Es febrero y hace frío en la parada del bus. El sol avanza con pereza dorando los tejados de los edificios ennegrecidos por la contaminación de los coches y de las calefacciones de gasóleo. Amanece, que no es poco, y la ciudad se pone en marcha.
Con un estruendo de catástrofe, el autobús se detiene ante nosotros. Nos agrupamos junto a su puerta. Siempre somos los mismos. La muchacha rubia me mira preguntándose si también hoy voy a dejarla pasar primero, como todos los días desde hace varios meses. Me detengo al llegar a los escalones y la miro dibujando una sonrisa en mi rostro helado. Ella me devuelve el gesto y sube al cacharro. Nos sentamos juntos, como siempre, casi acurrucados. Siento su calor tan reconfortante, su olor a primavera. Ella saca de su mochila una novela de Follet. Yo me acomodo como puedo en el duro asiento y los parpados empiezan a pesarme como su fueran de plomo. El movimiento grave del autobús me hace perder peso. Poco a poco me sumerjo en una inconciencia de abismos inconmensurables y despierto dormido en algún lugar lejano, en otro tiempo que ya sólo existe en mi memoria.
Me parece oír a mi madre regañándome a gritos desde la terraza decorada con geranios y pajarillos de colores. Me dice que no le dé patadas a las piedras porque me rompo los zapatos. Es el primer día de clase de aquel año en el que mis padres no encontraron plaza, para mi hermano Raúl y para mí, en la educación pública. Por esa razón nos inscribieron, a los dos, en el colegio al que iba mi hermano Jesús.
Era un colegio privado que costaba una fortuna y que se llamaba El Liceo Atlante. En aquel centro, los chicos y las chicas estudiábamos en clases separadas y en el recreo salíamos a patios también separados. Los chicos vestíamos un uniforme que a mi padre debió costarle el sueldo de un año de su trabajo haciendo edificios y calles y parques. A veces pienso que mi padre construyó todo Madrid porque trabajaba todos los días desde por la mañana hasta por la noche. Menos mal que vino mi padre y después mi tío Roberto, que eran los dos muy trabajadores, sino Madrid sería ahora más pequeño y feo que San Isidro de Guadalupe, que es el pueblo donde murió mi abuela Laura.
Aquel uniforme se componía de pantalón azul de pinzas, zapatos negros de cordones, calcetines negros de hilo, camisa blanca de algodón, una chaqueta verde inglés y una corbata de rayitas rojas y azules que no se anudaba sino que se metía por la cabeza y se sujetaba al cuello de la camisa mediante una goma. La chaqueta llevaba cosido un escudo en el que un tipo muy musculoso, casi desnudo y encorvado por el peso, cargaba sobre sus espaldas con la bola del mundo y que era, según nos explicaron al comenzar el curso, una alegoría al esfuerzo y a la constancia: el atlante transportaba los arquitrabes con los que un gran arquitecto había proyectado construir el universo.
Yo me preguntaba dónde amontonaba aquel tipo los mundos que transportaba y qué hacía cada día cuando terminaba su trabajo, adónde iba, con quién cenaba, dónde dormía. Se lo pregunté a don Andrés, un profesor muy mayor que hablaba con ronquidos por un agujero que le habían hecho en el cuello.
– ¿Dónde vive ese hombre que carga con el mundo y que está dibujado en la puerta –le pregunté-. Dónde está su casa?
– En ningún sitio -me respondió entre gorgoteos-: sólo es un dibujo.
– Ya sé que es un dibujo, pero el que lo pintó seguro que sabe o se imagina adónde va el muñeco cuando acaba por las tardes su trabajo de mover mundos de un lado para otro.
– Nadie lo sabe, porque el muñeco no es una persona y no necesita tener casa ni ninguna de esas cosas que tú te imaginas. Es una alegoría, representa un pensamiento, una idea.
Las chicas del Liceo Atlante llevaban el mismo uniforme que nosotros, con la diferencia de que sus calcetines eran medias blancas que les llegaban hasta la rodilla, sus zapatos no eran de cordones sino que se sujetaban al pie con una hebilla y en vez de pantalones vestían falda tableada azul con cuadritos en rojo, muy similares en diseño a nuestras corbatas, que en ellas habían sido sustituidas por un lacito rojo.
Había una chica en sexto que tenía el cabello como el oro viejo del sello que robaron del cadáver de mi padre. Se llamaba Elisa y era la protagonista de todas mis masturbaciones y, por ende, la responsable de todos mis granos y de que no haya podido crecer más. Era como las chicas que salen en las películas. Seguro que nunca han visto nada igual. En el recreo, a través de la verja que separaba su patio del mío, me quedaba pasmado mirándola jugar a la goma o al corro, cantando aquello de “dónde vas moro viejo/que no te casas/que te estás arrugando/como las pasas”. En ocasiones, cuando saltaba, su falda volaba por encima de las rodillas y mi corazón se detenía durante un instante.
Aquel verano, cuando acabaron las clases en junio, creí que me moriría si no volvía a verla. Y así fue como, por vez primera en mi vida, dejé mi barrio y la compañía de mis hermanos y las tardes de jugar al rescate con los chicos de mi calle y las excursiones al parque de San Isidro a buscar nidos.
Con el espíritu de un joven soñador aventurero, enfilé la avenida General Ricardos hacia abajo, sin saber demasiado bien qué es lo que estaba haciendo, y subí por la calle de la Verdad sin más coartada que mi propia sonrisa. Sabía que Elisa vivía por allí y ardía en deseos de volver a verla. También eran de aquel barrio algunos compañeros del colegio con los que, más o menos, tenía algún trato.
