Icono del sitio V Certamen de Narrativa

174- Cien palabras. Por Matián

Para todos los que  trabajamos  en el periódico es un tío mala leche. El día del estreno de  mi americana azul  nos encontramos  en la  entrada. Él también lleva  la  suya que es idéntica, exactamente  igual que la  mía. Al llegar a la puerta me paro para dejarlo pasar, lo hago mirando a todos lados con la esperanza de que nadie nos vea. Cómo odio a mi mujer. No seas tonto, vale la mitad. Siempre vas hecho un pordiosero. Por una vez vístete en condiciones, me decía. Eso y algunas alusiones a mi familia acabaron con mi resistencia.

Al dejarlo pasar, levanta la vista, se quita las gafas, me observa y entra. La larga habitación diáfana llena de mesas y ordenadores me recibe con la americana enrollada en el brazo, vuelta del revés. Miro al fondo y lo veo sentado al muy capullo todavía con la suya puesta. Me dan ganas de volver a ponérmela  y acercarme a donde está.

Buenos días, me dice mi fea compañera que se encarga de la sección meteorológica, de las efemérides y de las crónicas sociales. Cuelgo la americana en el respaldo de la silla, enciendo el ordenador, entro en internet buscando todo tipo de noticias relacionadas con el deporte y me olvido de mi compañero de la política local. Me olvido de él pero no de mi mujer. Ella es la culpable.  Se me aparece hablando a gritos: … pordiosero…. el 50%… es una ganga… mendigo. Se dirige a mí con la americana abierta. Póntela, me grita, toma…, el 50%...

La americana más cara que he comprado en mi vida se queda toda la semana en el armario. No, si ya te lo decía yo, adónde vas tú con eso, es demasiado para ti, tú no sabes. Hay que nacer. No sé qué vería en ti. Ahí tienes la camisa de cuadros, explótala. Lo que no entiendo es cómo trabajas en un periódico, aunque sea en los deportes. Mi mujer es así de agradable, su mente está siempre alerta y en tensión para no dejar pasar ni una oportunidad de halagarme, a veces incluso con referencias a mi pasado o al lugar donde nací.

El sábado, harto del estado de  felicidad permanente de  mi mujer, pienso en mi amigo Gustavo  al que una  sicóloga le ha quitado el principio de úlcera producido por el estrés. El lunes lo llamaré para que me dé su teléfono.

El lunes no llamo ni a Gustavo ni a la sicóloga,  decido solucionar el tema  por  mi cuenta. Mi compañera de las crónicas de sociedad aunque sea fea, siempre tiene ganas de hablar. Ahora me interesa y aprovecho su predisposición para saber algo más de él. Es el más antiguo del periódico. Cuando yo entré, él se encargaba de la sección de deportes, me dice. Esa revelación me impacta. Los periodistas que nos dedicamos  a los deportes adquirimos  una forma característica  de  afrontar  la  noticia, se podría decir que nuestras  mentes  son hermanas  gemelas.  Entonces era un hombre agradable pero su mujer lo abandonó, él dejó la sección de deportes y se enganchó a los plenos del ayuntamiento. Su carácter comenzó a avinagrarse. El sueldo apenas le da para pagar parte de la hipoteca del piso que todavía ocupa la mujer con sus dos hijos y el alquiler del piso donde vive ahora, me dice mi compañera. ¡Cómo!, pero si yo he visto a su mujer en las cenas de navidad, le digo. Claro que la has visto, se llevan bien, separados, pero se llevan bien, me dice.

Esa noche saco la americana del armario y la cuelgo en el respaldo de una silla con la  inquebrantable intención de  ponérmela a la  mañana siguiente.

Mi vida es monótona, me levanto a las siete, tomo un café en la cocina,  preparo los vasos de leche con colacao para los niños y un café muy cargado para mi mujer, que se levanta a las ocho menos cuarto, justo para despedirse de sus hijos, como los llama ella, y dejarme caer algunos piropos mañaneros. El primero de hoy es que la próxima vez que me tome un cubata, antes de acostarme me lave los dientes. Asquerosa, si el cubata me lo tomo precisamente para no notar tu aliento. Lo pienso pero no se lo digo, claro, esas frases las tengo guardadas para el día en que decida que nuestras vidas deben seguir caminos distintos. No será necesario que le ponga los cuernos, ni que tengamos una gran discusión, ni que venga a visitarnos su madre; el día que  le diga que es a ella a quien le huele el aliento, ya puedo tener las maletas hechas. Pero tengo que reconocer que tiene una mente muy despierta. Recién levantada es cuando mejor funciona. Sale, besa a los niños, se sienta a la mesa de la cocina y pone las manos en el vaso de café, si no está lo caliente que ella,  esa mañana quiere, me lanza la primera del día.

Después de lo del cubata, alza la vista, me mira y me dice con el tono de voz  más  fino que nunca  he  oído: Hombre, ¿es que se casa alguien del periódico? Me detengo un instante con la cartera en la mano. Debo haber puesto expresión de estúpido en grado extremo porque su cara casi se desfigura en una sonrisa que parece un cuchillo jamonero. Me ha pillado, no tengo tiempo para reaccionar. Sí hombre, que la americana que adornaba el armario se te ha pegado al cuerpo. Creo que has engordado.  Tengo aprendido, hace tiempo, que  con palabras no puedo competir con ella, tiro la cartera en el sillón del pasillo de entrada, me quito la americana y la cuelgo en la percha de detrás de la puerta. Papá, que llegamos  tarde,  gritan los  niños  desde el ascensor.

Él lleva ese día un jersey verde desgastado por los codos y sembrado de bolillas de todos los tamaños. Lo noto con más ojeras, más serio, más ausente.

