Siempre he creído que el cuarto de baño es el lugar donde el hombre contemporáneo toma sus más importantes determinaciones. No estoy hablando sólo de discernir entre el mejor tipo de interés para la hipoteca, elegir entre una corbata azul o negra, entre un desodorante spray o barra. No solamente somos capaces de tomar ese tipo de decisiones. Yo estoy seguro de que, como cualquier ser humano en este mundo, Manuela —mi esposa— medita en el baño. Dónde si no, no tiene alternativa. Hoy la he pillado articulando palabrejas en voz alta. Se me erizó la piel al sospechar que mi amante desconsolada había entrado en mi casa con la intención de arruinar mi más rutinaria y confortante vida monótona de casado; pero no, ¡era Manuela! Quizás pensaba que yo andaba en el séptimo sueño y que no la podría escuchar detrás de la puerta del baño.
Me sorprende.
Justo, en este preciso instante, me viene a la memoria una frase de aquel profesor de barba lánguida, gris y con gafas de pasta blanca, que solía aseverar en mi etapa de estudiante: “el ser humano es filósofo por naturaleza, sólo que cuando se aleja de su más primitivo carácter comienza a madurar y a perder el arte de sorprenderse y preguntarte por el mundo; es decir, comienza a deteriorarse su habilidad para filosofar”.
Ahora que lo pienso, con veinte tacos más encima no me suena a tanta tontería todo aquello. Y es verdad, porque recapacitemos por un momento: yo, cuando era adolescente, sobre todo al principio, me preguntaba por el sentido del mundo, cuestionaba la existencia de Dios, las ideologías de los partidos, me aturdían las crueldades de las guerras… O sea, cuando era un crío el filósofo que habitaba en mí estaba en plena forma. Después, con cada año recorrido uno se iba resignando; muy pocas veces alguien dedica su tiempo vital con el fin de encontrar la respuesta a semejantes cuestiones. «Para eso están los filósofos», dice la gente. ¿Y los filósofos, dónde están? Yo no los veo por ninguna parte, no tienen voz ni gozan de poder para que se les escuche por encima de los anuncios de ColaCoca, Niek, Adasdi… Sin embargo, mi mujer tiene que pensar muy, pero que muy fuerte; porque, ¡atención!, mi mujer, aquella señora que andorrea tan tranquila, que apaga el televisor cuando se acerca el final de un partido y se encuentra en su punto más emocionante; que lo enciende cuando empieza su serie televisiva, su novela, o su telefilme correspondiente; aquella señora que jamás se ha molestado en leer la portada de un periódico, que nunca ha soportado un telediario y que jamás ha escuchado la radio: esta es mi señora, ¡la Manuela! Es la que anda Filosofando mientras hace de vientre. Lo más increíble es que las meditaciones que he oído a través de la puerta no tienen desperdicio alguno. ¡A dónde vamos a parar! ¿Una metáfora perfecta para el lugar concreto donde se encuentra?
Señores y señoras, mi mujer es una gran filósofa. Y yo me entero después de quince años de casado. La cosa “manda huevos”, que ya de camino me dedico a freírlos junto con beicon: así ya tengo preparado el desayuno. Es un regalo que quería hacerle por aquel descubrimiento. Yo siempre había pensado que mi mujer era un caso sin remedio, que no merecía la pena ni siquiera escucharla; pero hoy incluso me he propuesto dejar a mi querida amante. Desde hoy mi mujer se me hace más interesante. Me he vuelto a enamorar de ella. Ahora me fijo mejor en sus ojos negros de arpía, y sus cabellos dorados volando al son del viento otoñal. ¡Qué romántico estoy! Ni Dios lo hubiera creído hace unos días. ¡Con qué felicidad cociné aquellos huevos fritos y bacón!
