Como de costumbre salí tarde del trabajo, nadie me esperaba en casa, por lo que nunca tenía prisa. Mi trabajo realmente me fascinaba y me absorbía me ocupaba casi todas las horas del día que pasaba despierto, en él.
Se me pasaba el día releyendo mis artículos, mis notas… apuntaba todo lo que veía en la calle, en la televisión, lo que leía en mis libros o lo que se me pasaba por la imaginación, mi vida eran mi gata y mi trabajo. No tenía nada más.
Bajé del taxi cansado, el conductor me había reconocido por la foto del periódico, no creo que fuera por las entrevistas que me había hecho en los últimos años Sánchez Dragó, la verdad estoy seguro que nadie ve su programa. Nunca me ha gustado que me reconocieran. Me había acostumbrado a vivir tranquilo, la gente decía de mí que era huraño, no era cierto, estaba solo y me había acostumbrado demasiado a ello.
Entré en mi casa a oscuras, la calle estaba nevada y desierta, no había casi nadie y la poca gente que había corría para ponerse a cubierto ya que el frío calaba en los huesos. Me quité el abrigo y lo colgué en el perchero de detrás de la puerta de entrada, sin prender la luz, nunca he tenido miedo a la oscuridad. Y conozco demasiado bien mi casa como para necesitarla
Era muy tarde, hacia horas que había pasado la hora de cenar, no tenía mucha hambre, pero había pensado tomarme un vaso de leche por no acostarme con el estómago vacío y dejarle un poco de comida a Isis, mi gata persa, que ahora no veía por ningún sitio. La llamé, pero no vino a mí ronroneando como acostumbraba a hacer, no me asuste demasiado porque ella solía salir un par de veces al día, sólo que era muy tarde y no había vuelto. Ella nunca pasaba la noche fuera de casa, era demasiado mimosa para andar sola, le gustaba mi compañía, a mi me pasaba lo mismo. La adoraba, ella era mi única amiga en la vida, ella y mis libros, mis grandes compañeros en el largo viaje que es la vida.
Al entrar en nuestra cocina para servirme un vaso de leche caliente llegué no sé dónde, los utensilios propios de la habitación habían desaparecido ¿Acaso estaba perdiendo el juicio?… Dónde estaban mis cosas…
En la habitación donde aparecí sin saber cómo, había mucha gente, gente a la que hacía años que no veía. Mis padres y mis abuelos ya muertos y enterrados; mis amigos de la infancia y los de la adolescencia, todos ellos tal y como yo los recordaba, con sus largas melenas, su acné juvenil y aquellos interminables canutos, que nos hacían reírnos de todo. Me había quedado con su recuerdo justo, cuando más felices habíamos sido, cuando todavía éramos demasiado jóvenes para tener problemas. Después de un segundo de incertidumbre todo dio igual. Ya no estaba solo. En mi antigua cocina había incluso gente a los que no había conocido, personajes de la vida social, mis ídolos musicales, Led Zeppelin, los cuatro ahí sonriéndome junto a su Dama, su Lady, la que quería comprar su escalera al cielo.
Estaban también los hombres que representaban mis ideales políticos y aquellos políticos que se oponían a ellos. Algunos de ellos con sus uniformes militares de gala con sus galones prendidos al traje, los demás vestidos como si asistieran a una fiesta, elegantes y sencillos.
Isis, mi gata blanca, también estaba allí, era como si al igual que yo, al entrar en nuestra cocina se hubiese transportado a este lugar… parecía encantada con tanta gente, estábamos un poco hartos ya del silencio que reinaba en nuestra casa.
Mis invitados estaban admirados con su belleza, su largo pelo blanco, tan brillante y sedoso, yo la adoraba, era justo que también estuviese aquí, no podía celebrarse una fiesta en mi honor sin que mi mejor, mi única amiga de corazón, estuviese presente, a mi lado.
Yo me reía a veces diciéndole que era la única mujer que había aguantado tantos años junto a mí; ella me miraba y soy capaz de jurar que me entendía, esa es una de mis convicciones más profundas.
La habitación olía a violetas silvestres, mis flores preferidas, la atmósfera era suave, con ese sutil perfume flotando en ella; de fondo sonando en un viejo gramófono Édith Piaf cantando La Vie en Rose. Amanda y Manuel, bailaban ajenos al mundo y a la injusticia que reina en él, a lo lejos, nostálgico, Víctor los miraba, sus preciadas manos estaban intactas; una atmósfera nostálgica, de guateque, de fiesta de antes, de juventud.
¿Qué importaba que hubiera perdido el juicio? ¿Qué importaba que fuera una alucinación?
Había todo tipo de gente en el gran salón y por alguna extraña razón yo era el centro de su atención, me dirigían saludos gente tan notable como Delmira Agustini, Aleixandre o Girondo, me sonreían y me saludaban estrechándome sus manos, esas manos que habían creado auténticas obras de arte. Y que me habían servido a mí para sentirme acompañado en los peores momentos.