El viernes no aparece por  el periódico, le pregunto a mi fea pero simpática compañera y me contesta que ha llamado, que está enfermo, la gripe.

El martes vuelve a entrar con su jersey verde desgastado, con la cara muy chupada y tosiendo sin parar. No puedo concentrarme  en el trabajo, cada vez que lo oigo toser parece como si me doliera el pecho. Me entran ganas de levantarme y decirle que si quiere un café o que le traiga algo de la farmacia, lo que sea.

A la semana siguiente falta otro día y cuando vuelve hay dos sillas al lado de su mesa. A media mañana sale el redactor jefe del despacho del director acompañado de un joven y se dirigen a la sección de política local. Tu sitio.  Tu nuevo compañero, les dice  el  jefe.

Al día siguiente tampoco viene y el nuevo parece que no necesita a nadie  que lo enseñe. 

Ahora sí que necesito una sicóloga, quiero que me explique cómo puedo querer a  una persona a la que odiaba  hace  unos días y cómo puedo odiar a una persona que no solamente no conozco, sino que tiene una cara simpática. Desde luego envidio a los sicólogos por encontrarle explicación a estas cosas.

Cuando pasa una semana sin aparecer por el periódico le  pregunto al jefe y me contesta primero que a mí qué me importa y a continuación que se ha dado de baja por la gripe. ¿Y el nuevo? ¿De prácticas?, le interrogo. Qué practicas ni qué leches., me contesta muy amable. ¿Entonces?, le insisto. Que a todos nos llega nuestra hora, me contesta. ¿Cómo?, me encaro con él. Que se jubila antes de  tiempo.
La relación con mí mujer aumenta día a día, me refiero a nuestra relación bélica. Le cuento que a uno de mis compañeros lo van a echar. Me contesta que si yo creía que a mí no me iba a llegar. Ha encontrado una parte blanda para golpear y no la soltará hasta que localice otra aún más vulnerable.

La sicóloga, la necesito, necesito que me explique por qué no puedo dejar de pensar en mi compañero, por qué me duele tanto su soledad, por qué veo a mi mujer más fea que a mi compañera de los cotilleos de sociedad, por qué siento a mis hijos tan lejanos. Por si fuera poco, mi hijo mayor quiere estudiar enfermería y como es algo gandul no  conseguirá la nota mínima exigida. Eso no es problema. En Melilla hay una Escuela de Enfermería de la Cruz Roja en la  que no exigen nota para entrar, dice la sabia de mi mujer. Por supuesto, y la estancia en Melilla la pagas tú, ¿no?, porque con mi sueldo ya me dirás, le grito. Pedimos un préstamo, me contesta con supremacía. Primero tendremos que terminar de pagar el piso, le sigo gritando. Se amplía la hipoteca, me dice. Y me callo, ella es la que educa a sus hijos.

Lo peor que tenemos los periodistas es que trabajamos desde que  nos contratan hasta que nos  echan, sin parar. Esos tres días al año que tradicionalmente no hay prensa, lo que hacemos es acumular noticias para el día siguiente.

Así es que los domingos, como los sábados, a las ocho estamos todos delante de nuestro ordenador a pesar de la resaca.

El sábado por la noche me  paso con las cervezas y el domingo llego tan atontado que no noto el revuelo hasta que, ya sentado en mi silla,  me quito las gafas de sol. El jefe entra y sale del despacho del director, mi compañera sale detrás de él, se sienta a mi lado, me dice buenos días, recoge el paquete de tabaco y se vuelve a levantar. Oye, ¿qué pasa?, le digo.  ¿No te has enterado? Me quedo mirándola y sigue. Carlos, que ha muerto. Me levanto lentamente. ¡Qué!, le grito.  Lo han encontrado en la acera, debajo del piso donde vivía, me explica. ¿Se ha …? No acierto a terminar la pregunta  sabiendo que es  una afirmación. Sí, me contesta mi fea compañera. Cuándo, balbuceo.  Parece que esta mañana, desde la azotea, me aclara. Caigo pesado en la silla. Mi jefe me llama con la mano desde el despacho del director.

El director organiza el trabajo de las próximas veinticuatro horas estableciendo turnos para acudir al tanatorio. Y tú, escribe algo sobre él para mañana, dice señalándome. No le contesto. Que no sea muy largo, sigue el director. Cómo de largo, le contesto. Cien palabras, me contesta. ¿A qué hora ha ocurrido?, pregunto. Anda, explícaselo, el director a mi jefe que me coge del brazo y salimos del despacho. A las siete menos cuarto, dice mi jefe. ¿Qué más se sabe?, le pregunto. Que estaba recién duchado, afeitado y vestido de domingo, me contesta. Y cómo se viste uno de domingo, le digo sin saber con exactitud qué quiero. Pues cada uno como le sale de las pelotas, me contesta. Y él cómo iba vestido, le insisto. Con unos pantalones grises y una americana azul.
 

Sentado frente al armario contemplo mi americana azul, sólo me levanto para comer, rellenar el cubata, meter bolsas de hielo en el congelador e ir al aseo. Mi mujer y sus hijos se han ido a casa de su madre. Del periódico no sé nada pero seguro que no ha dejado de salir durante los días que he faltado. El piso se lo quedará mi mujer. Buscaré un alquiler barato en las afueras.

Me despiertan los cantos de los gorriones en la ventana que ha estado abierta toda la noche. Me ducho sin prisas, me asomo a la ventana. Me afeito, preparo el café, me pongo los zapatos nuevos, los pantalones de vestir, una camisa de manga corta y la americana azul.

 Abro la puerta de la calle, vuelvo la vista, contemplo por última vez lo que ha sido mi hogar  durante quince  años, apago la luz del recibidor y cierro.

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