A Cyrielle Rothé
¡Que pena tan insoslayable! Escuché cuchichear repetidamente como un eco lejano a la sarta de hipócritas reunidas con vulgar curiosidad alrededor del austero ataúd que aprisionaba a mi amada. Al transcurrir la noche, al sonar las ruidosas esquilas anunciando la entrada de la madrugada, el último par de beatas a quienes no identifiqué -fastidiadas seguramente de recitar incontables rosarios- se despedían con una efusiva tristeza un tanto desusada.
Encendí la luz y me acerqué al féretro ciñendo con fuerza el borde de un color oscuro aterciopelado. De frente a ella, no pude evitar emitir un profundo suspiro al contemplar su tersa piel y finas facciones brillar con coloridos reflejos, un perfecto arco-iris producto de los candiles. Inicié un recorrido con una mirada alerta el cuerpo inerte de Cyrielle y sin causa aparente me detuve en su escotado pecho sintiendo una agradable excitación. Ignorando el tiempo observé deleitado, después, tomé con mi titubeante mano derecha el fondo de su vestido violeta de luengos pliegues y al subir lentamente el atavío rozando mis dedos contra sus torneadas y suaves piernas sentí un escalofrío singular. Súbitamente, ignorando mi conciencia tomé con mis brazos el flácido cuerpo sacándolo de su celda mortuoria. Corrí de prisa hasta lo que fue una vez nuestro jardín secreto y junto al viejo olmo ornado de flores, bajo la observación de las candentes estrellas, arranqué sus prendas sin vacilar. En mutua desnudes, incapaz de contener mi lujuria, sin fe ni temor de Dios, tomé el cadáver hasta sodomizarlo. Al terminar, no presenté ningún remordimiento, de lo contrario, me sentí totalmente liberado. Algo fuera de este mundo.