Estaban junto a mí, por muy increíble que pueda parecer, lo reconozco, mis héroes y heroínas de ficción favoritos como la fabulosa y valiente Hester Prynne, con su letra escarlata prendida al pecho. La hermosa joven nacida de la pluma del genial Nathanael Haythorne, gran amante de la soledad al igual que yo.
Era realmente maravilloso congregar en una sola habitación a gente tan importante en el desarrollo de mi personalidad y de mi trabajo, y lo mejor de todo es que tenía la ocasión de participar de la conversación de gente tan fascinante como Don Juan, el mítico amante español, de filósofos de la talla de Aristóteles y Platón, incluso el metódico Kant, había abandonado su rutinaria vida por mí.
Las puertas de mi maná particular estaban abiertas de par en par y constantemente entraba gente tan dispar como la Lolita de Nabokov, siempre rodeada de hombres que perdían el tiempo intentando que a la frívola nínfula le interesara su conversación. Vigilada muy de cerca por Humbert Humbert, perdidamente enamorado de ella. Víctor Frankenstein, a su lado, tan demacrado y derrotado como quedó después de dotar de vida a su criatura. Avergonzado de sí mismo, con miedo de acercarse a un ser vivo.
Elisabeth Bennet, contagiando a todo el mundo su risa y su alegría conversando alegremente con Lucy Westenra, criatura hermosa y dulce y tan digna de lástima.
La habitación donde se reunía surtido tan dispar parecía un gran salón de baile como los de las novelas de Jane Austen o como los de la hipócrita sociedad neoyorquina tan bien reflejada por Edith Warton, una mirada a las paredes me hizo darme cuenta de que estaba en un lugar maravilloso. De ellas colgaban todas las obras de arte admiradas por mí y en el centro del salón mi cuadro favorito, el entierro de Shelley en el cementerio protestante de roma, rodeado de los tres amigos más cercanos del poeta muerto: Trelawn, Leigh Hunt y Byron. El beso de Gustav Klimt, el jardín de las delicias, las pinturas negras… un sin fin de belleza.
Mi maravilloso salón estaba lleno de personajes a los que yo odiaba o admiraba, pero en todo caso, gente que no me era indiferente. Todos ellos me habían influenciado de algún modo en mi vida, sus libros, sus ideas, habían sido clavadas a fuego en mi alma. Y ahora estaban todos junto a mí, ¿Por qué? A quién debía este prodigio, este sueño de erudito retraído y solo.
A cada segundo aparecía alguien nuevo, dispuesto a dedicarme su atención.
No entendía nada, pero me gustaba la sensación… yo insignificante mortal junto a todos esos dioses del saber… de la belleza, del arte.
Sentí una penetrante mirada sobre mi nuca, me estremecí, me volví y vi a un ser maravilloso, vestido de negro, era una mujer pálida y hermosa, su ropa oscura y sencilla contrastaba con la transparencia de su piel, en la que se distinguían los flujos de la sangre, un detalle de su indumentaria la hacia terrible, la reconocí inmediatamente; ella tan presente en mi vida y en mis mejores pesadillas, sus ojos negros me hablaban. Se me acababa el tiempo.
Y entonces comprendí…
Todas las personas que me rodeaban, formaban parte de mi vida, desde el momento en que leí sus obras o los convertí en parte de mis escritos; todos ellos habían tenido cabida en mi columna diaria en el periódico, en mis obras, en mi vida y ahora, venían a despedirse de mí, a darme el último adiós, unos más contentos que otros, claro no hablé bien de todos… Fausto y Dorian Grey se dispusieron a hacer un brindis por mi alma. Las copas chocaron, algunas derramaron parte de su contenido, iba a beber, tenía los labios resecos, Isis se subió a mi regazo, noté la calidez de su pelo, su inconfundible olor, se estaba despidiendo de mí, mi niña, me dejaba solo, me abandonaba, estaba vez no venía conmigo, era la única vez que iba a hacer un viaje al que ella no me acompañaba, un viaje del que nunca más iba a volver… Papá Goriot, lloraba amargamente por mí, tan bueno y caritativo como siempre, pensé.
En otro tiempo hubiese estado contento de hacer ese viaje, pero ahora, justo ahora, que no estaba solo, que podía conversar, que tenía amigos… ahora, en este instante, no me quería ir, no quería abandonar mi maravilloso salón, era el anfitrión, no podía dejar sola mi fiesta.
Cuando desperté, Isis estaba allí, acurrucada en el sofá, junto a mí, dormía plácidamente, bajé la mirada el libro que había estado leyendo estaba en el suelo, La divina comedía, de Dante, se había abierto, la página era su infierno, abrí los ojos y la vi, tan presente en mi vida como siempre, las dos caras de la misma moneda, la cara y la cruz, la vida y mi Muerte.
Desdichadamente, demasiado presente en todas las vidas…