Corría la mitad del año 1957, cuando el primo Alberto y su familia se volvieron desde América, tratando de reencontrar y reunirse, con una familia, que se desmembró cuando los tíos a comienzos del siglo, decidieron marchar para Argentina, buscando un futuro mejor. Con los años, no sólo que las cosas no habían ido muy bien, sino que los tíos habían fallecido en un accidente y el primo Alberto decidió volverse a Alcaracejos, el pueblo de su niñez. Al principio fue todo un acontecimiento, pero luego, como por aquí, al decir de mis padres, “las cosas no estaban nada fáciles”, mi primo, mientras esperaba que le saliese algún trabajo, nos comenzó a llevar a pescar al río Kuzna, a sus dos hijas más grandes y a mi, el “galleguito”, como me decían ellos. Era entretenido, porque con artilugios rudimentarios sacábamos muchas “mojarritas” , como les llamaban ellos a los pescaditos. Después lo transportábamos hasta llegar a casa, turnándonos de dos en dos. Atravesando un palo por el asa de un bidón de chapa color verde oliva, que ponía Ejecito Argentino. Cuando llegábamos hacíamos el reparto, pero el primo Alberto era muy listillo, porque siempre se llevaba los mejores y la mayor cantidad, con la excusa de que ellos eran familia numerosa con muchas niñas. Mi Madre protestaba porque tenía que limpiarlos, enharinarlos y freírlos, pero cuando traíamos muchos, hasta mi Padre se arrimaba a la comilona. Después de la cena salíamos a la puerta y normalmente, el primo Alberto estaba sentado en un murete, apoyada la cabeza contra un poste, escudriñando el cielo. Abrigado con una gorra de piel de oveja, un capote de grueso paño color verde oliva, que le había dejado el ejército y botas de montar.
La verdad es que se había convertido en un deporte familiar, eso de mirar las estrellas, a pesar de que el frío nos hacía salir humito de la boca al hablar. Una noche estábamos todos los familiares reunidos en la puerta de la casa de la tía Parma, porque como al otro día era domingo, no se trabajaba ni había “cole”, de repente mi primo gritó: -“¡ahí va, ahí va!”-, y salió corriendo al medio de la calle con el dedo levantado. Todos miramos al cielo, sin saber qué debíamos mirar. Después mi primo indicó más o menos por donde. En principio, todos aseguramos protestando qué no veíamos nada, pero luego empezamos a divisar un puntito blanco en la oscuridad del cielo. Una diminuta lucecita amarilla blanquecina, que se desplazaba a mucha velocidad y como si fuese haciendo zig-zag.
-“¡es el satélite ruso con la perrita Laika adentro!”-, aseguró mi primo y era tal la emoción reinante, que algunos, creímos por momentos ver la nariz de la perrita, pegada contra el cristal imaginario, de aquel puntito blanco que atravesaba velozmente el firmamento del valle de los Pedroches, de este a oeste.
Después de ese espacio de tiempo en el que todos permanecimos mudos, contemplando embobados, hasta que el satélite se perdió de vista, mi primo nos dio más datos de lo que era el satélite ruso llamado Sputnik y su cuadrúpedo tripulante, la perrita Laika. Según nos anunció, era un artilugio que habían lanzado los rusos al espacio sideral, que conforme a lo informado por la radio, pasaría cada hora y media más o menos, descri-biendo una orbita alrededor del planeta. Pero los que aguantaron el sueño y se quedaron a esperar el nuevo paso, dijeron que luego no hubo suerte, por una u otra razón, esa no-che no se volvió a divisar la veloz lucecita.
