Icono del sitio V Certamen de Narrativa

170-Sonrisa de cristal.Por Norma Jean

En ‘EL PAÍS’ apareció tan sólo una pequeña reseña en el suplemento provincial. Apenas una docena de líneas encolumnadas en página par. 

Soria. 25 de febrero de 2008. M.G.P. de 85 años acabó ayer con la vida de su esposa, E.D.R, de 83, en la pequeña localidad de M….., al norte de la provincia. El anciano se entregó voluntariamente a la Policía Local a primera hora de la mañana, tras confesarse autor de la muerte de su mujer. Con éste, son ya 9 los casos de violencia doméstica en lo que va de año…

En la televisión regional ofrecieron en el programa informativo de las 13.30 imágenes del pequeño pueblo y de sus desiertas calles. Una vecina declaraba que no se explicaba lo sucedido porque era una pareja ‘normal y todo el mundo los quería. Los dos nacieron aquí, en el pueblo, y siempre han estado juntos, desde críos. Siempre, siempre juntos. No sé. No sabemos lo que ha pasado. Ya ve usted…’ ’, al tiempo que miraba de reojo a la cámara y arreglaba un díscolo mechón de pelo rizado que le caía sobre la cara. Algunos curiosos se arremolinaban tras la entrevistada, haciendo gestos.

 Siempre juntos…

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 Como todos los días, Mario se sienta contra un árbol en mitad de la colina, escrutando el camino de tierra en forma de ‘S’ invertida que cruza la verde pradera. Escucha las campanadas del reloj del pueblo, coincidiendo con el timbre de la escuela, amortiguado por la distancia y, al poco, ve el reguero de muchachas que salen a borbotones por la puerta. El griterío rompe el silencio del valle.

Echa un vistazo al rebaño de ovejas que pacen como adormiladas a pocos metros y, tras un momento de duda, se lanza ladera abajo, tropezando, hasta llegar al final del grupo.

 – ¡Hola! – saluda, con la voz aún agitada por la carrera.

 Las dos niñas se ríen de él. Se agarran del brazo. Lo miran y vuelven a reírse de forma nerviosa y aguda.

 – ¿Te vienes a la charca, Elvira? Tengo algo que enseñarte.

Duda unos instantes. Mario insiste y la toma por la mano. Se alejan corriendo los dos. Hay que darse prisa. A ella la esperan sus padres. A él, sus ovejas.

– Mira, he estado recogiendo estas piedras. Son especiales. ¿Ves? Todas planas, de las que te dije. Así es más fácil hacer la rana.

 Y sin demora, toma una de las piedras entre sus dedos. Ladea su cuerpo. Mira hacia la charca. Mira a Elvira. Quiere asegurarse de que lo está observando. Echa el brazo hacia atrás y lanza con todas sus fuerzas la piedra que rebota hasta seis veces sobre la superficie del agua, formando un collar de círculos concéntricos hasta llegar al otro extremo y desaparecer entre las zarzas. Elvira tiene los ojos como platos.

– ¡Venga! ¡Inténtalo! Ya verás como te sale. ¡Toma! Pon así el cuerpo. ¡Tírala fuerte!. ¡Espera!. Agáchate un poco. ¡Así!. ¡Venga!. ¡Va!.

La piedra vuela sobre la laguna. Toca el agua. Brinca y vuelve a brincar. Así hasta tres veces antes de hundirse.

Es la primera vez que lo hace. Da saltos de alegría. Palmotea. Mario ríe. Gritan los dos y, sin saber muy bien cómo, se abrazan. Durante un instante, el tiempo se detiene. Se quedan mudos, mirándose, sin saber qué decirse ni qué hacer. Mario la besa en la mejilla y la suelta inmediatamente, con la cara enrojecida. Siente como si el corazón fuera a romper su camisa. Ahora o nunca.

 – ¿Quieres ser mi novia?

Elvira sonríe y sobre su cara parecen posarse todos los reflejos del lago. Asiente. Mario piensa que es la sonrisa más bella que ha visto nunca. Una sonrisa de cristal.

Así fue como se prometieron, una tarde del mes de septiembre de 1936, cuando el viento suave del mediodía traía aromas de pino mezclados con pólvora. Mario tenía trece años, ojos vivaces, manos grandes y el pelo muy negro, ensortijado. Elvira, como ella decía, casi doce, cuerpo menudo, cara pálida y timidez en la mirada.

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 En la primera edición de los noticiarios de ámbito nacional no hubo imágenes, pero sí una declaración repetida en todas las cadenas de la subsecretaria del Ministerio de Asuntos Sociales que presidía las segundas jornadas sobre la violencia de género en el parador de Bayona. Con dudosa locuacidad y gesto serio repetía por enésima vez en los dos últimos meses de campaña electoral el mensaje sobre la necesidad de que las mujeres maltratadas denunciaran su situación sin ningún tipo de temor, dejando entrever su propia postura personal acerca de la modificación de la vigente Ley para endurecer las penas a los agresores.

 En ese mismo momento, Mario seguía sentado en la modesta sala de las dependencias de la Policía Local del pueblo. Con las manos cruzadas sobre la mesa y la mirada fija en el calendario de ‘Repuestos Páez’ que el cabo Fernández había colocado dos años atrás en esa pared para ocultar una zona desconchada. Estaba esperando a una psicóloga social, o algo así le dijeron, que tenía que llegar desde la capital.

