Icono del sitio V Certamen de Narrativa

183- La conciencia en sazón. Por Delfina SanFélix

Estaba sucio, era feo y además resultaba muy peligroso. Esa fue la conclusión a la que llegaron los vecinos del bloque que habito, en la reunión de urgencia que había organizado la presidenta de la comunidad. Los nervios bloqueaban las intervenciones de los acalorados vecinos cuando se atropellaban los unos con los otros como mulos que entran en una cuadra. La situación era complicada y con pocas soluciones honrosas. Un indigente se había introducido en nuestro portal y pasaba las noches durmiendo en el sillón que tenemos en la entrada.

Era tal el pánico que producía, que nadie se atrevía a llegar de noche a su casa por miedo a que aquel intruso les asaltara, como mínimo, o se le ocurriera hacer un acto más atroz. Las madres tomaban la palabra en la reunión, alegando que eran las más perjudicadas en esos casos. Sus hijas no podían llegar de los bailes y las fiestas a la hora que desearan por miedo a entrar en sus propias casas. Era inaudito. Todas somos madres. Un asentimiento general movió la habitación de arriba abajo.

Se tomaron varios acuerdos para solucionar el problema. Lo primero sería desconectar la luz. Si no podía ver para dormir se marcharía. El segundo paso nos llevó a pensar en comprar un perro de esos que vigilan las posesiones. Estaría toda la noche alerta por si se le ocurría aparecer. El tercer punto, que nadie le diera comida, conversación y ni mucho menos cariño.

Estas medidas suavizaron los ánimos. Un vecino que nadie conocía nos sacudió una verdad que no podíamos pasar por alto. Ese indigente en el fondo era un ser humano. En eso estábamos todos de acuerdo. Pero ese no era el problema. El verdadero problema era su actitud. Estaba realizando una intromisión en nuestras vidas. Estaba poniendo en claro riesgo nuestra seguridad. Se acordó pedirle a ese vecino alguna prueba documental que asegurara que realmente vivía en el bloque. Después de comprobar que estaba de alquiler y que por tanto no era propietario de nada, se le prohibió el voto.

Como en una película de miedo, alguien nos derramó otra verdad más dolorosa incluso que la anterior. Si el indigente entraba en nuestra propiedad, era porque algún vecino le abría la puerta. Esta aseveración nos heló la sangre. Cómo podía uno de nosotros estar introduciendo a ese extraño en nuestra seguridad. No estábamos hablando de dos calles más abajo, no, era uno de los nuestros. Todos nos mirábamos con recelo. Parecía un macabro juego de desconfianza. Incluso alguno de ellos me miró a mí. Aquello nos sobrepasaba. Estaba claro que la situación estaba muy por encima de lo que nosotros podríamos manejar.

Tomó la palabra la vecina del cuarto derecha. Era una mujer mayor que no había tenido suerte en la vida. Nadie sabía con exactitud sus problemas, pero su marido la había abandonado por una compañera más etílica después de someterla a una serie de agresiones que no nos resultaban muy confortables al resto de habitantes. Habló con lentitud pero con propiedad. Que cada uno de nosotros vigilara la conducta de su vecino más cercano, para impedir que nadie abriera la maldita puerta al indigente. Eso incluía escuchar los telefonillos para estar más seguros. Todos asentimos. Por lo menos estábamos llegando a alguna conclusión. Resultaba realmente complicado hacerlo cuando se planteaban problemas en aquella comunidad.