Pronto fue el acontecimiento del pueblo, todas las familias de la calle sacaban sillas a la acera por la noche, a pesar del frío y se ponían a mirar al cielo hasta que algún vecino o uno de nosotros mismos anunciaba: -“¡ahí va, lo he visto, lo he visto, ahí va!”- y debía señalar luego, más o menos por donde se desplazaba la lucecita. Como casi siempre, el que primero lo divisaba era mi primo Alberto, así es que los vecinos se empezaron a venir a la puerta de la casa de la tía Parma, que cada noche tenía en la falda, a una nieta distinta rodeándola con sus brazos, por aquello de los celos entre las niñas y debido a que en Argentina, nunca habían tenido abuela para disfrutar. Cada vecino contaba lo que había averiguado de la experiencia del satélite ruso, ya fuera por los periódicos, por la radio o por lo que habían escuchado de comentar a algún pariente o compañero de trabajo. Quien siempre sabía contradecir a mi primo y a casi todos, era el pensionista de mi tía Parma, don Conrado Peralta, al que apodábamos “el madriles”, porque era uno de los pocos del pueblo que tenía coche, un “Hispano Suiza” azul oscuro y había trabajado como ordenanza hasta jubilarse, en la Universidad de Madrid, aunque él siempre hablaba dando cátedra, como si fuese un profesor retirado. Además, todas las noches traía unos prismáticos, en un impecable estuche de cuero colgado del cuello, pero nunca los usaba porque decía que se gastaban. Este señor sostenía, que eran mentiras lo del invento de los rusos. Que por contra, los americanos sí que habían lanzado un cohete a la luna, pero no lo podían decir, porque era secreto de estado. Entonces mi primo Alberto se enfadó muchísimo y le dejó caer con retintín: -“¡¿y si es secreto de estado como lo sabe usted, es el presidente acaso?”!-. Los demás nos reímos e incluso algunos le hicieron burla, entonces don Conrado se fue a dormir refunfuñando, como hacía siempre que lo contradecían o lo tomaban a chacota.
El padre de mi amigo Rafa, don Emilio, trabajaba en la intendencia militar del cuartel de cerro Muriano, aunque sólo venía a mirar las estrellas los viernes y los sábados, por los demás días pernoctaba en el cuartel, dado que entraban a trabajar a las 6 de la mañana. Pero aún así, era el que más datos técnicos solía aportar sobre el artilugio que los rusos lanzaron a la estratosfera: -“esta es la nave espacial Sputnik 2 – informaba -, que estará 6 meses girando alrededor del planeta. Tiene cincuenta y ocho centímetros de diámetro y pesa 83 kilogramos, más el peso de la perrita, que es de cinco kilos ochocientos gramos. Tarda 96 minutos en dar la vuelta completa alrededor de la tierra, describiendo una órbita elíptica. Alcanza su apogeo a una altura de 946 kilómetros y el perigeo a 227 kilometros. Está previsto que envíe información sobre las radiaciones cósmicas, distintos fenómenos meteorológicos e incluso, datos sobre la densidad y temperatura, de las distintas capas superiores de la atmósfera”-.
Todos nos quedamos mudos ante tantas palabras técnicas, luego mi primo pidió con sencillez: -“perdone don Emilio, ¿nos podría aclarar el significado de las palabras: apogeo y perigeo?”-. Don Emilio se puso rojo, pero luego explicó con lujo de detalles: -“apogeo es la distancia máxima de la tierra, que se puede alejar el aparato, por el contra -rio, perigeo, es la mínima distancia a la que se puede aproximar del planeta, sin correr riesgo de ser atraído, por la fuerza de la gravedad terrestre. Por eso nos parece que va haciendo zig-zag, cuando recorre las órbitas predeterminadas por los técnicos, del laboratorio espacial planetario”-. Don Peralta se apresuró a apostillar iracundo, -“¡es como si te fueras al norte de España, por ejemplo Barcelona y luego te volvieses un poco para acá, hasta Albacete mismo sin ir más lejos!”-, lo dijo con tanta suficiencia, que todos nos pusimos a reír con descaro y él se enfadó nuevamente.
