Icono del sitio V Certamen de Narrativa

158- La tarea de filosofía. Por Argosgulto

…y, una vez allí, tirar
hacia atrás del prepucio
de la automática
y luego, gozar el orgasmo
de su gatillo al ser apretado:

Lolita,

Vladimir Nabokov 

A Camelia y a Cervantes por dejar
intactos los molinos.
 

Aquellos discutieron en la clase. No existen dos conciencias, que uno es una sola y a veces carcomida. Vete enterando. Él decía, sin embargo, que uno es múltiple y sacó además, de su bolsillo derecho, una cantidad conservadora y reaccionaria de ejemplos bien pulidos, sin la más mínima muestra de caries. Ella, con otro sin embargo, el sin embargo número dos, tenía un amuleto colmado de infinitas situaciones opuestas y mucho más sedentarias, es decir, más gordas.

    Por supuesto, ella ganó en cantidad y eso es lo que importa, ¡al diablo las conciencias!, gritaron, y cada uno conservó la suya, metida en la carpeta o en el bolsillo, jugando con ella dentro de la boca colgada de una cadenita, escondida en las medias para que nadie se la robara, o como Sebastián, quien les habla -diáfano animal-, que últimamente siempre ando con la mía bajo el brazo. Sólo por pura cobardía, para tenerla a mano por si acaso ¡Qué rima!

    Entonces, me pregunto, si al final de la clase, ella tuvo razón y la conciencia es una, indivisible, a pesar de que pueda ser insoportable, y yo me levanté temprano con un bostezo alegre, he desayunado bien el desayuno de siempre: un pan duro y tostado, un vaso de agua con azúcar, y para dar ese toque de cubanía que tanto me gusta dar a los rituales, una tacita del potaje de anoche. Después mientras chiflaba, me vestía, haciendo prioridad el matinal silbido, sin preocuparme de que el pantalón que llevo puesto es verde olivo, el pulóver rojo crimen y los tenis, amarillo hepático ¡Es lo que está de moda!

    He puesto las libretas en el portafolio y he salido, chiflando todavía; salté los escalones, satisfecho como un niño hasta el primer piso. Desde el 19.

    Abajo saludé a todos. Todos me saludaron, incluso, los que aún dormían. Hasta Celtón, que ladra indiscriminadamente con sus colmillos de bestia, se abandonó a mi mano, aullando después para coger el ritmo a lo que yo silbaba. Y cuando llegué a la parada -no había casi nadie- me faltaba por rasgar un estribillo -Oda a la alegría, una versión en reggeton que tanto me gusta- pero en cuanto pedí el último, aterriza la guagua, con asientos vacíos, sin papeles en el piso, ni olor a baño de Terminal en la última puerta, incluso, sentado allá atrás, pude tararear las notas pendientes. Y como la mañana era adorablemente limpia, saco el libro de filosofía para aprenderme bien la tarea, no vaya a ser que el profe… entonces sube aquel individuo. Acomodándose en un asiento que lo hace quedar de frente a mí, y no deja de vacilarme. No le da la gana. Y aunque soy negro, de los que no le gusta a ningún hombre del sistema solar -así lo creía-, esa mirada sensual me acalambró el ego, después cogió un poquito de fiebre y se ha mantenido alto durante todo el día, hasta tal punto, que la mañana dejó de ser adorablemente limpia de un momento a otro, y se volvió increíblemente bonita.

    También olvidé que hace un año, mi novia se fue para Burundi, a pesar de que en Cuba no nos faltaba nada, y quedamos visiblemente enamorados en cada una de las fotos que nos tiramos de despedida. Pero el tipo tenía esa propiedad que sólo había visto en las mulatas, las negras y en la bebida: Hacer polvo el pasado. Así mientras pasaba de estar alegre a ser feliz, él me observaba con ojos sedientos, como si supiera el efecto epicúreo de su mirada, el mismo efecto que dicen, produce el Viagra. Quizá era una costumbre.

