hizo caso, la cita era al amanecer y quería dormir.
A la medianoche una voz, ligera como una pluma, lo despertó. Se acercó a la reja, miró para todos lados, y no vio a nadie. Al darse vuelta volvió a oír la voz:
— ¡Hey!, soy yo.
— ¿Quién está ahí? -dijo el hombre.
— Yo, la cuerda.
El hombre la miró, y comprobó, efectivamente, que era la cuerda la que le hablaba. Charlaron y el hombre le contó su desgracia, como lo habían engañado, que pagaba las culpas de otro, que la vida no era justa…; al fin, a las tres, el cansancio lo venció.
Al amanecer, el pueblo, se reunió para ver el espectáculo. El hombre pensó que lo sucedido durante la noche había sido sólo un sueño; extrañamente, no tenía miedo. Cuando la cuerda descendía por su cabeza, a la altura de las orejas, le pareció escuchar un saludo; no le hizo caso. El sheriff dio la orden y, un instante después, el hombre pendía sobre el vacío, pero la cuerda no apretaba, sólo acariciaba. Nadie lo podía creer…
— Esta cuerda nunca ha fallado -dijo el Juez-. ¡Catorce tumbas lo atestiguan!
Y el hombre pendió así hasta el mediodía, para entonces, al ojo que era la multitud lo había cerrado el espanto. Al final, el abogado, que tan apáticamente lo había defendido, pensó que era su oportunidad de recuperar algo de la dignidad perdida en las tabernas; se trajeó como nunca, pidió clemencia, y alegó, adelantándose a las circunstancias, que ningún hombre podía ser ejecutado dos veces por el mismo crimen. Las leyes eran explícitas. Entonces, lo bajaron, le dieron un caballo y le ordenaron que inmediatamente se marchara del pueblo; el Juez hizo constar en las actas que la sentencia había sido cumplida, pero sin entrar en molestos detalles; y nadie, jamás, volvió a mencionar el asunto. Sólo los niños, en su inocencia, hablaban de aquella mañana y su colgado.
Un día, veinte años después, el hombre volvió al pueblo. Ya nadie lo recordaba, salvo el cantinero que era uno de los pocos chiquillos de aquel entonces, que ya hombres no se habían marchado. Cuando le preguntó por la soga, éste le contó que el párroco la había excomulgado, pero en virtud de sus servicios, el Juez, en lugar de quemarla decidió enterrarla. El cantinero le indicó el sitio, y él la desenterró. Abrió la caja, después corrió el paño que la cubría y volvió a escuchar, como entonces, la voz susurrante de la soga:
— Sabía que vendrías algún día. Concédeme, ahora, sepultura en tierra santa.
Luego expiró.
El hombre, acompañado por el cantinero que sintió que volvía a ser un niño, fue al cementerio y le otorgó cristiano descanso. Sin tener un lugar dónde ir, el hombre supo que debía quedarse a vivir allí y hacer prosperar al pueblo. Se casó, tuvo cinco hijos, y fue alcalde por tres períodos consecutivos. El nuevo siglo quiso dejarlo durmiendo en el viejo. Su mujer, como le había prometido, cumplió con su último deseo: ser sepultado junto a la cuerda que un día, hacía mucho tiempo, había hecho justicia…