Por sus ojos, ocultos tras unos gruesos cristales montados sobre carey, pasaban una y otra vez las imágenes de la tarde anterior. Había transcurrido de forma plácida, como cualquier otra tarde de domingo. Alrededor de la desvencijada mesa con pesados faldones, donde dormitaba el brasero, y que ocupaba la práctica totalidad de la pequeña sala de estar de su humilde casa, en el centro del pueblo. Él miraba la televisión, prestando a ratos atención a los resúmenes de los partidos de fútbol y a ratos a Elvira, que parecía estar ajena a todo lo que pasaba a su alrededor. Sobre la mesa, un pequeño receptor de radio, en el que un reportero con capacidad para hablar durante varios minutos sin necesidad de tomar aire, narraba el encuentro entre el Numancia y el Real Madrid.

 —–

 La casa está en silencio. A solas en el cuarto de baño, Elvira contempla su rostro en el espejo. Se siente cansada. Ha sido un día muy agitado, lleno de emociones, regalos, sorpresas besos, risas, música, abrazos, parientes, amigos, gritos de ‘que se besen, que se besen’, de ‘vivan los novios’.

Pero ahora ya están, al fin, solos. Ella y Mario.

Se acabaron las tardes de sentarse en el sofá con la madre de ella entre los dos; las citas secretas en la laguna; los besos furtivos y acelerados de despedida; los deseos tanto tiempo contenidos. Se acabaron los juegos de pies por debajo de la mesa, ocultos por las faldillas. No, eso no. Tiene que decirle a Mario que eso no deje de hacerlo porque rozarse los pies junto al brasero es como besarse, sin importar que haya otra gente delante.

 Antes de salir del cuarto de baño, con un largo camisón regalo de su madre, lee una vez más la nota que Mario le ha deslizado disimuladamente entre los dedos durante la misa, mientras sus manos permanecían juntas. Sabe que las palabras no son suyas, que las habrá copiado de algún libro o se las habrá escrito Antonio, ese amigo suyo que ha venido desde París donde tuvo que exiliarse. Vaya usted a saber. Se las sabe de memoria, pero le gusta ver las letras sobre el papel, con esa forma tan tosca de escribir.

 

 ‘Quiero mecerte de forma suave y lenta; acariciarte, librarte de todos tus miedos. Quiero susurrar bajito la letra de tus sueños, ilusionarte, darte fuerzas, sensatez y sosiego. Quiero tu sonrisa toda la vida junto a mí’.

Apaga la luz y se dirige hacia el dormitorio. Siente un ligero temblor en sus piernas producido por lo que desea y teme. El cuarto está a oscuras y escucha con atención. Mario emite ligeros ronquidos. Se desliza entre las sábanas con todo el cuidado del mundo para no despertarlo. Palpa con los dedos su cara; recorre sus rasgos y siente su aliento en la palma de la mano. Busca cobijo en su regazo, lo besa y se queda dormida junto a él.

—–

 

La tarde anterior Elvira llevaba un ajado vestido negro con unos minúsculos lunares blancos. Sobre los hombros, una toquilla gris de lana gruesa. Tenía permanentemente la boca abierta y temblorosa, al igual que las manos. Los ojos se le adivinaban, más que se le veían, al fondo de unas estrechas rendijas dispuestas a ambos lados de una nariz achatada repleta de manchas negruzcas. Las mismas manchas que se extendían por todo su rostro curtido de arrugas. Las mismas que se dejaban ver entre sus escasos cabellos grises cuidadosamente peinados hacia atrás. De vez en cuando, llevaba sus manos hacia el transistor sin ningún propósito determinado; una vez lo tocaba con sus nerviosos dedos volvía a ponerlas sobre su regazo. La mirada perdida.

 Antes de que acabara el partido, él le preparó la cena, como hacía todas las noches durante los últimos tres años, desde que la maldita enfermedad había acentuado su presencia sobre el frágil cuerpo de Elvira. Dispuso sobre el mantel unos platos de sopa y vertió sobre las copas un poco de vino rebajado con gaseosa. Le indicó a su mujer que comiera y ella, con más voluntad que acierto, comenzó a llenar la cuchara y a tratar de cumplir la casi imposible misión de llevarla hasta su boca. Él la observaba atento, sin atreverse a intervenir, porque cada vez que lo hacía ella lo rechazaba con una firmeza impropia de su edad.

 Pero aquella noche fue distinta.

 Aquella noche, Elvira derramó un par de cucharadas de sopa sobre su vestido. Y también volcó la copa que él se apresuró a colocar de nuevo en posición vertical, sin hacer ningún reproche.

 Aquella noche, ella se puso a llorar en silencio en el mismo momento en el que el árbitro indicaba el final del partido que acabó con una injusta victoria del equipo visitante.

Y seguía llorando con lágrimas secas cuando él la condujo hasta la cama, la ayudó a desvestirse y la arropó delicadamente.

Pero Mario estaba seguro de que un segundo antes de poner la almohada sobre su cara y comenzar a apretar, ella, su Elvira, había dibujado una súplica con sus agrietados labios y le regaló, por última vez, la sonrisa de cristal que aquel verano del 36 le había enamorado al borde de la pequeña laguna.

 

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