Pero don Emilio no lo tomo a guasa, simplemente se limitó a decir que estas mediciones eran otro tipo de distancias, porque del espacio sideral todavía se conocían muy pocas cosas, para poder hablar con propiedad. Entonces, un poco cohibido pregunté: -“¿cómo hace pis y caca la perrita señor Emilio?, además, ¿se puede saber que le dan de comer?”- . Todos tomaron a risas mi pregunta, gastándome chanzas, incluso mi primo me atizó un coscorrón diciendo: -“¡cállate niño, no preguntes tonteras!”-. Pero don Emilio sin reírse aclaró: -“creo que lleva unos dispositivos especiales para hacer sus deposiciones, pero como no estoy seguro, intentaré averiguarlo. Desde luego Tomás, me parece una pregunta muy interesante, -y agregó -, creo que solamente le dan de comer unas cápsulas con vitaminas, por lo tanto, sus necesidades fisiológicas deberían ser mínimas, pero insisto, como no estoy seguro, trataré de profundizar sobre el tema y te contestaré, ¿de acuerdo Tomás?”-. Mi madre solía decirme, que estas cosas no se deben hacer, pero no pude resistirme y volviendo la cabeza, miré con sobrada ironía a cada uno de los presentes y aunque no dije, ésta boca es mía, todos comprendieron perfectamente.
Muchos días estuvimos casi sin información, se hablaba de otras cosas y parecía que los únicos que estábamos pendientes de la perrita Laika y su aventura por el espacio, dentro del artilugio ruso, éramos los niños del pueblo y mi primo por supuesto. Un día mi primo relató, que los contrabandistas presos, que solían retener en el cuartel donde él trabajaba en Argentina, anotaban los días que le faltaban para cumplir condena, haciendo rayitas en los muros, de lunes a domingo y al atravesarlas, sabían que había transcurrido una semana. Entonces hicimos lo mismo y con un trozo de carbón, mi primo Alberto hizo todas las noches una rayita, cada semana las cruzaba y comenzábamos otra, luego hizo cálculos y confirmó: -“sí son 6 meses, serán 179 días ó sea 25 semanas y cuatro días”-. Por lo tanto, todas las noches desde el 3 de noviembre de 1957 contábamos las rayitas y las semanas, por si nos habíamos equivocado. Pero, cuando llevábamos 165 rayitas o sea, 23 semanas y cuatro días, nos hundimos todos. La radio cortó la transmisión para comunicar en un parte oficial, la siguiente noticia: -“¡Nuevo fracaso de los países del área comunista, en la carrera espacial contra Estados Unidos!. ¡Según nos informan, hace tres días, dos semanas antes de lo previsto por los técnicos rusos, la nave espacial Sputnik 2, al intentar penetrar en la atmósfera terrestre, se ha prendido fuego. Su único tripulante, la perrita Laika, ha perecido totalmente carbonizada en el espacio!”-. Lo peor fue que estábamos todos en la puerta, pendientes de ver la lucecita. Fue un golpe demoledor, la verdad, todos lloramos, hasta mi primo Alberto. Pero hubo alguien que nos sorprendió aún más, porque lloraba como un niño pequeño, el siempre gruñón de don Conrado Peralta, “el madriles”. Cuando dijeron que habían sido 165 días de viaje espacial, mi primo borró 2 rayitas de 7 días y sentenció lacónico: -“¡pues, 23 semanas más 4 días!”-. Se levantó marchándose a dormir sin saludar y no volvió a estar pendiente del cielo del valle. Los demás, poco a poco nos fuimos marchando cabizbajos. Don Emilio, el padre de mi amigo Rafa, me revolvió cariñosamente los pelos y me dijo: -“¡lo siento Tomás!”- De inmediato pensé: -“es él único que ha captado, de qué manera estuve pendiente de la lucecita con la perrita dentro y también mi primo Alberto, por supuesto. Esa noche tuve pesadillas, soñaba que la perrita, rascando la puerta lloraba queriendo entrar. Al otro día mi madre a la hora del desayuno, pragmática como siempre, se burlaba de mi , sosteniendo con socarrina: -“¡niño, desengáñate, la perrita y el cohete, no volverán jamás desde el espacio sideral!”- Pero yo, soñador, aún hoy, sigo oteando firmamentos, por las dudas regrese y apoyando la nariguilla en el cristal de mi ventana, me despierte moviendo el rabo.