    No tuve más remedio que guardar el libro, escapar por la ventana y percatarme, con una sola conciencia, aunque la arrullara bajo el brazo, de que era una mañana increíblemente bonita y que yo, Sebastián, quien les habla -esbelto animal-, soy un negro increíblemente sabroso. Cosa que siempre he imaginado pero el que un hombre me observara como aquel lo estuvo haciendo, ayudaba a potenciar mi autoestima que ahora se levantaba y se paraba frente a la puerta porque teníamos que bajar, mi ego, mi conciencia, y yo.

    Caminé dos cuadras en línea recta. Me llamó la atención el precio exorbitante de algunos libros, la sonrisa amable y sincera de la dependienta que me despachó las pastillas en la farmacia, los panes con croqueta en una cafetería, y pude comprobar, en una vidriera espejada, que aún tenía el yo por las nubes. Doblé a la izquierda dos cuadras más. Una señora entrada en años pero bien conservada, de esas que han inspirado a hombres como Ricardo Arjona, Juan Formell y Pancho Céspedes, hizo que mi ego dejara de conformarse en la quimera de las nubes, y se volviera un ego extraterrestre, astral.

    Llegué al instituto con una sonrisa de empleado de farmacia. Saludé a los del curso en cuanto estuve dentro del aula. Algunos notaron mi júbilo, otros, envidiaron esa felicidad al ver que no menguaba siquiera en el tercer turno, el de Matemáticas, la abstracta incurable. La incomprendida.

    En el receso invité a Cary, la del cuerpo arrogante y que nadie soporta por su bobería importada, rayana en la idiotez, a comernos una tortica, un pan con mayonesa y un vaso de refresco.

    Hablamos sobre ella, lo duro que está el pan desde hace quince años y sobre el documental que pusieron anoche, en el cual explicaron, que la mariposa Emperador, hembra, detecta al macho a una distancia de 11 kilómetros. Por suerte no lo había visto y sorprendida hasta tal punto, me confesó lo del despiste suyo. Un mecanismo de defensa para caer pedante y los machos no la detectaran, pues con este cuerpo soberbio y voluptuoso, se me acercan nada más para el descaro. Por tal motivo se encierra en su crisálida de ingenuidad ficticia. Sabe muy bien lo pedante que cae, pero al menos logra espantarlos, y los mantiene a 11 kilómetros de distancia.  A raya.

    Aproveché que reímos con la parábola, le hablé sobre mi soledad, pero solos, y ya en desacato con el profesor de Filosofía, apenas me atreví a sugerir el teatro, a ver La puta respetuosa, de Jean-Paul Sartre.

    Cary volvió a sorprenderse, no sé si por el atrevimiento matemático o geométrico de borrar la raya, el descaro de haber hablado de la emigración de mi novia y después invitarla, o de que me hubiera comportado como la mariposa Emperador, hembra, y con 11 kilómetros de rodeo, la hubiera cortejado. Además, con aquella sonrisa todavía en los labios, tirándole encima esa aparente felicidad y los 93 kilogramos de mi ego.

    No respondió, entramos.

    El profesor nos miró por debajo de mi ego inalcanzable, o sea, una pulgada por encima de sus ya nutridas nalgas. Ella se sienta en el centro, al lado del oriental que guarda el dinero en la media. Yo al final del aula, pegado a la ventana.

    Cary no había hecho la tarea. El profe le dio un pato, así llama cariñosamente los 2 que anota en el registro. Por supuesto, a Sebastián, quien les habla -sabio animal-, no le quedó más remedio que lucirse cuando se la preguntaron. La vi observar, su espalda fértil y el cuello volteados mientras yo, repito, sabio animal, con aire de quien sabe leer el futuro, lancé sobre el mantel del aula, como pequeños huesos agoreros, todas y cada una de las formas de la conciencia social. Como si las sacara al sol para calentarse y disfrutaran -rebaño al fin-, ellas también, de un día increíblemente bonito. Como lagartos amaestrados.

