Se despertó en un lecho “glacial” palpando a tientas su búsqueda, pero sólo pudo oírlas caer. ––¡Qué torpe! ––dijo ––empiezo el día tirándolas al suelo y ellas siempre resisten ––sintió una mezcla de alivio y confianza al notar el arco suave de su puente sobre el tabique nasal.
––Cuando mi nariz deje de ser su montura no sé qué va ser de ellas ––dijo. Eran feas, pero si las cambiaba por otras más a la moda quizá todos se percatarían de que lo feo era su nariz.
De no haber sido por ellas tal vez le hubieran llamado narigón, narizotas, o algo peor, durante todos estos años.
En realidad no le eran útiles desde hacía tiempo, pero era incapaz de llevarlas a que se las graduasen de nuevo; tenía miedo de que las perdieran, le tentasen con otras o, definitivamente decidieran romperse de una vez.
Ya no se lleva la pasta de caramelo buen hombre… pero si lleva la montura unida con celo. Déjeme que le busque unas nuevas. ––No gracias, no están rotas, es sólo un refuerzo porque soy muy torpe y tengo miedo de que se rompan. Para mí son como mis ojos, sin ellas dudo que pueda reconocer el mundo ––Lo que quería decir con esto, es que ellas le ocultaban el mundo que ya no quería ver; sus cristales estaban tan rallados que podrían fusilarle sin necesidad de pañuelo.
Se infestaba de melancolía al recordar la primera vez que le dijeron que debía llevarlas. Se resistió en vano, hasta que las patillas le abrazaron arañando las sienes con suavidad.
Cualquiera al enfrentarse a la falta de tacto de un espejo hubiera visto a un buzo desprovisto de mar, pero él no se sintió así.
A parte del primer mareo provocado por la lente, sintió que el mundo se ajustaba ––por primera vez–– ondulándose flexible hasta encontrar su medida. Como el ojo de un pez que no puede cerrar… convexo, brillante.
Palpó la botonera del ascensor para cerciorarse de que botón era el último y lo pulsó hasta oírlo. A la salida, pudo distinguir que alguien se le acercaba y esperó a que la silueta empezase a hablar para identificarle ––confundir a cualquier vecino con el portero sería demostrar que necesitaba unas nuevas; no le importaba que lo pensasen pero, no quería oírlo.
En la calle, la luz se hizo con los cristales en una tregua invernal y mas que formas pudo percibir sus colores.
Había chicos cerca, escuchó sus gritos pateando un balón mientras cruzaba la calle con la mirada fija en los destellos verdes que emitía el semáforo de la acera en la que empezaba el parque.
Y en un instante el mundo se le vino encima, o eso le pareció, porque la forma le recordó al globo terráqueo que consultaba pegando la nariz.
Padeció su sabor sólido y el hormigueo posterior al escuchar los rebotes alejándose, pero sobre todo, la ausencia de peso de una parte de su cabeza, de su cara… las gafas.