Hacía calor, mucho calor y las ventanas de la habitación no se podían abrir. De mi frente caían las gotas de sudor a borbotones, mi cuerpo estaba ardiendo, seguramente tenía fiebre. Las sábanas casi grises por el tiempo y el uso se notaban empapadas. Encima de la mesilla de noche había una gran capa de polvo, el suelo estaba cubierto de ropas. Por debajo de la puerta se veía una luz tenue. Me incorporé para mirarme en el espejo, una vez más, necesitaba reconocer mi cara, mirarme en mis ojos, sentirme en el tacto de mis dedos. Muy despacio fui hacia el espejo y comprobé con gran alivio que era yo la que se estaba viendo. Yo, y no un fantasma de mí misma. Recuperé mi perdida calma y con pequeños pasos me volví a mi sitio: en la cama, tumbada, esperando a que aquello terminara.
El calor iba apretando, las paredes desprendían un vaho pegajoso que dificultaba la respiración. Mojé la sábana en el vaso de agua y me la pasé por la cara con alivio. La sensación de asfixia me embargaba. Fuera hacía mucho calor, dentro de mí había un infierno para acompañarlo.
Fui yo quien decidió encerrarse en aquel cuarto oscuro de la casa de campo de Martha. Claro que algo debió ocurrirme para dejarme así, olvidada, escondida, sola en un cuarto con todas las puertas y las ventanas cerradas al mundo. Allí dentro, aún sin luz, con calor, sin alimentos y sin hablar, estaba a salvo. Fuera, me esperaba un mundo que ya conocía y me desagradaba la idea de volver a él una vez más, para seguir sufriendo.
Decidí quedarme allí encerrada mientras me quedara un poco de vida, al menos dentro podría ser yo misma, nadie me molestaría, no tendría que comportarme de una forma específica, podría ser yo. Una mujer, un tanto vulnerable, perdida, magullada, con el corazón solitario y la cabeza repleta de ideas que volaban a mi alrededor como mariposas juguetonas e inalcanzables.
Intento recordar y siento un dolor inmensurable que me desgarra las entrañas.
Antes existía una persona fuera de aquel mundo interior con la que yo sabía conectarme y de haber salido todo de otra manera seguramente estaríamos ahora los dos paseando bajo el sol cubiertos por una sombrilla de colores. Yo, vestida de lino y con sandalias abiertas, él con un pantalón cómodo y una camiseta suelta.
Todo habría sido diferente si aquella mañana de abril de 2005, yo, Sandra Aligianti, no me hubiera retrasado. Cuesta aceptarlo, porque unas equivocaciones no tienen precio, pero otras merecería la pena olvidarlas de por vida o si no te arrastrarían directamente al fondo del pozo de la pena miserable.
Con todo el esfuerzo del mundo, no me queda sino rememorarlo de nuevo, tal cual ocurrió todo:
Salía de mi casa como cada mañana dispuesta a llegar a tiempo. Nada más despertar una sensación de incomodidad me invadió y fue creciendo a medida que me movía. Mientras sorbía una taza de té de roca, repasé todos los detalles internos en busca de alguna pista que diera luz a la preocupación latente. Miré el reloj, eran las 8 en punto. Sólo unas horas más, y me encontraría con Antoine en la parada del metro de la Bastille, aquella misma tarde. Tenía que pasar un casting en una gran compañía de teatro antes y sentía una extraña mezcla de anticipado entusiasmo y de agazapado miedo. Me puse el disfraz de actriz que colgaba en mi armario expectante.
–Una oportunidad más de demostrar mis habilidades artísticas. Espero que alguien pueda reconocerlas en esta ocasión.
El casting resultó un éxito y salí corriendo con una sonrisa en la cara que pretendía guardar hasta que me encontrara frente a frente con Antoine. Aquella tarde hacía más calor que nunca, entré en el metro con disgusto y bajé las escaleras casi volando, de dos en dos. De repente, tropecé con una rejilla metálica y perdí un tacón. El impulso del cuerpo me llevó hacia delante y comencé a rodar escaleras abajo, sin control. Unos chicos me recogieron del suelo con gran susto y levantando mi cara dijeron:
– ¿Está bien, señora? ¿Se ha hecho daño?