     Al escuchar la nota máxima y sentarme, cayó en mis manos el primer papelito, una franquicia de plomo, podemos ir a ver La puta cariñosa. Ahí fue cuando mi ego, a lo Corín Tellado, miró por la ventana y el día se convirtió en mariposa, en susurro, en unas fotos destrozadas por despecho, en libro caro y en croqueta. Mi ego, se había multiplicado.

    El profesor al verme distraído por allá, por la ventana, me hizo una pregunta de doble sentido para cogerme de atrás para alante. Y no fui traicionado: ahí tiene su respuesta.

    Otro 5, otro cuello fértil y espalda volteados. Entonces aprovechó y le lanzó a ella una píldora difícil.  Tampoco pudo contestar. El lago de los cisnes.

    La pasó a otro y a otro y se empezaron a desdoblar las conciencias, a multiplicarse -a mala hora-, a adquirir tonalidad de discusión y debate psicológico. Y presagio. Porque Alberto, sentado alante, a la derecha, con sus manos metidas en los bolsillos, no lograba explicarse, no podía, con tan sólo una conciencia, a los asesinos múltiples, a los comunistas pederastas, ni tampoco a los tiranos buenos padres, o a los hipocondríacos. Ni siquiera el adulterio -especificó el caso de las engañadoras.

    -¡Pero es una sola con-cien-cia! -gritó, la obesa Alba el sin embargo número dos, mordisqueando un amuleto que colgaba en su escote, sentada alante, a la izquierda-. En un único recipiente -dulcificó su voz-, lo que sim-ple-men-te se comporta como el agua, por donde haya un espacio, se filtra, -escupió el amuleto- y si es muy reducido, sale a presión.

    Con esto y un montón de ejemplos, aplauden la parábola; prefirieron quedarse con una sola conciencia: Es menos arriesgado. Y el tarrú de Alberto, asintió ensimismado, -¡qué rima!

    Ahí cayó sobre mi portañuela el segundo papelito, olvida a La puta obsequiosa.

    El timbre me salvó de que se fueran volando por la ventana, como mariposas, a lo Stephen King, despavoridas, todo el enjambre de egos que me acompañaba.

    Estando ya de regreso, quedaban muchas libras de sonrisa en mi rostro dentro de la guagua repleta, con una pareja atornillada frente a mí que, aunque se besaron muy enroscados, ella aprovechó para vacilarme encubierta, sorteando la lengua del novio. Con la misma intensidad del epicúreo. Entrando así por la ventana, sudorosas, sin ningún despecho, algunas de las butterfly que había extraviado al final de la clase.

    Cuando bajé todavía me observaba, con la lengua dentro de él y su rabillo del ojo fuera del ómnibus.

    Subí chiflando el himno hasta mi piso, el 19, -desde el primero- como si el elevador no hubiera estado roto y esto sólo fuera una elección viril, sin maldiciones. He entrado. Mamá no estaba y puse la música a todo meter, olvidándome de los vecinos que me saludaron, los que aún podrían estar durmiendo o los hiperacústicos. Fui hasta el balcón y me asomé. La brisa comenzó a balancearme al empinar el cuerpo bien para observar la mayor cantidad posible de techos de la Habana. Como no podía verlos todos, entré.

    Entonces me pregunto, si delante del espejo con el vaso en la mano hace apenas media hora, quedaban en mi rostro todavía, varias toneladas de ese frenesí: llené el vaso de agua ahí mismo en la pila del baño: he ido hasta mi cuarto: saqué del portafolio el frasco de pastillas: lo miré sonriente durante cinco minutos, después me lo he empinado hasta vaciarlo, echándole encima el H2O para que se derritieran: me acosté apaciblemente: y veo a mamá ahora, difusa, desdoblada, histérica -pobre animal-: gritando tan lejos con una mueca enorme: el frasco de diazepán apretado con rabia contra su pecho como si una de sus conciencias pretendiera envenenarla pero a una distancia tan enorme que ni aunque yo fuera una mariposa Emperador, hembra, pudiera socorrerla.

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