Comprendí definitivamente que algo no funcionaba bien la noche que desperté sobresaltado y sorprendido por un sueño absurdo, más parecido a una pesadilla…
– Continúa – indicó el doctor.
– ¿Por qué a veces tengo la impresión de que no me escucha? – preguntó el paciente, con tono matizado de molestia e ironía.
– Te dije que continuaras, ¿no? – le respondió el doctor sin levantar la vista de su libreta.
– Sí – replicó Iván – pero siempre que dice continúa, lo hace de manera automática, como por costumbre.
– Continúa – repitió el doctor.
– Iván sabía que aquella había sido su última palabra y que era inútil seguir discutiendo, por lo que decidió relajarse nuevamente en el sillón… Aunque “para qué engañarme”, pensó. “Ya él lo decidió así mucho antes de que le diera las buenas tardes”.
Así, retomó el relato:
– Como le decía, tuve un sueño absurdo. Soñé que había salido a caminar de noche. La calle estaba oscura y tenebrosa, y hacía mucho calor; de pronto, sin saber de dónde o cómo, apareció la Luna. Caminaba tranquilamente, mirándola y silbando una canción de Frank Sinatra cuando, al llegar a una esquina, un hombre corpulento y mal oliente me detuvo apuntándome con un arma, a la vez que decía: ¡ Arriba las manos !. Le obedecí. Él preguntó: – Es usted Iván, el Terrible. Yo respondí: – No, sólo soy Iván. Y el hombre dijo: – No importa, con eso me basta; vine aquí a darle algo.
Creí que dispararía, pero no lo hizo y, en cambio, me entregó una bolsa llena de dinero y…
Iván no pudo continuar: el doctor reía a carcajadas y él estaba furioso.
– No te enojes Iván, discúlpame – dijo el doctor para calmarlo, comprendiendo que su actitud era muy poco profesional – Es que, la verdad, no es un sueño absurdo, sino gracioso.
Estuvo a punto de reír otra vez, pero la mirada de Iván no se lo permitió.
Iván continuó:
– Después de ese sueño supe que estaba volviéndome loco, por lo que busqué ayuda.
– Dime una cosa – inquirió el doctor – ¿Por qué esperaste tanto tiempo para contarme ese sueño? ¿Por qué no lo hiciste desde la primera cita?
– Pues, no sé – titubeó Iván – Creí que era más importante lo demás.
-¿Lo demás?
– Sí – respondió Iván – mis confusiones, las dudas que comenzaban a crecer y casi no me dejaban respirar.
– Por otra parte – lo interrumpió el doctor – te avergonzaba contar un sueño tan absurdo a un desconocido.
Iván sólo sonrió.
– Como sea – dijo el doctor – me alegra que me tengas confianza.
Después de una breve pausa preguntó:
– ¿Cuándo hablarás con el sacerdote amigo tuyo?
– ¡No lo sé!… desde que abandoné el seminario no le he vuelto a ver.
“Debo presionar”, pensaba el doctor al observar la pasividad de su paciente.
– Es imprescindible que enfrentes tus temores – le dijo – si no lo haces, estas conversaciones no servirán de nada… Ni siquiera sabes qué piensa él de ti realmente, todo son suposiciones.
Iván se asustó.
– Ahora – continuó el doctor – debes irte, se acabó la hora; te espero el próximo miércoles.
Cuando salió del consultorio, apenas tuvo la lucidez suficiente para cancelar el valor de la consulta a la secretaria. Luego, anduvo sin rumbo por un rato… Miró el reloj: aún le quedaban tres horas de trabajo, pero no iría porque se sentía cansado.
“¿Por qué?”, pensaba mientras caminaba. “¿Por qué, si yo vivía tranquilo? Era un buen seminarista; quizás hubiese sido un buen sacerdote. Mi familia estaba conforme con mi decisión… ¿Por qué?… ¿Por qué ese libro budista me hace dudar?”.
Sin darse cuenta, llegó a la entrada del edificio donde vivía y al recordar las últimas palabras del doctor sintió deseos de llorar. De algo estaba seguro: debía actuar y rápido, o terminaría volviéndose realmente loco… Aunque también era posible que la culpa y la duda lo mataran… Esperaría el fin de semana, para no faltar al trabajo… No, así dejaría pasar mucho tiempo, y podría arrepentirse. Debía ser lo antes posible… ¡Estaba decidido!: “Mañana iré a hablar con mi guía”.
***** *** *****
Iván no se presentó a la cita de aquel miércoles, a lo que el doctor no le dio mucha importancia. “Seguramente tuvo mucho trabajo”, pensó.
Fue después de no recibir noticias suyas la siguiente semana que comenzó a preocuparse. Trató de localizarlo, mas, le fue imposible: hacía poco menos de dos semanas que no asistía al trabajo y, además, desapareció de su casa. Aparentemente nadie sabía dónde estaba… “Ni siquiera conozco el nombre del sacerdote o la iglesia que Iván frecuentaba”. ¿Qué más podía hacer? … “Esperar”…
*** ***** ***
Varias semanas después, un lunes por la noche, el doctor recibió una llamada telefónica: Era Iván, estaba desesperado y le pedía que por favor se encontrara con él, que necesitaba de su ayuda… El psiquiatra, sin pensarlo dos veces, aceptó, por lo que pospuso dos de las citas del día siguiente.
Así fue como el martes por la mañana se encontraron en una plaza del centro de la ciudad. Cuando el doctor llegó, Iván ya se encontraba allí. Se sorprendió mucho del aspecto de su paciente: lucía descuidado, sucio, miserable. Era muy probable que hubiese dormido en ese lugar.
– Hola, doctor – saludó Iván – Antes de comenzar a conversar, debe saber que no tengo dinero para pagarle la consulta.