Cuando todavía estaba caliente la última proposición, tomó la palabra el vecino del ático derecha. Alegó que no era muy conveniente vigilarnos entre nosotros. Que era responsabilidad de la presidencia de la comunidad velar por la seguridad de todos los vecinos. También correspondía a esta presidencia tomar las decisiones más apropiadas en cada cuestión. Y que no se estaba manejando el problema con la determinación que se precisaba. Todos volvimos la mirada hacia la presidenta de la comunidad. Su rostro evidenciaba lo comprometido de la situación. Estaba acostumbrada a los ataques frontales de su vecino de ático. Respiró despacio y con la lentitud que genera la rabia contenida nos aseguró que ella se encargaría de solucionar ese o cualquier otro problema que la comunidad le planteara. Algunas voces, como las del secretario de la junta, empezaron a señalar al vecino del ático derecha como responsable de la apertura de la puerta al extraño. Lo justificaban como un asalto a las próximas elecciones al cargo de presidente de la comunidad. Y ellos no lo iban a consentir. Eliminarían al indigente si hacia falta por conseguir el beneplácito de los vecinos.

Llamó a la calma entonces el bonachón del primero izquierda. Era un señor regordete que ocupaba el piso de su padre una vez que éste había fallecido. Algunas lenguas ocultas lo acusaban de abandonarlo a su suerte después de arrebatarle hasta el último céntimo. La verdad, es que nos causó una gran conmoción el día que los bomberos entraron en la vivienda y lo encontraron muerto. El olor que desprendía la puerta, cuando pasábamos por delante de ella, era insoportable, pero nadie se atrevió a interferir en la vida de los demás. Ante todo, nos hemos mantenido mucho respeto entre los vecinos.

El bonachón sugirió que no centráramos la disputa entre nosotros que éramos los buenos. Aquello nos produjo una carcajada generalizada. En el fondo era muy simpático el vecino del primero izquierda. Continuó su alegato aconsejando estar unidos contra la verdadera amenaza que todos teníamos encima. El extraño. Era evidente que cuanto más divididos estuviéramos nosotros, más fuerza y confianza adquiriría él. Había que minar su voluntad. Arrinconarlo. Que viera que no tenía ninguna posibilidad ante la comunidad si ésta se mantenía unida. Algún día no muy lejano desistiría de entrar al portal y se marcharía. Nos pareció bien a todos. Estaba claro que nuestra fuerza pasaba por estar unidos.

El divorciado del séptimo izquierda recordó que había que quitar el sillón de la entrada como elemento disuasorio. Llegó hace más o menos cuatro años y nunca le contó a nadie los aspectos más sombríos de su vida. Nos parece bien que no los cuente, pero tampoco nos parece correcta esa falta de confianza. Por lo visto, según se cuenta, su mujer se pasó de braguetas y se quedó corta de vergüenza. La echó de su casa y ella pidió el divorcio. Un asunto feo. Sobretodo por los niños. La mayor es una adolescente que administra la vergüenza que le dejó su madre en herencia, y el pequeño es un impertinente que terminará siendo un delincuente drogándose en cualquier portal. Un desastre. Los niños deben ver en los mayores los modelos de conducta que necesitan para su desarrollo. La familia debe ser el cuchillo que corta con los malos hábitos. Mañana prohibiré a mi hijo que vaya siempre con ese energúmeno.

El divorciado solicita que quitemos el sillón y se apruebe la contratación de un guardia de seguridad privado. Debemos pensar en los nuestros, dice, qué ironía. Y si no se contrata porque sale muy caro, realizar nosotros mismos un cuadrante de vigilancia por parte de todos los vecinos. El murmullo de comentarios que reina en la habitación ha subido para acallar sus últimas palabras. Nadie está dispuesto a pasar todas las noches en vigilia. La presidenta, que mira de reojo a su adversario político, asegura mezclada en los movimientos de sus brazos, que el dinero para la seguridad se va a generar. Su vecino busca cómplices que refuercen la negación de su cabeza desaprobando la nefasta gestión. En la algarabía que se ha provocado alguien se lamenta de la gran desdicha que les ha caído encima con el dichoso indigente. Por otro lado, el matrimonio del sexto derecha comenta en voz baja que esta vez les ha tocado a ellos. La situación se les está escapando de las manos y se ven incapaces de atajar el problema.

