Subió a la azotea y tocó a Raúl. “Pss, despiértate”. Por respuesta escuchó un ronquido. Lo empujó otra vez pero las piernas le flaquearon y cayó sentada. “Házmelo como antes, ¿te acuerdas?” dijo en un hilillo de voz. Entonces lloró en silencio unos minutos, la emoción entrecortada a intervalos por los ronquidos de su esposo. Miró al cielo. Las estrellas hacían guiños como de putas que se burlan de una “señora de su casa”
Ya está bien, se dijo. Tomó aire a profundidad y bajó las escaleras. Después de comprobar que los niños dormían, regresó a su habitación, en la que se encontraban las fotos de William rasgadas a la mitad y diseminadas por el piso y sobre la cama. Cogió una en la que él reía de un modo esplendente. Aprovechando que la foto no le pondría expresión de desdén se permitió ser melodramática. Le dijo que ella sabía que no era tan joven como antes. Su vida era como la ceniza de cigarro, y su esposo un borracho perdido, un despojo, día y noche en la azotea; pero no era justo que él, William, su único amante, ahora se entretuviera persiguiendo jovencitas. Si ellas supieran el daño que ocasionaban a lo mejor les interesaran menos las cervezas y el carro con que él las seducía. “Pero ya les llegará su turno, como a mí.” Besó la sonrisa de William, y se miró en el espejo. El sufrimiento le había creado unas leves patas de gallina, pero aún era una mujer codiciada. Días atrás una voz proveniente de un grupo de jóvenes universitarios le gritó: “Diosa, nosotros somos tus fieles”. Ahora sonrió, los ojos humedecidos. No había que dejarse matar.
Levantó el auricular y marcó.
—Oigo —del otro lado, la voz de una anciana.
Diana iba a preguntar por… por… ¿cómo era el nombre del Troll?
“¿Oigo?”, repitió la voz del otro lado y colgó.
¿Jorge Luis? ¿Juan José? Regresó al teléfono tras una pequeña victoria mnémica.
—Oigo.
—Buenas noches.
—Buenas noches.
—Por favor, ¿José Carlos se encuentra?
—¿El padre o el hijo?
¿El Troll tenía hijos? No podía ser. El Troll, como William, era un soltero empedernido. ¿Mujer embarazada?, vade retro Satán. Pero a lo mejor había cambiado. Todos cambian. Ella misma había dejado la farándula hacía años.
—No sé. A él… a él le dicen el Troll —dijo.
—Está equivocada —dijo la anciana en tono de enfado y colgó.
Las manos de Diana temblaron un instante. Odió la miseria del país. Odió que no existieran teléfonos móviles, personales. Ahora, aunque el Troll estuviera, la vieja bruja de su tía o la que fuera no lo pondría al habla. “Nada, mijo, cómo llaman equivocados, como si esto fuera el Hospital”. Tampoco podría ir hasta la casa del Troll. Quedaba muy lejos. Los deseos de llorar la invadieron otra vez. Si al menos hubiera sexo telefónico, líneas calientes. Si pudiera colocar un anuncio en el periódico. “Mujer sexy y sexual, de 32 años, necesita amante cariñoso y discreto”. Sin darse cuenta había apretado los dientes y se miraba al espejo deseando que cayera una bomba y lo barriera todo; o que apareciera una máquina del tiempo en la que pudiera regresar al pasado para no cometer el mismo error mierdero; el error de muchachita enamorada de un pintor fracasado.
Para colmo de males estaban los niños. Eran adorables, pero a veces la sacaban de quicio. A veces tenía el mal impulso de querer asfixiarlos con almohadas mientras dormían; y primero cortarle la garganta a su marido, y por último suicidarse. Ay, Dios, susurró y se llevó las manos a la cara. “Diosa, nosotros somos tus fieles”, recordó otra vez.
Sí, aún existía otra posibilidad. Se vistió y maquilló. Si llegara William no tendría que hacerlo. Entró en la habitación de los niños. Ambos dormiditos. El reloj mostraba las 9:20. Salió.
—Mamá está triste —le susurró Brenda a Dago. El niño no respondió, imaginando en la oscuridad las figuras que se formaban en el techo por causa de las disparidades de la pintura.
Sólo 15 minutos, se dijo Diana. Cerró la puerta de la calle, y la abrió de nuevo. ¿Y si Dago se despertaba de una pesadilla? Nadie los oiría. Las borracheras de Raúl le hacían dormir profundamente. Se imaginó a los vecinos, llamando a la policía en caso de que Brenda gritara, horrorizada sin nadie que la calmara.
Podía dejarles un mensaje. “Mamá fue a un mandado. Regresa en 15 minutos”. Brenda tenía 9 años. Lo leería y cuidaría a su hermanito. Eso es. Ella cumpliría con su “acuerdo”. Solo 15 minutos.
Llegó al Parque Vidal y eligió un banco semiocupado. Un grupo de jóvenes se reunía alrededor de un trovador que pulsaba su instrumento en el banco de enfrente. Cantaban. ¿Qué hago aquí? Los jóvenes pasaban, la miraban, pero no se acercaban ¿Parezco fría? Sólo 15 minutos, los niños están solos, o con Raúl, que es lo mismo. Cuando se disponía a regresar, una pareja de mulatos, salida de la nada, se interpuso.
—Hola, amiga. Yo soy Carlos y él Wilfredo, como el pintor, Lam.
