Podía sentir como fluía, a borbotones rítmicos, tratando de entibiar en un esfuerzo consolador, lo que ya estaba frío por dentro, pequeños riachos incipientes despuntaban de cada golpe, la gran máquina se estaba quedando sin combustible para bombear, pues el que salía, no tenía retorno posible.
Estaba ya despuntando un sol tímido, casi temeroso, asomando curioso entre las nubes blancas y grises que lo ocultaban a medias.
Ella, no comprendía lo que había hecho, sus manitas empapadas, sus ojos desmesuradamente abiertos en una pregunta que no tendría más respuesta que una estúpida sonrisa asomada en mi boca.
Continuaban ladrando los perros de la villa, no habían parado de hacerlo en toda la noche, las ratas mañaneras corrían por el techo de medias chapas, que empezaban a calentar por efecto del sol, silbaba la pava sobre el calentador de kerosén, poniendo una cortina tenue de vapor a la escena.
Aún goteaba en su manita alzada sobre mí, el relámpago de hierro, que en una tormenta de miedo y desesperación, había entrado y salido de mi pecho muchas, muchas veces.
Sonó el despertador, cortando el silencio como un cuchillo afilado, ¡ya estábamos despiertos.!
Alcé mi mano para acariciar sus cabellos, y empezaron a rodar lágrimas silenciosas de sus ojazos achinados.
Había yo cruzado la puerta con el revólver en la mano, agitado, con la cara manchada de la sangre del pelado.
La noche había sido fructífera, para el robo, dos estéreos con cd, una billetera con muchos dólares, una valija de herramientas, ¡al fin, la suerte nos había sonreído!.
Si bien la alarma del auto que habíamos reventado no paraba de sonar, igual regresábamos a buen paso pero tranquilos, porque la calle estaba desierta.
Fue el puto custodio de la fábrica de al lado de la villa, que nos la tenía jurada, cuando pasábamos, ya caminando, sin aviso alguno tiró a quemarropa con la recortada. Le voló limpita la cabeza al pelado y me salpicó de sangre. Yo le tiré con la 38 hasta vaciarla y se quedó en el piso agarrándose la barriga de cerdo, enseguida salí corriendo porque ya se escuchaban las sirenas de la policía.
Siempre le había dicho a la nena, si escuchas tiros, quédate detrás de la puerta y aunque tengas miedo, al bulto nomás, en el pecho, si alguien entra le clavas el hierro.
La noche estuvo fría, el pasamontañas puesto, salpicado con la sangre del pelado, el miedo que se agiganta en la soledad y yo sin avisar con el chiflido de costumbre, entré corriendo…
Ya no fluía mas la sangre, el sol resplandecía en el cielo mañanero, despertaba la villa con un bostezo de mal dormida, el bolso con el botín desparramado en la entrada, una pierna afuera y la otra adentro.
Mi perro aulló lastimero, me lamió la mano entibiándola con su saliva, mientras una garra fría se me prendió del pecho.
La nena apoyó su cabecita despeinada cerca de mi cara, pude sentir la convulsión del sollozo, su aliento caliente, y en el humo de la pava que seguía humeando y silbando, con los ojos llenos de este sol que no había salido para alumbrarme a mi, me fui desvaneciendo.