De repente, una voz que no había intervenido en todo este momento, se alzó entre la multitud para aportar un poco de luz a las sombras que han invadido la sala. Es el vecino que vive encima de mi propiedad. Es tímido y no muy hablador, pero en esta ocasión ha acertado con su propuesta. Solicita permiso a la presidenta para emprender conversaciones con el susodicho elemento y convencerlo de que abandone voluntariamente la entrada. A cambio se le ofrece la posibilidad de que pernocte en la puerta. Allí no molestaría y no impediría la entrada a los vecinos. El matrimonio refuerza la exposición alegando que una vez dentro podrían cerrar la puerta de acceso y dejarlo fuera, por lo que la seguridad colectiva estaría garantizada. Un aliento de alivio aleteó por la estancia. La solución al problema se les antojaba cercana. Era perfecto. Ambas partes salían bien paradas. Ninguna de ellas se vería en la tesitura de reconocer derrota alguna. Entonces el vecino del ático reconoció la evidencia. Todo pasaba por la voluntad del indigente. Si se negaba a abandonar el rellano de la entrada, alegando frío o cualquier otra nimiedad, todo estaba perdido. La impotencia encendió todavía más la rabia de los vecinos. Aquel sujeto no iba a salirse con la suya sólo con aportar idioteces. Por las buenas o por las malas no se lo permitirían.

La presidenta, como moderadora de la reunión pidió calma. Ellos eran muchos y él sólo uno. Además, tenían la ley de su parte. Esta palabra fue la que serenó definitivamente a los asistentes. La presidenta era una abogada que trabajaba en un prestigioso gabinete de ilustres interpretadores legales en el centro de la ciudad. Había ganado casos imposibles y era de ahí de donde le manaba esa seguridad que le hizo ganar la disputada presidencia de la comunidad. Habló despacio marcando las palabras para que los asistentes al acto se subieran a ellas. La ley es poderosa. La ley nos protege. La ley hará que expulsemos a ese agente molesto. Y se calló. El silencio dejó a la ley en el aire. Era bueno saber que cuando peor estaban las cosas, existía una cosa llamada legislación que los ayudaría. Nunca se acuerda uno de ella hasta que la necesita. Estaba claro. Lo echarían de su entrada utilizando la ley.

Pero de nuevo la cordura les arrojó agua helada por la espalda. El vecino del segundo derecha, el homosexual que metía impunemente a innumerables hombres en su piso ante la inocente mirada de sus hijos, apuntó que una persona como esa no se atendería con leyes. No tenía nada que perder, por lo que le daría igual que fueran contra él con alegatos legales. Debería haberse callado. Teníamos la solución y ahora la estaba desmontando. Nunca les gustó el vecinito del segundo. Demasiado raro. Demasiado perjudicial. Pero le escucharon.

Fue la anciana del quinto izquierda la que tomó la palabra en ese punto. A pesar de estar medio loca y con un principio de Síndrome de Diógenes, nunca dio problemas. Bueno, salvo cuando se quejaron del exceso de cucarachas que apareció por todo el bloque y que se lo atribuyeron al exceso de basura acumulada en su enfermedad. La anciana olía muy mal y los retoños de los vecinos se metían con ella a causa de su senectud. Cosas de niños. Una vez que acaparó toda la atención, se dirigió a la presidenta y aportó su idea. Debían convencer al extraño de que se mudara a la finca contigua. La idea resultó brillante aunque saliera de una mujer enferma. El problema era decidir quién llevaría las negociaciones. El vecino del ático se ofreció mirando a la presidenta. La presidenta se puso de pie. Todos enmudecieron.

Unos desgarradores gritos infantiles se oyeron de repente en la escalera. Algunos padres se alarmaron por la precipitación de sus retoños y salieron fuera. Entre llantos y sollozos pudimos saber lo que pasaba. Entre juegos y risas habían golpeado al indigente para ayudar a los padres. Por lo visto no se movía. No lo volvería a hacer. Era comprensible el susto. Ya pasó. Todos suspiramos aliviados por partida doble. Por fin pudimos pasar al siguiente punto de la asamblea.

182-Rosario de maldiciones. Por CasandraB
184-Filosofía. Por Diógenes
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