Si los sobrevivientes hubieran podido adivinar una ínfima porción de la penuria y el encarajinado repertorio de calamidades que habrían de arrostrar antes de finalizar la prueba, de seguro las competencias hubiesen tocado a su fin apenas proclamado su inicio. Pero es propio de la humana esencia el acatar las más inusuales demandas y humillar la testa ante los más desprolijos gerifaltes y la esperada Fiesta de las Luminarias no está destinada por cierto a ser una excepción.
Un mes antes de la celebración, los alrededores de Casteldell’oro dejan de lado el habitual perfil cansino y somnoliento de todas las poblaciones costeras para sumergirse en una mezcla bullanguera de formas, sonidos y colores menos impropio de pequeñas comunidades semi rurales aunque habitual sin duda en vísperas de carnaval en las grandes capitales. Mientras los comerciantes de la calle principal —la única empedrada de la villa— la emprenden a lejía y cepillo con frentes y veredas como paso previo a una concienzuda blanqueada, incluido tapiales y hasta los galpones del viejo ferrocarril de la costa, al costado del camino de tierra que serpentea a lo largo de las playas una turba de oficios varios serrucha, clava, ata y acomoda postes de palma, horcones de ciprés y envarillados de pino marítimo. En una semana se perfilan cientos de estructuras no robustas pero adecuadas para el uso que se espera de ellas. Encima se montan cubiertas de lo más diverso, destacándose por el colorido las de loneta rayadas y floreadas y por la reminiscencia hawaiana las sombrillas de heneken, formio o totora.
Los incentivos del evento son el monto del premio y el absoluto secreto, en ese orden. Decir que la recompensa es deslumbrante refleja apenas la circunstancia económica, si bien nadie desprecia la ocasión de embolsar el equivalente de su propio peso en oro puro. En realidad, la estatuilla de tres a cuatro codos de altura es la réplica del coloso en bronce que se sumará a la imponente doble hilera de atletas que flanquea la ruta desde Casteldell’oro hacia la capital de la provincia. Si la una implica la fortuna la otra es el símbolo vivo de la gloria, riqueza y fama es pues lo que cada primavera se pone en juego y lo que año tras año concita no solo las pasiones del pueblo sino las de la provincia y aún las del resto del país.
Poco o nada se sabe acerca de las exigencias y requerimientos para participar, nomás unas recomendaciones generales respecto de mantenerse en muy buen estado físico pues se deja vislumbrar que la competencia es una dura prueba de supervivencia. Ambigüedad que lejos de espantar a los indecisos, los atrae con la fatalidad con que la venus atrapamoscas atrae a los insectos libadores, de tal modo que no hay en el pueblo actividad más lucrativa que abrir un gimnasio para iniciar a los catecúmenos y mantener en estado y perfeccionar a los profesionales del músculo. Para quienes sostienen que también el cerebro lo es, aclaro que tal minucia está fuera de la cuestión. Es pues el pueblo —nuestro pueblo— desde hace años, una feria permanente de talleres y escenarios en los cuales se adiestra y se publicita a la vez. Mientras que sobre la calle principal la panadería, la carnicería, la despensa y la botica siguen atendiendo en sus antiguos locales de una planta, los gimnasios y palacios del músculo prosperan en pretenciosos edificios de hasta cinco pisos, lo cual para un pueblo de mala muerte ya es mucho decir. Lo cierto es que una docena de institutos o como los quieran llamar los entendidos, rivalizan en crecimiento y captación de amateurs y diestros en el arte de la fuerza, la velocidad y la resistencia corporal. En resumen, nadie tiene idea acerca de las pruebas de la fiesta, pero todos aseguran ser los mejor preparados para entrenar a los campeones.