El doctor sonrió con tristeza. Lo poco que había visto le decía mucho, y no le fue difícil imaginar que Iván tenía hambre, por lo que le invitó un café.
Después de comer, se sentaron en un banco del bulevar. Iván inició la conversación:
– Supe que trató de localizarme, por eso lo llamé…
– ¿Sólo eso querías decirme? – preguntó el doctor, mirándolo a los ojos.
Iván respiró profundo.
¿Sabe? – dijo – En estos días he conocido muchas personas de la calle y una de ellas me preguntó cómo podía confiar en un psiquiatra que en la primera cita, y después de haberle contado mi problema, en vez de aconsejarme, me dice: “cancele con la secretaria”.
El doctor sonrió con desconsuelo.
– ¿Qué pasó, Iván? – le preguntó- la última vez que nos vimos parecías decidido a enfrentar tu situación.
Iván comenzó a explicar:
– El jueves siguiente a la última cita fui a ver al Padre Agustín, mi guía y confesor. Me sinceré con él y le di la verdadera razón que me impulsó a abandonar el seminario. Le hablé de los libros que leí y que contrariaban diversos aspectos de su religión y le dije, además, que parecían tener sentido… Traté de que comprendiera la forma en la que uno de esos libros me había motivado. Le conté todo. El sólo insistía en mi alejamiento del buen camino y en que eso era normal, que todos pasábamos por momentos de vacilación y confusión, después de lo cual encontrábamos la verdad, pero yo continuaba sintiéndome como el peor de los traidores a la fe.
Hubo una breve pausa, como para poner un poco de orden a sus ideas y sentimientos… Casi llorando, continuó:
– Yo le expliqué que en uno de esos libros estaba escrito que existían muchos caminos para llegar a Dios. Luego le hablé de la reencarnación. El me enumeró una serie de razones que la invalidaban, pero yo le dije claramente que no estaba completamente convencido… Creo que perdió la paciencia…
– ¿Qué más te dijo? – inquirió el doctor.
– ¡Nada! – respondió Iván – intentó decirme algo, pero no le di tiempo. La expresión terrible de su rostro, la dureza de sus ojos, me infundieron temor. Pensé que iba a excomulgarme, lo que significaría una gran vergüenza para mi familia, así que huí. Desde entonces, no voy a mi casa, ni al trabajo… Lo demás, es fácil de adivinar.
El doctor reflexionó por un momento en relación a todo lo que había escuchado. Notó que hubo una frase que perturbaba visiblemente a Iván. Luego preguntó:
– ¿Piensas que lo que leíste en ese libro acerca de los caminos que conducen a Dios es cierto?
– Eso creo – respondió Iván sin titubear.
– ¡Bueno! – Exclamó el doctor mirando su reloj – Es muy tarde y debo atender la consulta.
Iván suplicó:
– ¡Doctor, usted no puede dejarme ahora! … Yo lo necesito.
Como las súplicas no daban resultado, pensó en algo dramático para obligarlo a quedarse:
– ¡DOCTOR, QUIERO SUICIDARME! – gritó con desespero.
– ¡Hazlo! – enfatizó el doctor- si es que tu fe te lo permite.
“Sabía que no daría resultado”, dijo Iván para sí mismo. Luego, apretándose la cabeza con las manos, exclamó:
– Doctor no sé qué hacer. ¡Me estoy volviendo loco!
– Escucha bien, Iván – comenzó a hablarle el doctor calmadamente – Cada persona tiene sus búsquedas, pues ve a las tuyas… Deja de huir, regresa a la vida, a tu trabajo. No vale la pena que enloquezcas o te suicides por estas pequeñeces…
“¡¡ PEQUEÑECES!!”, pensó Iván con sorpresa.
– Mira – continuó el doctor – nadie te persigue. No creo que ese sacerdote quiera excomulgarte. Más bien, te excusaste en eso para escapar de ti mismo… Trata de razonar con claridad, busca un PUNTO NEUTRO y podrás encontrar tu propio camino.
– ¿Cómo doctor? ¿Dígame CÓMO? – imploraba Iván.
– Eso sólo tú puedes determinarlo. Ahora debo irme, se hace tarde. La próxima vez, tendrás que pagar.
Iván se aferró al doctor con mayor desesperación:
– Pero doctor, usted no puede… ¡No sé qué hacer!
… ¿Qué hago?… ¿QUÉ HAGO?…
Era inútil. El doctor ya se encontraba a varios metros de distancia. Sólo le dijo adiós con la mano, “así, de espaldas”.
Iván quería seguirlo, gritarle. Pero una fuerza extraña no le permitía moverse y permaneció de pié, inmóvil, observando cómo se empequeñecía la imagen del doctor a medida que se alejaba, hasta perderse por completo entre la gente, el sol y el ruido de las dos de la tarde.
… Tenía miedo. Cuando al fin pudo moverse, comenzó a caminar. “¿Qué hago?”, pensaba. “¿Qué puedo hacer?”. De pronto, el temblor que sentía en las piernas se apoderó de todo su cuerpo… Lloraba… Tuvo que apoyarse en la pared más cercana porque creyó que caería al suelo… Pero no fue así… Quizás el mismo poder que lo hacía tambalear evitaba a la vez su caída. “¿Será posible?”, pensó, “¿Mi temor es mi propia fuerza?”… Reflexionó por un momento: “No… Mi FUERZA se opone al temor”…
Acababa de dar el primer paso… Un instante después alzó los ojos al cielo, y allí estaba, ¡eterna, solemne, majestuosa!, única a pesar de creencias y religiones, tan evidente que aún ante los ojos más abiertos pasa inadvertida:
¡LA GLORIA DE DIOS!