Asentí y me puse de pie con su ayuda, tenía sangre en la rodilla y la cara. Saqué un pañuelo para enjugarme la herida y me puse en marcha sin pérdida de tiempo. El corazón había empezado a latir desaforado, faltaban diez minutos para ver a Antoine, llegaría tarde a mi primera cita formal. Como pude recogí mis cosas y llegué al vagón del metro, entrando de un salto. Me dolía la rodilla y tenía la cara magullada. Llevaba el tacón en la mano, estaba despeinada, cualquier atisbo de felicidad que hubiera guardado en mi interior se estaba borrando por completo. Mi cuerpo se endureció y comencé a sentir un escalofrío continuo que me debilitó apoderándose de todo mi ser. Sentí que mi corazón se había parado justo en el momento en el que caí rodando…
Parecía como si el casting hubiera continuado más allá de la cita de la mañana. En aquel vagón, atestado de niños, empleados y mujeres como ella, Sandra era el centro de atención. Su aspecto de recién accidentada recibió la atención merecida y hasta un chico atractivo, se le quedó mirando fijamente esperando sacar de ella una expresión, cualquiera que fuese. Ahora se daba cuenta, de resultas de la caída tan aparatosa que había sufrido, algo en ella había cambiado. Sentía como si su alma la hubiera abandonado desde entonces. Recordó la secuencia de nuevo a cámara lenta: ella bajando las escaleras con entusiasmo, sin prestarle mucha atención a sus pies, si hubiera sido un ángel habría podido volar. Su corazón estaba agitado y ella lo seguía encantada, dejándose llevar por el impulso de su cuerpo, alegre y satisfecha. En unos segundos, se produjo la caída, inesperada, sin previo aviso, de golpe pasó de una sonrisa a un gran susto. Todo fue instantáneo. Sucedió de una manera tan rápida que no tuvo tiempo de reaccionar, de darse cuenta de que en aquellos momentos, su alma le estaba abandonando.
Fue como si algo suyo de muy adentro se le arrancara de súbito, dejándola vacía, extenuada, sola, en cuerpo y mente.
Sandra había perdido su alma, o al menos una parte necesaria de ella. Se quedó en blanco y dejó de respirar por unos momentos. El aire se hizo pesado y sintió que todo a su alrededor se quedaba inmóvil, sin fuerza, sin vida.
Aquella sensación le hizo conectar los malos presagios que había tenido en la mañana y la llevó muy lejos, casi volando, se acercó a un lugar en el que veía a su Antoine sonriendo y dándose la vuelta, de espaldas, caminando hacia otro lugar. La imagen fue un flashback fatal, ella lo supo y en medio del vagón comenzó a sentir su corazón latiendo furiosamente. Miró con nerviosismo el nombre de cada una de las estaciones de la línea del metro. La Bastille no llegaba, y ella debía salir, Antoine estaba esperándola. Era asunto de vida o muerte. Se movió intranquila en su espacio y comenzó a avanzar entre los pasajeros del vagón. Por fin llegó la suya, empujando a todos los que estaban delante logró hacerse sitio y se aproximó a la escalera de salida.
Empezó a oír murmullos, la gente estaba apiñada alrededor, había gritos y llantos, algunos sanitarios se acercaron a ella pidiendo paso.
–Apártense, dejen espacio libre, tenemos que atender a la persona.
–Está muerto, está muerto.
Quiso dejarse llevar por el impulso que su corazón le dictaba, de nuevo aquel escalofrío incómodo recorrió su espina dorsal. Sabía que se lamentaría de haber llegado tarde a esta cita para toda su vida. Alguien la tomó en brazos, perdió el conocimiento pero no el sentido del oído.
“El joven subía las escaleras alegre cuando de repente se ha desplomado en el suelo, ha sufrido un colapso. Murió instantáneamente, sin darse cuenta”
Sandra se dejó ir, lo que había llegado a ella a través de palabras no era real, lo rechazó y se negó a sentirlo. Todo en ella estaba bloqueado, cerrado, catapultado. Si hubiera podido elegir habría desaparecido, como él.
Antoine había muerto y ella lo supo desde la mañana, no pudo darse cuenta, pero lo supo con antelación, lo presintió.
Mientras iba hacia el hospital tumbada en la ambulancia se dio cuenta de todo. La caída que había tenido no fue fortuita, su corazón y su cuerpo se dejaron caer para acompañar a Antoine. En el mismo momento, en dos lugares apartados de la ciudad de París, una mujer y un hombre, Sandra y Antoine, habían sufrido una caída paralela que los uniría y separaría al mismo tiempo.
Su corazón empezó a latir de nuevo, el calor apretaba y ella no soportaba la intensidad, llevaba dos semanas encerrada en aquel cuarto esperando…
La puerta se abrió y una sombra se fue acercando a ella. Sintió la mirada agradable de aquella forma, le movió por dentro. Su cuerpo comenzó a responder a un impulso invisible, atraído por él. Se fijó bien, era Antoine. Una alegría imposible de contener la invadió de nuevo, estaba recuperando por momentos ese hálito de vida que había perdido durante su caída.
Estoy bien, no te preocupes, sal de la habitación y sé feliz, ya nos encontraremos de nuevo. Te quiero.