Hoy la esperaba en la mesa, con los mantelitos puestos, una flor de geranio que he tenido que coger de la terraza y una taza de café aguado; no quedaba apenas café en la despensa. Al menos, el beicon y los huevos fritos arreglaron el pequeño desastre culinario. Cuando salió de su ritual mañanero —desde hoy lo llamaré filosófico—, se dirigió a la cocina y observó la mesa tan dispuesta. Abrió los ojos, los cerró, los volvió abrir. Algo en su andar delataba que su sorpresa había tocado más fibra sensiblera de lo que yo habría pretendido. Yo, curioso, me interesé: <<¿qué tal te encuentras esta mañana?>>. Y ella, con los ojos más abiertos aún (ahora me pregunto cómo puede abrirlos tanto) me contestó:
—Bien cariño, bien, ¿te entró fiebre esta mañana?
—No, qué va mujer; sólo que hoy estoy especialmente contento.
—Se te nota, ¿me has sido infiel? Dímelo, te prometo que intentaré perdonarte.
—¡Qué cosas se te ocurren, mujer!
A los cinco minutos le confesé mi descubrimiento matinal. Ella asentía mientras bebía café, pareció no importunarle su sabor. Cuando terminé de hablar, ella se quedó examinándome fijamente con los ojos. Yo, agaché la mirada. Entonces ella me dijo: tranquilo, cariño. Anduvo hacia la entrada, donde un libro descansaba sobre la pequeña mesita del recibidor. De vuelta, y mientras danzaba sus pies lentamente, esbozó una inquieta sonrisa. Una mirada burlona y despectiva se apoderó de su rostro.
—Sabes, cariño, a veces me asombro de lo poco que me conoces.
A la sazón colocó el libro delante de mi cara y su título me proporcionó un tortazo que me dejó de cuajo. Filosofía para Bachillerato. En fin, resulta que mi Manuela no es ninguna filósofa; o sea, no era esa la vocación perdida de su vida de soltera.
Explicación: mi hija no entiende ni papa de filosofía; vamos, que la chiquilla anda un poquito lenta y le cuesta captar los conceptos metafísicos que le mandan aprender en el colegio. Por desgracia, ninguna academia decente imparte clases de esta asignatura; esa es la razón por la que la Manuela ha estado repitiéndose conceptos una y otra vez con el ahínco propio de una buena madre.
Dos meses más tarde:
Después de un hecho que pareció la mar de inocente, la cosa se ha calentado hasta llegar a temperaturas insospechables. La Manuela no ha cejado en su empeño de memorizar, en todo este tiempo, cada hoja de ese libro filosófico. Yo creo que sabrá más que el mismo profesor de la niña; quien, por cierto, sacó un notable alto gracias a las explicaciones de la señora.
Pero eso no era lo que yo iba a contar en este apartado final. Hoy mi Manuela se me he acercado con la mirada austera, como queriendo imitar a una terrible y fría abogada de algún —también terrible— telefilme norteamericano.
Me dijo:
—Lo sé, lo sé todo, sé lo de tu querida.
—¡Dios! —no se me ocurrió otra respuesta—, deberán de haberte ayudado mucho tus lecciones de “metafísica” en las averiguaciones —le espeté.
—No, querido, lo que me han ayudado han sido los trescientos euros que ha costado el detective privado, nada más. Bueno sí, quizás cierta torpeza de tu parte, o ¿acaso no pensabas que yo comenzaría a sospechar desde aquella mañana que cocinaste bacón y huevos para mí junto con aquella estúpida sonrisa dibujaba de oreja o oreja? ¿De verdad piensas que me creí tu excusa “filosófica”? Era imposible tragarse esa trola. Además, aunque lo hubieras hecho por simple bondad, o por simple felicidad, no podría ser posible. Primero porque eres un cabrón y, segundo, porque tu vida es una mierda para que merezcas el solo acto de sonreír y ser feliz. —Me lo soltó tal cual lo pongo aquí.
Entonces yo, quizás imbuido por convivir en una familia donde se pasaban mañanas y tardes aspirando a descifrar los grandes misterios del mundo metafísico: yo, yo mismo, me pregunté, medité y filosofé: ¿qué demonios hacía yo espiando a mi mujer cuando hacía de vientre?