Fue en Las Querencias donde me reencontré con Felipe. En ese pueblo el sol abraza estrechamente la piel de los habitantes, el sudor se desliza impúdicamente por sus cuerpos. La brisa se ha ido de viaje y la lluvia duerme una siesta interminable. Los gritos del silencio sólo son interrumpidos por las voces de los animales: el canto de los gallos, el bramar de las vacas, el ladrido de los perros. Fue en ese pueblo, donde anochece muy temprano y la luna pasea su luz tímidamente porque teme a la oscuridad.
Felipe Brito era un hombre de agradable presencia, alto, moreno, de labios delgados y nariz aguileña. Tiene las manos grandes, aptas para el cultivo de la tierra, pero a él lo que siempre le gustó fue la política. Simpático y conversador, había logrado convertirse en el alcalde del municipio. Cuando lo volví a ver, a sus 60 cumpleaños, estaba divorciado de su esposa.
No era el mismo de antes. El cansancio moldeó su cuerpo, el calendario pisoteó su piel, su andar ya no tenía la agilidad de otros tiempos. Se había hecho tan parecido al paisaje que no se podía distinguir dónde empezaba y dónde terminaba cada uno, cuál era la figura y cuál el fondo.
A mis 45 años, yo seguía siendo un buen partido, como afirmaba mi madre. Mi nombre, Dulce María Bravo, decía mucho de mi carácter: apacible e impetuoso, sereno y vehemente a la vez. De mediana estatura y entrada en carnes, mi rostro no era muy hermoso pero tenía una boca sensual y una mirada profunda. Daba clases de biología en un liceo de la capital y estaba en el pueblo de vacaciones, arrastrando los coletazos de un desengaño amoroso. Mi corazón tampoco era el mismo de antes: el amor estaba de permiso… Más bien se había jubilado.
Mi tristeza, la de Felipe y la de Las Querencias se habían hecho una sola, como el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo. Por esa necesidad tan humana que nos impele a juntar afinidades, aunque sea para solazarnos en las desgracias, Felipe y yo comenzamos a encontrar placer en reunirnos. Nuestras conversaciones eran lacónicas porque las palabras habían huido despavoridas de la fuente agotable en que nos habíamos convertido. Éramos dos personas devenidas en cactus, por obra y gracia de la vida.
Una tarde la brisa regresó de su largo viaje, despeinándonos, hiriendo nuestros ojos. Como si hubiera estado esperando una señal del cielo, Felipe aprovechó para decirme, de buenas a primeras, con la frase más larga que había pronunciado en mucho rato:
-Tú no podías serle indiferente a este pueblo… y mucho menos serme indiferente a mí.
Diciendo esto se ruborizó. Sí, a su edad Felipe se ruborizó, dando una prueba palpable de que la sangre aún circulaba por sus venas. Mi corazón dio un golpe. Esa parte de mí que ya no se conmovía por nada, que parecía un mar sin olas, un reloj sin tic-tac, se convirtió de pronto en un loco redoblar de tambores. Yo había oído claramente lo que había dicho Felipe pero me hice la tonta, por miedo a volver a equivocarme, con el íntimo anhelo de encontrar certidumbres. Entonces, como hacemos algunas mujeres cuando necesitamos oír que somos amadas le pregunté, con voz vacilante:
-¿Qué quieres decir?… No te oí bien.
-Tú lo sabes -contestó, elusivo, con voz apenas audible, tal cual hacen algunos hombres cuando requieren urgentemente rehuir los compromisos.
-No, no lo sé. ¿Me lo quieres explicar?
Por toda respuesta Felipe y yo nos miramos. De esa particular manera en que parecen tejerse redes, construirse puentes, entre dos personas que se quieren. Nos miramos a los ojos, esos dos trocitos de vida que suelen llamar “espejos del alma”, prestos para la sinceridad, ineptos para el engaño. Comprendí que nos habíamos enamorado, sin darnos cuenta, sin pretenderlo, sin saber por qué. Como un dique largamente contenido, las palabras pugnaron por salir, pero esta vez no las queríamos, esta vez no hacían falta. Nos abrazamos por primera vez, danzando suavemente al compás de nuestra música interior. Nos besamos por primera vez, disfrutando cálidamente de la dulce humedad de nuestros labios.
Fue en Las Querencias donde me reencontré con el amor. En ese pueblo, el sol abraza suavemente la piel de los habitantes y el sudor se desliza delicadamente por sus cuerpos. La brisa se prodiga, generosa, y la lluvia bendice campos y ríos. Las voces de los humanos se unen en maravilloso concierto con los sonidos de la vegetación y con las voces de los animales. Fue en ese pueblo, donde todo es luz… Nosotros florecimos.