Nos habíamos ganado el respeto de los recolectores. Y más cuando descubrimos el sencillo y práctico aporte de las pilas. Sencillo porque estaban al alcance de la mano, ahí en la imponente montaña y prácticas por ser manuales. Lástima que las hallamos tarde pues habrán quedado millares quizás en la base del pestilente basural sin recuperarse pues remover la gigantesca y caliente mole era imposible. Es que el pilón de basuras databa de años, alimentado diariamente por el acarreo incesante de los camiones a través de la trocha.
Culminar en la cumbre era temerario. Nos animábamos escalando las escarpadas pendientes, eligiendo los derroteros menos peligrosos para llegar a lo alto y observar desde allí la lejana silueta de edificios difuminados en el horizonte. Los pocos que habían llegado dijeron que el espectáculo de la ciudad era imponente sobre todo de noche: una campana de resplandor incandescente de lava viva. Peligroso por los agujeros negros por donde respiraba ella, la montaña, dispuestos como trampas disimuladas en las laderas. Llegamos a conocer a palmo las sinuosidades de las escarpaduras para coronar los exitosos intentos. Se tendría en cuenta, además, el aspecto físico para soportar el calor. A medida que se ascendía aumentaba el bochorno de la masa humeante, un vaho abrasador y asfixiante como cerrojos candentes en el pecho y las coyunturas. Pero nos ingeniábamos imitando a las competidoras ratas. Ellas sabían trepar esquivando los agujeros, detectando los residuos más apetitosos y eligiendo accesos tibios sin combustión. Una osada acción. Demandaba astucia y paciencia. Por lo común había una generala expedicionaria –una madura y ágil rata- que marcaba el rumbo y emitía un chillido especial que aprendimos a descifrar cuando encontraban una mina. Ése era el momento del ataque antes que las más veloces se abalanzaran sobre el hallazgo. A un silbido les escamoteábamos el festín, matando a las rezagadas para contento de los tiñosos perros. La cuestión no era constante. Cada tanto cambiábamos la estrategia con los avisos. Los silbidos variaban imitando chistidos, croares, gorjeos, desconcertando a las sagaces ratas.
Por eso cuando descubrimos los envoltorios de los acumuladores proclamamos que al fin había un elemento que las adversarias no advirtieron. No se les ocurrió que semejante tesoro pudiera ser de utilidad. Claro que si tenían a disposición los restos de alimentos no se fijarían en aquellos vistosos estuches salvo que pudieran roer las carcasas como deporte dentario. Y había cientos de pilas entre los bolsones de la montaña indemnes a la furia del sustento. Era solo meter la mano sin mirar palpándolas.
Las apilamos frente a las rastreras casuchas de latas oxidadas clasificándolas en grandes, pequeñas y chiquititas. Éstas fueron elegidas para juguetes, collares, cintos y aros. Las mujeres rivalizaban a cual mejor ornamento. Los niños chupaban las pequeñas pues el sabor metálico que desprendían los jugos internos en las junturas eran como caramelos.
Cuando los montículos sombrearon los senderos, reemplazamos los habitáculos por paredes multicolores de baterías unidas por la oscura argamasa que destilaba la montaña. Ahora poseíamos algo semejante a los ciudadanos: casitas con porche y fachada. Sin jardines ni siquiera yuyos pero cubiertos con techumbres de pilas a dos aguas. Verdaderas maravillas a las cuales nuestras eternas enemigas, las ratas, no osaban penetrar. Incluso huían al aproximarse al extendido conglomerado del nuevo material. También armamos rodillos a pilas unidas con chapitas en cascabeles cuyo sólo rodar ponía en desbandada a las espantadas y chillonas ratas, victoria que coronaba los anhelos postergados de tantos años de acérrimos duelos. Ahora poseíamos la montaña.
La montaña enteramente nuestra y también la trocha, ese apéndice de huellones barrosos que conducían a la urbe donde estaban las sustancias, decían los abuelos. Las sustancias como pulpas. Comentaban que en los mercados de la ciudad las naranjas no eran hollejos ni cortezas como en la basura sino pulpas jugosas. Los huesos y espinazos y médulas estaban revestidos de sangrientas carnes rojas o blancas, no de podridos y secos tegumentos como desperdicios. Los panes grises de hongos eran en las panaderías tostados y de harinas blancas y las cáscaras de huevos contenían yemas amarillas.
Tras esa conquista tratamos de dirigir nuestro próximo asalto: probar las pulpas de la ciudad.
Tuvimos al índice divino por aliado pues durante una tormentosa noche un rayo nos electrificó en los camastros y a las piladas viviendas en un colosal chisporroteo y el caserío resplandeció en la oscuridad. Estábamos iluminados. Con intermitencias como las luciérnagas pero iluminados. No de tanta magnitud como en la metrópoli pero reflejados en arco iris por la sabia providencia. Ahora estudiarían la forma de conectar las herrumbradas heladeras y los desvaídos televisores. El progreso se avenía.
Fueron a los choferes de los camiones volcadores a quienes mostramos las luminarias ranchadas al amanecer como gigantes carteles de neon al pie de la montaña. Y ellos, sacándose los pañuelos de las narices, observaron atónitos nuestro desfile sin reconocernos. Es que estábamos preparados para el carnaval. Una murga vistosa: calvos, sin cejas ni pestañas y las pupilas dilatadas de luz verdosa.
Abandonamos al fin el basural y conquistamos las sustanciosas pulpas ciudadanas. Ahora nos dábamos del gusto de tirar basura como ellos.
Pero teníamos que pagar. Nos colocaban rígidos y semidesnudos ante los portales de pesebres, quermeses, misas de bautismos y fiestas de casamientos para cantar en coro. Estos fenómenos aseguraban el éxito de cualquier evento, decían.
No era para menos: sincronizados titilaban nuestros ojos, el canto era un chispero de estrellitas al aire y en las barriguitas traslúcidas de los chiquitines parpadeaban semáforos.