Como es natural, el pueblo vive pendiente del magno acontecimiento y el interés popular se alimenta a diario de pequeñas anécdotas acerca del ir y venir de principiantes y atletas avanzados, todo ello sostenido e inflado por el interés pecuniario de los dueños de cada lugar de training. Al respecto cabe agregar que una porción de aspirantes de escasos recursos opta por la autodisciplina, corriendo con las primeras luces del día a lo largo de las playas y también tierra adentro, en terrenos que suman a la escarpa las dificultades propias del relieve y la vegetación, todo lo cual hace suponer a los impecunes que ellos son quienes mejor habrán de encarar las recias exigencias de la confrontación cuando llegue el momento. De uno y otro ámbito llegan a diario chismes y trascendidos, declaraciones ostentosas de algún caballo de comisario y versiones que refieren lesionados y contusos, bajas previsibles donde el esfuerzo corporal es máximo y los aparatos aprietan a los ambiciosos más allá del límite de sus posibilidades, si bien el poderío económico de los gimnasios influye para que estas notas discordantes no lleguen a los medios, sobre todo al Heraldo de Casteldell’oro que se jacta de ser la biblia informativa de la zona. Jactancia que —al margen de los dichos cotidianos— se plasma en el rotundo lema que encabeza la primera plana debajo del logotipo: “Más allá y más acá de la realidad”.
La cuestión del secreto es cosa que le quita el sueño a jóvenes y adultos, estén o no involucrados en el festejo, si es que alguien se puede considerar al margen del asunto. Y es que no solo se guarda silencio antes de la fecha, una vez concluido todo es imposible acceder a la mínima declaración de ningún participante y en verdad es impensable abordarlos siquiera, puesto que a partir de la proclamación del campeón y todas las cuestiones relacionadas con el podio y demás detalles de la ceremonia consagratoria, el resto de los participantes entra de tal manera en el olvido que el pueblo no conserva sus rostros ni sus nombres y resulta como si nunca hubieran existido. Nadie los nombra, nadie preguntará ya por ellos. Y bien se sabe que aquello que no se nombra no existe.
Parte central del espectáculo es la gran misa de coronación y la comilona de cierre. Ese domingo la capilla de la abadía abre sus puertas a todos los pobladores con la primera luz del amanecer y cada cual se acomoda como le cae en suerte, quedando casi todo el mundo apretujado en la explanada exterior, librado a su buen oído y a la excelente acústica del lugar. Al pie mismo del promontorio se dispone una gran mesa en redondo alrededor de los asadores. Los maestros de parrilla escuchan misa a primera hora, de modo que a mediodía comienzan con la faena de condimentos y preparación de fuego. Alrededor del ángelus vespertino, un murmullo in crescendo multiplicado en mil ecos por los muros y las bóvedas de los arcos denota la inminente llegada del triunfador de la competencia, en tanto las manos se alzan sosteniendo velas y antorchas encendidas en la repetición del rito que da justamente su nombre a la fiesta. El promontorio y la explanada circundante al pie de la abadía titilan como un enjambre de luciérnagas gigantes anunciando urbi et orbe el advenimiento de un nuevo vencedor de los juegos.
El campeón avanza al paso en procura del úlimo tramo de la competencia, ahora libre ya de adversarios. Con visible esfuerzo escala el faldeo en dirección contraria al pórtico de la abadía que mira hacia los asadores humeantes y penetra en el templo por la parte trasera del ábside. Sudoroso y cubierto de heridas, su aspecto mueve más al espanto que a la admiración y mientras dos acólitos lo enbadurnan con un aceite balsámico y comienzan a masajearlo con suavidad, revive destello tras destello el transcurso de las últimas horas, a partir de las palabras del maestre de los juegos, la recomendación pormenorizada al medio centenar de contendientes y por fin el gesto solemne y silencioso dando por iniciada la lucha. Et pluribus unum. Queda resonando largamente la voz del maestre mientras cada cual se apodera del corto puñal de sílex que ha de ser su único resguardo. El instinto los guía de inmediato hacia la protección de un bosquecillo donde será más dificultoso correr pero más fácil esconderse. La mordedura de espinos y cortezas es menos dolorosa que los tajos vengativos que acechan detrás de cada matorral y la furia de los colmillos babeantes.
Cuando el deán pronuncia a la caída del sol el ite misa est la muchedumbre se moviliza en silencioso orden ladera abajo, seguro cada cual de que cuenta con un asiento reservado, en tanto la grasa chorreando sobre las brasas exacerba el apetito de los comensales. Aunque no consumen carne de animales, todos manejan con suma habilidad sus cortos cuchillos de sílex.