Hoy no ha tocado el despertador, maldita luz, se va cada dos por tres. Hoy llegaré tarde, como siempre, toque o no toque ese ojo con agujas que me vigila cada mañana, como si yo fuera tonta.
A veces tengo la sensación de que la vida se repite. Se repiten las mañanas y se repiten las tardes. Se repite el zumo de naranja que me hace mi madre y su sermón matinal: “Hija, que llegas tarde… no se puede contigo… otra vez tuve que llamarte… ¿y tú eres la que quiere vivir sola?… Ya sé que se fue la luz, pero eso no te disculpa hija mía, lo tuyo es crónico y menos mal que estoy yo para hacerte el desayuno, si no, te irías cada mañana sin comer nada, en fin, para qué gastar más saliva contigo”…
El 42 acaba de salir, ahora tendré que coger el metro. Si al final mi madre tiene razón, no valgo para ser responsable. A mí me gusta pensar en una islita de esas desérticas, despobladas de madres y de jefes y de oficinas y de gentes.
Uf, el maldito metro atiborrado de almas negras y blancas, inmigrantes exóticos o ajenos, madrileños no menos extraños, y yo en medio de esta vorágine de asfalto que me va restando cordura y sumando estrés. Prefiero el autobús, siempre somos los mismos, no hay miedo a los imprevistos. Es aburrido, pero bueno, el trayecto se me hace muy corto.
Nuevos Ministerios, aquí me bajo. Me levanto y nadie repara en mí. Nadie me mira. Mejor así, pasar inadvertida. En el autobús todos me hubieran dicho adiós. La verdad es que eso me cansa también, que todos estén pendientes de quién entra y quién sale, de dónde vienes o adónde vas, quien pica billete y quien no, qué llevas puesto hoy, qué cara traes… ¡Bah! No lo aguanto.
La oficina hoy está fría. Ya están todos, bueno, no soy la última, la mesa de Marta está vacía, menos mal. Cualquier día me despiden por retrasos recurrentes. Qué vergüenza, Luis me mira y me sonrojo, como siempre que lo hace, y yo intento disimular que me gusta, delante de todos. Puede que hoy me haga una señal, se lo noto.
Mi mesa está atiborrada de papeles. No creo que la desahogue antes de comer. Me pongo a ello.
Acaba de llegar Marta, me mira y me hace señas como de estar preocupada por su tardanza, se muerde el labio inferior y parece nerviosa. Se sienta con sigilo, como si el jefe no supiera que llega tarde, y su cara es un poema de endecasílabos descompuestos. Hace unos ademanes acartonados y mete la cabeza en su ordenador, como una autómata.
Luis me trae un café y eso hace que me sofoque más que nunca. Sabe que me pone nerviosa su presencia a menos de medio metro de mí en la oficina. No quiero que nadie pueda tener elementos de juicio sobre nosotros, ni un solo gesto con más o menos emoción, nada que me relacione con él, pero él es así, caprichoso, y me pone en evidencia. Agacha su cabeza, peligrosamente, y sus labios rozan mi nuca. En un segundo, casi en un soplo, me dice al oído que nos vemos para comer: “te espero donde siempre, sé puntual”. Lo sabía, nunca me equivoco. Cuando se ha ido, levanto la vista del ordenador y nadie está mirando, excepto Marta, que me hace un gesto displicente, señalando a Luis. Como si yo tuviera que darle explicaciones. Precisamente a ella.
Me como los papeles. Va llegando la hora del almuerzo y eso tiende un puente hacia la lujuria, casi me siento lubricada por momentos.
Es curioso, Marta se ha ido y no la he visto salir ni me ha dicho nada.
Aprovecho para levantarme, casi subrepticiamente, y salir sin dar explicaciones.
Me doy de bruces con Luis en la puerta, está hablando por el móvil. Lo escucho cómo da explicaciones a su mujer del porqué no va a comer a casa. Me hace un ademán de que yo siga hacia el Paraíso y lo espere allí. Eso hago. El Paraíso está tan alejado de miradas indiscretas como cercano del trabajo. Es uno de esos hoteles transitorios, donde puedes comer y follar sin dar explicaciones a nadie, ni siquiera a ti misma. Solemos hacer uso del Paraíso dos veces por semana.
