Dentro del aula el incesante golpear las tizas sobre la pizarra confirmaba nuestra intención de convertirnos en una máquina de guerra. El enemigo: una ecuación de las tantas que hasta entonces nunca había intentado resolver. De eso daba fe mi invariable promedio que no pasaba del uno.
Me quedé inmóvil con el proyectil en mi mano y la vista puesta sobre el rostro perplejo del temible profesor de mates. Era la primera vez que lo veía en realidad. Recién en ese instante fui capaz de detenerme en sus rasgos que denotaban insatisfacción, en sus labios apretadamente resentidos, en sus ojos apagados por el cansancio y en sus hombros vencidos por el peso de una abrumadora resignación. Él permanecía impasible junto al último bastión de lo que hasta entonces fueran sus dominios: su escritorio. Esta vez, no había reacción ante el ataque. Ya no cabían las amenazas. La ofensiva era tan abrumadora que a su entregada postura, sólo le faltaba atar un pañuelo a su paraguas en señal de tregua.
Detrás de los cristales una lluvia torrencial sonaba como la segunda voz de un coro de percusión en el ensordecedor cántico de “El caos”. Yo me sentía ajeno a la escena. Era un espectador con platea preferencial. De pié, con los brazos caídos y la tiza aún en mi puño, sin reconocerme, – ¡alto! -vociferé.
El profesor de mates pegó un brinco, todos callaron y las miradas cayeron sobre mí como dardos envenenados. Mi voz siempre había sido la voz cantante. Y cuál discípulo de Judas con mi irónica sonrisa siempre había entregado al maestro. Pero en esa jornada no me sentía capaz de ser el protagonista de reparto en una escena que había llegado a conmoverme.
– ¿Qué te pasa guapo? – me interrogó Carla; mi par femenino de igual rango que yo en el ejercicio del liderazgo sobre el grupo.
Hasta ese día nunca había osado contrariarla. Creí que cedería una vez más ante su mirada felina, e iría de duro contra una víctima que ni siquiera ofrecía resistencia. Sin embargo, esa vez pude mantener, sin pestañar, mis ojos sobre los suyos color miel; irónicamente huérfanos de toda dulzura. Entonces, llegué a ver a Carla tal cual era: una belleza pétrea; fría como el mármol de una efigie. Sin contestar salté por encima del pupitre, y con la tiza que había sido incapaz de lanzar comencé a garabatear en la pizarra un ensayo del desarrollo de la ecuación motivo de la revuelta. Sobre el total silencio repicaban triunfales mis trazos deslizándose seguros sobre el encerado. Al concluir el ejercicio, – correcto. Ya puede sentarse -manifestó el profesor con su inconfundible y gélida voz.
Había sido mi primer gran momento. Por encima de mi asombro se alzaba una expresión de incredulidad por parte del conjunto de la clase; ahora, convertido en un impecable grupo sentado en sus pupitres en aparente estado contemplativo. Sí, como si hubieran sido testigos de un milagro.
Al segundo, una mano se posó firmemente sobre mi hombro y comenzó a zamarrearme. Giré la cabeza e intenté abrir los ojos sin entender por qué permanecían cerrados. Una vez que conseguí que mis párpados me obedecieran, un golpe de luz me lastimó la vista y, aún sin llegar a verlo, ya escuchaba la voz de mi padre sonora y penetrante como los acordes de un timbal.
– ¡Joder, Marcos! Basta que tengas un examen para que te quedes dormido -rezongaba como siempre mi pobre viejo.
Pero ese despertar tuvo un matiz distinto. No sentí resentimiento al tomar contacto con la realidad, ni tampoco ese irrefrenable odio hacia mi padre como todas las mañanas. En mi ánimo aún flotaba un estado de absoluta satisfacción del cuál nunca había disfrutado. Así, se debelaba para mí el alcance de lo hasta entonces una simple terminología abstracta: la realización personal. Ya no pude ver a mi padre como el hombre hosco y ruin que pretendía amargarme la vida obligándome a hacer lo que a mí me traía sin cuidado. Pude percibir en su actitud el trasfondo de un incondicional cariño puesto de manifiesto tras su ruda apariencia, en el afán de que yo no tuviera que transitar por una existencia tan gris como la que a él le había tocado en suerte.
Mientras me cambiaba a toda prisa, para no llegar tarde al instituto, pensaba en el examen de mates que me esperaba. Con gusto hubiera dado en trueque mi cuerpazo por los conocimientos que hoy llevaría consigo el larguirucho, cuatro ojos y sabelotodo del grupo.
De allí en más, fueron otros mis objetivos y, si bien no resultó para nada tan fácil como en mi sueño, conseguí entenderme con las matemáticas y logré ganarme su amistad. Ese aprecio me condujo a ser quien soy y a recuperar en los límites de la realidad aquella profunda sensación de triunfo. Hace unas noches, emocionalmente llegué a concretar mi sueño. Ese que con la fuerza del coraje tuve la suerte de seguir soñando despierto durante un largo tiempo de penurias y de esfuerzos. Aquel prodigio se produjo en la ceremonia de nombramiento y presentación del equipo responsable de poner en práctica el faraónico proyecto de empalme de represas y acueductos, a nivel nacional, para el aprovisionamiento de agua en todo el territorio; el que desde entonces presido con carácter de ingeniero jefe.
Sentí una gran satisfacción entonces al alzar mi copa al momento del vino de honor y brindar con quién hacia ya casi dos décadas había sido mi temible profesor de mates. Luego, eche un vistazo al reloj, y Natalia, mi mujer, sonrió mirándome con sus ojos del color y la dulzura de la miel. Ambos sabíamos que teníamos que irnos. Al día siguiente nuestros hijos, temprano, debían ir a clases.