Un fatídico día, mientras caminaba tranquilamente flanqueado por los robustos árboles de cedro sobre los corredores de adoquín rojizo hacia la facultad de filosofía y letras, súbitamente, perturbando el remanso inmerso en que me encontraba, salida desde los avernos, una demonia de claros ojos cafés y penetrante mirar, de largos y castaños caireles dejando su cabello por el aire acariciar, me hizo estremecer como un balde de agua fría en una nublada noche cuando los suyos se encontraron con mis despiertos ojos. Ella se volteó inmediatamente y yo no pude evitar el placer de contemplar a esa mujer: su entero cuerpo bañado por el manto del sol resplandecía su blanca piel por el transparente sudor, fluía en sus caderas la brisa que pasa y eran sus escultóricos pechos dos esferas que palpitaban en desenfreno. Seguí observando, sin ningún recato, como quien ve el mar por primera vez, tratando de escudriñar cada parte de ella, centímetro a centímetro, poro a poro. Conté por lo menos cinco lunares y adiviné los vellos dorados de su terso vientre quedando extasiado. Justo cuando volvía aún aturdido del estado de trance en el que aquella arpía me tenía, poderosa Afrodita, con clara evidencia de cansancio y provocación, se empinó frente de mí sin el mínimo sentido del pudor para reposar su fatiga. De regreso súbito a mi ex-estado de petrificación, mi cara inerte y ruborizada apuntalaba a sus carnosos glúteos, siendo mi mirada dilatada y lúdica la cual analizaba la circunferencia exacta de sus nalgas, de aquel majestuoso trasero protegido tan sólo por un pantaloncito corto y translúcido al cual se le transparentaba su roja y ligera tanga que hacía más prominente la división de su delicioso culo.