Cuando salimos del hotel, (yo siempre salgo delante de él) se me viene a la cabeza mi madre y pienso en lo que ella me diría. Sé que éste siempre será mi secreto.
Aún sabiendo que lo mío con Luis no tiene ni principio ni fin, soy feliz cuando me hace una señal en la oficina para indicarme que tenemos una cita. No tenemos días fijos.
Sé que algún día no hará señales ni habrá paraíso; pero, mientras, lo disfruto, como se puede disfrutar una tarta o un manjar en las ocasiones especiales. Posiblemente soy de esas mujeres que odian las mujeres.
La tarde en el trabajo se me hace muy corta. Luis no me quita ojo, está muy satisfecho, me dice que estuve “diez” en la cama. Sus ojos, lascivos aún, me miran descarados, dejando escapar algún que otro gesto amoroso. Yo intento disimular, hago como que no veo nada, como que no lo conozco, aunque me siento plena y, a veces, enfrento la mirada con descaro, arriesgadamente.
Estoy enfrascada en unos datos que debo contrastar y siento un roce en la espalda. Cuando quiero mirar, veo a Luis salir por la puerta. Mi corazón se acelera. Yo también quiero irme, salir con él, aunque eso no será posible. Nunca es posible.
Marta no ha venido esta tarde. Cuando llegue a casa la llamo. Ahora que puedo pensar en ella me doy cuenta de que algo debe haber sucedido para que se ausente del trabajo. Me inquieto.
Mmmmmmmm por fin terminé, es hora de ir a casa. Dudo si tomar el autobús o el metro. Luis me ha cambiado el día, tomaré el metro, esta mañana casi me gustó. Luis me ha gustado. Luis me gusta siempre. Estoy pletórica y veo la vida de otra manera. Sé que es una alegría efímera, pero me abandono a la corriente.
El metro está bullicioso esta tarde.
Mi madre me ha dejado un mensaje para que antes de subir a casa compre una caja de leche de soja, es alérgica a la lactosa.
El ascensor no funciona. ¡Otra vez la luz! Subo los cinco pisos con ritmo, sin protestar.
Mi madre tiene jaqueca y está dispuesta a explicarme cómo se siente. Antes de dejarla hablar llamo a Marta. No me coge el teléfono. Ahora, verdaderamente, mi preocupación va en aumento. Mi madre me lo nota y me pregunta. Le explico lo de Marta. Me siento y la escucho los dolores que tuvo durante toda la jornada. El teléfono me saca de esa rutina. Es Marta. Le digo lo preocupada que me tiene. Ella me echa una leve regañina porque he tardado en reaccionar. Según ella, una amiga hubiera llamado mucho antes. Lo de siempre, está deprimida, su vida es un caos. Marta tiene un divorcio en ciernes, dos hijos y muchos complejos. Su marido acabará yéndose y dejándola con los dos niños para ella sola. Ese día me tendrá, ella lo sabe y yo lo temo, temo ese día.
No hay nada en la tele, se queja mi madre, y tiene razón.
Hoy ha sido un buen día, la jornada ha ido mejor de lo que esperaba. Mi madre no para de hablar, el tema de Marta le da mucho de sí, y yo no quiero hablar de eso, mi cabeza está en otra parte. Me voy a dormir, aunque ella sabe que me quedaré leyendo un rato.
Después de una hora mi cabeza da vueltas. Esta noche me gustaría tener a Luis en mi cama. Algunas noches me pasa, pero yo no quiero que me pase, porque eso hace que se estropee el día. No quiero hacer feedback, sólo quiero saborear ese regusto que me ha quedado de placer, de momento maravilloso; pero tiene alas y se me escapa de las manos. Es irremediable. Luego pienso en Marta, también es irremediable, su voz profunda y quejicosa. Pobre Marta. Luís, otra vez él. ¿Qué hará ahora? ¿Pensará en mí por las noches? ¿Me deseará igual que lo deseo yo?…
Dos golpecitos en la puerta y se acabaron mis cavilaciones. Mi madre se va a dormir y no soporta ver, por debajo de la puerta, la luz de mi cuarto encendida. Luego vendrá la cantinela al día siguiente y el mismo sermón repetido. La vida continúa.
A dormir.