Mi llegada provocó cierto revuelo. Los que me conocían corrieron a saludarme. Los que aún no me conocían me miraban con desconfianza. ¿A qué banda perteneces? Me preguntaron. Y como no pertenecía a ninguna me enrolé en la banda del Patata. Me llamaban el Extranjero porque no era de aquel barrio sino de varias calles más arriba. Para aquellos chicos mi casa estaba al otro lado del mundo y jamás habían llegado solos tan lejos.
Elisa y sus amigas jugaban junto a las tapias de una iglesia medio derruida a cuya sombra dormitaban unas abuelas excesivamente ancianas. Las chicas jugaban muy cerca de nosotros pero los componentes de la banda del Patata no parecían sentir ninguna necesidad por entablar contacto con ellas. Eran unos brutos que siempre estaban pensando en matar lagartijas y apedrear a los gatos. Otros chicos del barrio, algo más pequeños, sí jugaban con las chicas y eran éstas las que llevaban siempre la iniciativa. Ellas eran prácticamente unas mujercitas, mientras que los chicos éramos todavía unos niños.
Aunque sólo llevaba unos días en la banda del Patata, había ascendido muy rápido por mi condición de montaraz apátrida. Sin embargo, yo sólo tenía ojos para Elisa y buscaba cualquier excusa para acercarme a ella. En definitiva, era por ella por lo que estaba allí.
Una tarde de domingo en la que los termómetros se fundieron a la hora de la siesta aparecí por aquel barrio. Sabía que los prosélitos del Patata no estarían aún en la calle y esperaba encontrar a alguien que me introdujera en el círculo de Elisa. Fue mucho más sencillo de lo que había previsto. Las chicas estaban deseando que nos acercáramos a ellas. Cuando llegó el Patata con sus dos lugartenientes, armados los tres hasta los dientes con tirachinas y palos, dispuestos para una nueva y arriesgada misión en el parque, nos encontraron a todos jugando al pañuelo. Semejante propuesta los decepcionó profundamente, pero terminaron cediendo y fue así como desapareció la banda del Patata y como, en tan sólo unas pocas semanas, muchos de nosotros dejamos de ser niños para convertirnos en pequeños hombrecitos.
Rompiendo las reglas del colegio, comenzamos a practicar actividades mixtas cuyo colofón fue un juego que nos ocupaba las últimas horas de aquellas interminables y asfixiantes tardes de verano. Era el juego sobre el que giraba toda nuestra existencia. Lo llamábamos el juego de la cerilla. Se formaba un corro y se encendía una cerilla que iba pasando de mano en mano. Al que se le apagaba la cerilla tenía que dar un beso a otro jugador. Había una extraordinaria intención en todo aquello, algo prohibido emergía de aquella pequeña llama que apenas iluminaba los rostros de los niños. Parecía que nadie deseara que se le apagara a él o a ella la cerilla por miedo a descubrir ante los demás a quién deseaba besar.
La primera vez que se me apagó a mí la cerilla, el pecho se me hundió como aplastado por el peso de una escavadora. Elisa estaba al otro lado del corro, casi enfrente de mí. Cuando me levanté para ir a besarla, comprobé que las piernas no me mantenían el peso. Acerqué mi boca a sus labios y vi cómo cerraba los ojos mientras yo depositaba en ella mi beso. Cuando abrió de nuevo los ojos, mi cara aún no se había despegado de la suya y sus largas pestañas me acariciaron la piel.
El verano avanzó y hubo otros besos y otras cerillas caprichosas que los justificaron. Finalmente, una tarde, en el portal de su casa, prescindimos de la cerilla. Pero llegó agosto y con él la diáspora playera. Elisa dejó de ser Elisa y se convirtió en Gloria, una vecina de apartamento de Cullera que jamás había oído hablar del juego de la cerilla, pero que me enseñó que los besos pueden darse con lengua.
Cuando volvimos en septiembre al colegio, Elisa era ya toda una mujer. Vaya si lo era. Coqueteaba con los chicos mayores e incluso, más de una vez, fingió no verme o conocerme. Algunos años después, cuando la familia de Elisa ya se había ido a vivir a Aluche, me la encontré en el andén de la línea 6, un domingo casi a mediodía que yo volvía de comprar discos en una tienda del Rastro.
Apenas pude reconocerla, había engordado mucho, su cara se había vuelto lunar y llevaba el pelo muy corto, peinado hacía atrás como los chicos. En ese momento se derrumbó uno de los mitos sexuales de mi infancia y nunca volví a ser el mismo ni las cosas volvieron a ser como antes ni volví a mirar a ninguna chica como lo había hecho con Elisa, por miedo a que mi mirada golosa las engordara y afeara.
Fuimos juntos hasta Atocha hablando de cosas intrascendentes, descubriendo, el uno en el otro, los cambios que provoca el tiempo, las huellas de nuestra recién adquirida madurez. Quedamos para vernos un día. De esto hace ya casi veinte años y nunca hemos cumplido ni cumpliremos jamás con esa cita.
Una mano en mi hombro me devuelve al mundo de los despiertos. La chica del pelo de oro me mira con ojos divertidos y me dice: Despierta, ya hemos llegado. En tantos meses de viajar juntos, esta es la primera vez que oigo su voz. Es dulce como mermelada. Ya en la calle, ella se marcha en una dirección y yo en otra. Siento que me está mirando y vuelvo la cabeza. Me sonríe. Me acerco de nuevo a ella y le pregunto de qué se ríe. Sin dejar de sonreír me responde con otra pregunta: ¿Quién es Elisa? De inmediato comprendo que he hablado en sueños. Elisa es una niña que vive en mi infancia, le respondo. Tú me la recuerdas. Un simpático gesto de aprobación se dibuja en su cara, se da la vuelta y se marcha calle abajo. Mañana volveremos a vernos y algo en nosotros habrá cambiado.