Diana los miró, perpleja. Eran bellos. Carlos comenzó otra vez:
—I´m Carlos, and my friend, Wilfredo, like a painter, Lam. ¿Do you like the cuban painting?
En cuanto se repuso, dijo:
—No, yo no… Estoy esperando a mi esposo que fue aquí a… a… Bueno, eso, que estoy esperando a mi esposo.
Carlos miró dentro de los ojos de Diana, como si intentara descubrir algún secreto, pero Wilfredo, evidentemente decepcionado, dio a su amigo un golpecito en la espalda.
—Hasta luego, amiga —se despidió Carlos y echó a andar. A medida que se alejaban hacían gestos de conversación en desacuerdo, y Carlos volvía la cabeza de vez en cuando, hacia el banco que ocupaba Diana.
El alma le había resbalado hasta los pies, pero se levantó y cuando abandonaba el parque casi tropieza con los locos del pre: el Gato, el gordo Tito y el Troll. No podía ser cierto. Demasiada casualidad.
—¡Eh, Diana! —dijo el Troll, maravillado por el encuentro.
—Hola, José Carlos —dijo ella, como si hubiera visto el descendimiento de Jesucristo sobre una nube, en el fin de los siglos.
El gordo Tito y el Gato intercambiaron sonrisitas, siguieron de largo y el primero, a unos pasos de distancia, voceó, afeminando la voz: “Nos vemos después, José Carlos”.
—¿Te sientes bien? —dijo el Troll.
—Sí… Bueno, no —lo miró desafiante a los ojos. —Me siento sola.
—¿Sola? ¿Cómo aquella vez en Varadero?
Ella simuló no recordar la ocasión. Prefería escuchar la versión del Troll.
—¿¡Cómo no te vas a acordar!?
—De verdad que no.
—Mentirosa.
—Recuérdame algo.
—Fuimos juntos a las BET, el Gato y Anita, el Gordo con aquella loquita que le decía “Mi Mondongón”
—Sí, sí, me acuerdo de ella —rieron un poco.
—Tú estabas sola y yo también. Sobrecumplimos y nos ganamos un viaje a Varadero. Me acuerdo de que la loquita se estaba chupando a Mondongón; y el Gato y Anita sabe Dios dónde estaban. Tú y yo empezamos a bailar casino, ya borrachos. Después pusieron una cancioncita suave y te apretaste contra mí, y me dijiste, con tremendo olor a menta: “Me siento sola”.
—¿Y tú qué me contestaste?
—Que mi cabaña también estaba sola, la pobre.
La imagen de Dago y Brenda dormidos ocupó la conciencia de Diana.
—Tengo que irme —dijo.
—¿No puedo acompañarte?
—No.
Era un “no” sin mucha convicción, de modo que el Troll insistió:
—Prometo portarme bien y no tocar a Lucy ni a Susy —señaló las tetas de Diana. Con cara de pícara, Diana dijo que estaba bien, que era lo adecuado que él se comportara, aunque ella no tenía la misma opinión al respecto.
—¿Entonces a dónde quieres ir?
—Para mi casa.
—¿Y tú no estabas casada?
—Estaba.
Caminaron hasta la calle Caridad. Al doblar a la derecha, rumbo al Rincón Azul, el Troll pellizcó a Lucy. Diana echó una carrerita y él la persiguió. Cuando le dio alcance se besaron. Luego el Troll ofreció su espalda y ella trepó sobre el gigante. “Adelante, Gargantúa, al infinito y más allá”. El Troll trotó a lo largo de una cuadra, como aquella vez en Varadero. Sólo faltaba el mar, caer en el mar, los dos, reír, besarse, adolescentes.
Al llegar a la casa de Diana traían la risa tonta de los borrachos, pero sin haber bebido un trago. Entraron y ella lo condujo en silencio hasta el dormitorio. Lo dejó allí, a oscuras. “Vuelvo enseguida”. En su habitación, los niños seguían dormiditos. El reloj daba las 9: 35. Solo 15 minutos. Había cumplido su parte del pacto.
Al regresar a su dormitorio escuchó la voz del Troll:
—Enciende la luz, hay unos pedazos de revistas, o de rompecabezas en la cama.
—No te preocupes, son fotos.
—¿No las vas a quitar?
—No, házmelo encima de ellas, como aquella vez. ¿te acuerdas todavía?
—Ven acá para hacer memoria.
Se besaron, se mordieron. El Troll chupó a Lucy y a Susy hasta que Diana, temblando, le suplicó que se detuviera. Entonces la colocó en posición de lobo y la penetró suavecito y luego con más fuerza. “Así, así” gimió ella. El Troll tiró de su pelo y dijo “Coge, coge”. A Diana le pareció escuchar que la puerta de la habitación se abría suavemente pero en ese momento tuvo que ahogar bajo la almohada dos gritos de placer que parecían sollozos, como antes, como aquella vez; cuando no tenía responsabilidades y era libre y joven y codiciada por animales bellos y perfectos como el Troll. Aquellas épocas de…
Esta vez escuchó el sonido claramente. Volvió la cabeza de súbito y se incorporó, al igual que el Troll. Por la calle pasó un carro con música de discoteca. Las luces se filtraron un instante a través de las lucetas y los amantes vislumbraron a los niños que espiaban a través de la puerta entreabierta.
—¿Qué le estás haciendo a mi mamá? —preguntó Brenda, asustada.